Meditación.
Necesitamos a Jesús de Nazaret.
Jesús les preguntó a sus Apóstoles en Cesarea de Filipo: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le dijeron a su Maestro todo lo que le escuchaban diariamente a la gente con respecto al Hijo de María, es decir, que era un enviado de Dios, que era algún profeta reencarnado, que tenía que proceder de Dios dado que las obras que hacía no las hacía nadie, etcétera. Cuando Nuestro señor volvió a interrogar a sus amigos íntimos con respecto a lo que pensaban de Él, Nuestro Maestro pudo comprobar que todos sus amigos, exceptuando a San Pedro, guardaron silencio, porque aún no se habían formado una opinión concreta con respecto a Nuestro Maestro, porque no estaban seguros de lo que debían creer con respecto al Hijo de María, o porque no querían contradecir al Señor, al hacerle entender abiertamente que no estaban totalmente de acuerdo con su ideología. A los cristianos de nuestro tiempo nos sucede lo mismo que les sucedió a los Doce cuando fueron interrogados por el Mesías, así pues, cuando se nos pide que describamos las muestras de fe o de incredulidad que constatamos diariamente en nuestro entorno social, no tenemos reparo alguno en describir la influencia que Jesús tiene en nuestros prójimos, pero, cuando tenemos que describir nuestra fe en el Hijo de Dios, podemos encontrarnos con que no nos hemos determinado a seguir a Nuestro Señor, podemos pensar que todos los Domingos asistimos a la celebración de la Eucaristía pero que no aceptamos totalmente a Nuestro Señor, etcétera. San Pedro les dijo a Cornelio el pagano y a sus allegados, las palabras que encontramos en HCH. 10, 37-38.
Jesús pasó por el mundo haciendo el bien, así pues, esta realidad debería bastarnos para ayudarnos a comprender que nos es necesario aceptar a Jesús como Hombre y como Dios. Jesús dijo en cierta ocasión, las palabras que leemos en JN. 14, 11-13.
Si aceptamos el hecho de que Jesús habitó en Palestina como cualquier hombre de su tiempo, acabaremos aceptando a Nuestro Señor como Hijo de Dios, dado que llevó a cabo obras muy importantes, según palabras del sanedrita Nicodemo (JN. 3, 2).
Ya que hace escasas semanas recordamos nuestra recepción del Espíritu Santo en Pentecostés, es conveniente que pensemos que Nuestro señor siempre actuó bajo la inspiración del Paráclito -o Defensor- que Él mismo nos envió para que nos santificara y nos inspirara el deseo de vivir en la presencia de Nuestro Padre común.
Al leer el Antiguo Testamento (la primera parte de la Biblia), constatamos nuestra necesidad de ser redimidos por Nuestro Señor. En el libro de Isaías se nos alienta a tener nuestra esperanza puesta en la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros (IS. 32, 1-6).
Los cristianos de nuestro tiempo, al igual que siempre se han interrogado los miembros de la Iglesia, nos preguntamos: ¿Necesitamos a Jesús?
Al leer el fragmento del libro de Isaías, nos preguntamos: ¿Necesitamos a Jesús para que el Señor nos redima al final de los tiempos, o también necesitamos al Mesías para vivir nuestro día a día?
Los cristianos enfocamos la vivencia de nuestra vida ordinaria a nuestra redención, así pues, vivimos preparando el retorno de Jesús a nuestra tierra, un acontecimiento que marcará el final de los tiempos, y marcará el establecimiento pleno de una civilización basada en la aplicación de la justicia basada en la óptica del amor, un hecho que no nos es posible concebir, pero que Dios puede llevar a cabo, porque para Él no hay nada imposible.
¿En verdad nos es tan necesaria la presencia de Jesús en nuestra vida? Jesús dijo en cierta ocasión, las palabras que hayamos en MT. 18, 11.
