Meditación.
Signos sensibles de la cercanía del Reino de Dios a nosotros.
Meditación de MC. 1, 40-45.
(MC. 1, 40). ¿Cómo debemos acercarnos a Jesús para pedirle lo que no podemos hacer por nuestro medio? El leproso que junto a Nuestro Señor protagoniza el relato evangélico que estamos considerando, se acercó al Mesías humildemente, y, de rodillas, le pidió que lo curara de la enfermedad de que se adolecía, pues, la consecución del milagro divino de que necesitaba ser objeto, era dependiente de la voluntad del Hijo de María.
Quizás oramos mucho para que el Señor nos libre de las enfermedades físicas que nos impiden ser felices, pero no le pedimos que nos ayude a extinguir los defectos mentales que no nos esforzamos en eliminar, porque los hemos dejado que se conviertan en parte esencial de nuestras vidas, y nos falta voluntad para esforzarnos en prescindir de los mismos.
La vivencia de nuestra religión nos exige que seamos íntegros, no sólo para que seamos dignos de vivir en la presencia de Dios cuando Jesús concluya la plena instauración de su Reino entre nosotros, pues también necesitamos la citada integridad, para tener credibilidad en nuestro entorno familiar y social. Independientemente de la amabilidad o agresividad con que un fumador empedernido pretenda que sus hijos no fumen, no tendrá ninguna credibilidad ante sus descendientes. Puede suceder que tal fumador obligue a sus hijos a dejar de fumar en su presencia durante la adolescencia, pero no conseguirá jamás quitarles la adicción al tabaco,en buena parte, porque no es un ejemplo a imitar.
Al igual que le sucedió al leproso cuya curación estamos considerando en esta reflexión, ¿creemos que los milagros de que necesitamos ser objeto son dependientes de la voluntad del Dios Uno y Trino?
¿Somos conscientes de que Dios probablemente no hará milagros en nuestras vidas hasta que nos demostremos que verdaderamente tenemos fe en Él?
Recordemos cómo Jesús curó a unos ciegos, porque le demostraron su fe en Él (MT. 9, 28-30). Jesús les dijo a los citados ciegos que se hiciera en ellos un milagro tan grande como pudiera serlo la grandeza de su fe. Si tales enfermos no hubieran creído en el poder que el Mesías tenía para restablecerles la salud visual, no hubieran podido recuperar la visión.
Nosotros no recibimos de Dios todo lo que le pedimos en oración porque aún no ha sido plenamente instaurado su Reino entre nosotros, lo cual significa que necesitamos seguir sobreviviendo a las pruebas mediante las que ha de fortalecerse nuestra fe para que seamos purificados y santificados. A pesar de ello, ¿cuántas veces no hará Dios milagros en nuestras vidas, porque nos negaremos a creer en su bondad?
Antes de pedirle a Dios la sanación física, pidámosle la purificación y la sanación espiritual, así pues, esta es una de las enseñanzas que se desprenden del texto evangélico, que meditaremos el próximo Domingo (MC. 2, 1-12). Antes de curar al paralítico que fue introducido en la casa en que estaba Jesús por el techo, ante la admiración de quienes se aglutinaban dentro y fuera de la casa en que predicaba Nuestro Salvador, Jesús, le dijo: (MC. 2, 5).
Para los judíos, el padecimiento de enfermedades, estaba relacionado con el castigo recibido, ora por los pecados cometidos por los antepasados de los enfermos, ora por las transgresiones en el cumplimiento de la Ley religiosa y política, llevadas a cabo por quienes sufrían el efecto de las enfermedades. En este contexto, es comprensible el hecho de que Jesús le perdonara los pecados al paralítico, para, posteriormente, disponerlo a vivir la sanación física.
En nuestro tiempo, también nos es necesario ser sanados espiritualmente, antes de ser curados físicamente. De poco sirve intentar restablecerle la salud a un fumador, si el mismo no está dispuesto a prescindir del consumo de tabaco, con tal de intentar mejorar su calidad de vida, porque frustrará todos los intentos que se hagan para ayudarle.
Dado que la lepra se contagiaba, los leprosos tenían que vivir aislados de la sociedad palestinense. El leproso que coprotagoniza el Evangelio de hoy, infringió la Ley que lo obligaba a vivir oculto del mundo de los sanos, para pedirle a Jesús que lo curara.
Nosotros, venciendo el temor a no ser bien considerados por los hombres, necesitamos ser fuertes, y recibir el Sacramento de la Penitencia cuando la conciencia nos reproche los pecados que hemos cometido, y, posteriormente, necesitamos tener valor para consagrarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, aunque nunca falten quienes nos reprochen lo que hacíamos antes de predicar el Evangelio con palabras. Tales reproches, en lugar de hacernos perder la fe, pueden unirnos más a Dios y a nuestros prójimos los hombres, porque, al trabajar en la Iglesia, estamos comprometidos con Jesús, a ayudarle a concluir la plena instauración del Reino mesiánico en el mundo.
(MC. 1, 41). Jesús extendió su mano para tocar al leproso, y devolverle la salud. ¿Extendemos nuestras manos para socorrer a quienes necesitan de nuestros dones espirituales y materiales?
Jesús tocó al leproso. ¿Somos capaces de relacionarnos con gente cuyo status social es inferior al nuestro, o que tiene enfermedades graves?
Hacer una pequeña obra de caridad es un gesto que tiene importancia y mérito, pero no tanto como el hecho de hacer una obra benéfica, invirtiendo grandes sumas de dinero, o poniendo en peligro la propia salud.
(MC. 1, 42-45). Jesús no quería tener fama de sanador, sino de profeta. Esta fue la razón por la que quiso que el recién curado no publicara el milagro de que había sido objeto, aunque sí le pidió que presentara ante el sacerdote la ofrenda con que concluiría el tiempo de su exclusión del mundo de la gente que no sufría ningún tipo de marginación, con la segunda intención de que los enemigos del Nazareno tuvieran constancia de que el nuevo Siervo de Dios seguía realizando su obra evangelizadora y salvadora.
Como el antiguo leproso publicó lo que Jesús le hizo con bombo y platillos, el Señor hubo de apartarse de las grandes muchedumbres, que le perseguían hasta el lugar más recóndito que pudiera esconderse para pedirle que les hiciera milagros, pues El sólo hizo las obras que consideró que servían para demostrar la abundancia que nos caracterizará cuando vivamos en el Reino de Dios.
Jesús no hacía milagros para publicitarse como sanador, pues sólo tenía la intención de hacernos reflexionar sobre el amor de Dios para con nosotros, y las dádivas que recibiremos, cuando este mundo sea su Reino mesiánico, y no exista ninguna forma de sufrimiento.
No busquemos a Dios exclusivamente cuando necesitemos ser favorecidos por Él, y mostrémonos dispuestos a aprender su Palabra, y a cumplir su voluntad, aplicando a nuestra vida, lo aprendido, durante nuestros años de capacitación espiritual.
San Marcos finaliza el capítulo uno de su Evangelio, con la narración de la curación del leproso. Antes de concluir esta meditación, deseo invitaros a recordar los textos evangélicos que hemos considerado durante los últimos domingos, ya que, en los mismos, se manifiestan los signos sensibles, que nos indican que, -se cumplen las palabras de Jesús, expuestas en LC. 17, 20-21.
Un signo evidente de la instauración plena del Reino de Dios entre nosotros que aguardamos, es la predicación del Evangelio. Esta es la razón por la que, según San Marcos, Jesús comenzó su Ministerio público, pronunciando estas conocidas palabras: (MC. 1, 15).
La plena instauración del Reino de Dios entre nosotros está cercana. No sabemos si tal hecho acontecerá hoy o si aún tendremos que esperar millones de años para que suceda, pero, a pesar de que la prolongación de la espera puede hacernos perder la fe en Dios, el texto que estamos considerando, nos sugiere la posibilidad de que, antes de que este mundo sea transformado, podemos hacer todo el bien que nos sea posible, para aumentar la fe que tenemos en Dios, el Padre que, cuando menos lo esperemos, nos conducirá a su presencia, para concluir nuestro proceso de santificación, y concedernos la plenitud de la dicha.
Para difundir el Evangelio rápida y eficazmente, hacen falta predicadores. Conforme los amigos íntimos de Jesús se familiarizaban con Nuestro Salvador, se consagraban más y mejor a realizar la misma labor que llevaba a cabo Nuestro Maestro espiritual.