Nuestro señor vino a redimir a quienes vivíamos sin rumbo en un mundo que sufre las consecuencias de no aceptar que es incapaz de realizarse sin Dios. Los cristianos confiamos en Jesús porque su Palabra es el medio por el que conocemos la sabiduría de Dios, -la sapiencia que el Espíritu Santo nos inculca en nuestros corazones para que estemos capacitados para alcanzar la felicidad y por consiguiente la vida eterna-. No ha de extrañarnos el hecho de que los predicadores del Evangelio nos apliquemos las siguientes palabras de San Juan Bautista, pues reconocemos que somos inferiores a Nuestro Maestro (MT. 3, 11).
Como Nuestro Señor es superior a nosotros, los predicadores recordamos también muy a menudo estas otras palabras del hijo de Zacarías (JN. 3, 30).
A menos que creamos que merecemos ser despreciados por causa de nuestros pecados o de nuestra ínfima valía, todos necesitamos ser alabados por quienes nos rodean porque el amor para nosotros es como la sal para las comidas, pero, a pesar de ello, quienes predicamos el Evangelio queremos tener en cuenta que no deseamos promocionarnos a nosotros, sino que queremos dar a conocer a Nuestro Dios Uno y Trino. Jesús es quien ha de desempeñar su papel redentor valiéndose de nosotros como de los instrumentos que le son necesarios para redimirnos a nosotros y a nuestros prójimos, así pues, este hecho ha de ser lo suficientemente aceptado por nosotros como para que no permitamos que se resienta nuestra autoestima cuando nuestras creencias no sean comprendidas -o aceptadas- totalmente por nuestros oyentes o lectores.
Aunque ciertas expresiones de Nuestro Señor tienen la apariencia de ser amenazas para quienes no las apliquen al pie de la letra, si miramos las citadas frases en sentido positivo, podemos constatar que el Mesías se exigía Sí mismo y nos exige a los cristianos de hoy una gran perfección en la vivencia del amor. Un ejemplo de ello lo encontramos en el sermón del monte de San Mateo (MT. 5, 21-22). Parece excesivo el hecho de que Jesús no desee que nos enfademos con nuestros prójimos, pero, según san Pablo, el enojo al que se refiere Jesús en el citado pasaje de San Mateo es sinónimo de pelea, ya que el Apóstol de las gentes escribió en una de sus Cartas el siguiente texto: (EF. 4, 21-32).
No sólo nos está permitido enfadarnos, sino que debemos utilizar toda nuestra capacidad tanto de hacer el bien como de sacar a relucir nuestro mal carácter cuando sintamos necesidad de hacerlo, porque tanto la bondad como la expresión de la necesidad de manifestar ciertos sentimientos que consideramos negativos forman parte de nuestra vida, así pues, si ocultamos lo que no queremos manifestar y no nos gusta, ello nos hará actuar o expresarnos algún día inadecuadamente, o nos hará sentirnos infelices, pues no es positivo que callemos siempre aquello con lo que no estamos de acuerdo.
Jesús siempre les mostró un gran respeto a las mujeres, a pesar de que las mismas eran marginadas por los hombres (MT. 5, 28-29).
Podemos pensar que nuestro pensamiento es libre y por ello ni los solteros ni los casados les hacen daño a ninguna mujer cuando la miran y echan a volar el pensamiento concibiendo ideas relacionadas con la obtención de placer carnal, pero lo cierto es que, si en nuestro entorno aplicáramos a rajatabla esta enseñanza de Jesús, muchas mujeres serían tratadas mejor de lo que lo son en su medio.
Son muchas las cosas que os podría decir de Nuestro Señor, pero en esta ocasión quisiera pediros que oremos pensando en lo que el Salvador significa para nosotros, en la necesidad que tenemos de conocerlo, de aprender a escuchar y a aplicar su Palabra a nuestra vida, y en lo que podemos hacer para agradecerle a la Santísima Trinidad lo que ha hecho por nosotros.
joseportilloperez@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja aquí tus peticiones, sugerencias y críticas constructivas