Un trabajador eficiente de la viña del Señor, debe pasar por el crisol de los grandes esfuerzos, para comprobar si es un fiel discípulo de Jesús ante los ojos de Dios, o si está obsesionado con la consecución de bienes materiales. Pedro, Andrés, Juan y Santiago, dejaron su trabajo de pescadores, y se consagraron a pescar almas, en el mar tempestuoso de la inseguridad, el sufrimiento y las miserias de la humanidad. Se nos puede decir que tales amigos del Señor no hicieron un gran sacrificio porque su actividad laboral era pésima y les producía pocas ganancias, pero ello es incierto, porque, si eran trabajadores aptos para desempeñar su labor en circunstancias que les eran favorables, ¿cómo no ivan a valorar su único medio de ganarse el pan?
Si queremos predicar de manera que el mensaje que les transmitimos a nuestros oyentes -o lectores- sea creíble, podemos imitar la conducta de Jesús en la Sinagoga de Cafarnaúm (MC. 1, 22).
Si queremos predicar con éxito para que el Señor gane almas para el cielo por nuestro medio, necesitamos adaptarnos a los conocimientos de quienes quieran escucharnos y a su capacidad de comprensión, con tal de conseguir que sientan un gran deseo de conocer a Nuestro Salvador, y de ser santos.
A veces nos sucede a los predicadores que se nos enfrentan quienes no comparten nuestras creencias. No debemos pensar que quienes no desean que evangelicemos son malas personas, pues quieren evitar que prediquemos, porque creen que dañamos a la sociedad al inculcarle a la gente nuestra forma de pensar y proceder. Esto es lo que le sucedió a Jesús cuando en la citada Sinagoga se le enfrentó un espíritu satánico, al que derrotó con su poder.
Nos llama la atención la conclusión del Evangelio del Domingo anterior. Mientras que los amigos de Jesús querían que su Maestro se gloriara porque la gente lo buscaba para que les hiciera milagros, el Mesías quiso huir a otros pueblos y ciudades, donde buscar la oportunidad de predicar y hacer del Evangelio el centro de su discurso, pues la gente quería alabarle a Él, y el Señor no quería que fuese alabado nadie, con la excepción de Nuestro Padre común, a quien servía fielmente. ¡Qué ejemplo tan grande a imitar es Jesús para quienes no somos tan humildes como Él!.
(ROM. 10, 8). ¿Está la Palabra de Dios en nuestros labios?
¿Somos predicadores del Evangelio?
¿Está la Palabra de Dios escrita en nuestro corazón?
¿Oramos y leemos la Biblia antes de tomar decisiones importantes, para que las mismas estén inspiradas en el cumplimiento de la voluntad de Dios?
Si la Palabra de Dios está escrita en nuestro corazón, ¿procuramos que todo lo que decimos y hacemos esté relacionado con el cumplimiento de la voluntad de Dios, o nos dejamos seducir por el pecado? (ROM. 10, 9-10).
Seremos salvos porque tenemos fe en Dios, pero no nos será posible alcanzar la santidad si no hacemos el bien, porque ello es la única manera que tenemos de demostrar que creemos en Dios, y si somos cristianos practicantes.
Tal como hemos visto durante las semanas anteriores, la curación de enfermos, y la expulsión de demonios, son otros dos signos sensibles, de que el Reino de Dios, está cerca de nosotros, tan cerca, que Jesús nos dice que está en nuestros corazones. Podemos sentir que vivimos un pequeño adelanto de lo que será el Reino de Dios cuando el mismo sea plenamente instaurado entre nosotros, cuando empezamos a trabajar para exterminar las carencias espirituales y materiales de nuestros hermanos los hombres.
Ciertamente, no podemos hacer milagros, pero quizás no escapa de nuestras posibilidades, el hecho de comprar medicamentos para un enfermo, o de costearle la operación por medio de la que recuperará parcial o totalmente su salud.
Si no vivimos fraternalmente ayudándonos a solventar las carencias que tenemos, no podremos creer en la realidad del Reino de Dios, pues, si aceptamos la misma, esta idea nos supone dispuestos a trabajar por una creencia nuestra que, ante los ojos de quienes no comparten la fe que nos caracteriza, es una utopía, como lo es el hecho de disponer de los medios necesarios para criar y educar a los no nacidos cuyas madres desean abortarlos.
joseportilloperez@gmail.com
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