Meditación.
La raíz del pecado.
Estimados hermanos y amigos:
Faltan ocho semanas para que concluyamos el presente Ciclo litúrgico, y comencemos a vivir nuevamente llenos de alegría y esperanza el tiempo de Adviento, durante el que, una vez más, nos prepararemos convenientemente a celebrar la Navidad. En este tiempo en el que meditamos el Evangelio de San Lucas, con tal de que podamos celebrar la Natividad del Mesías convenientemente purificados, nos es preciso seguir meditando sobre el pecado, un tema que estamos abordando desde hace varias semanas.
Uno de los terrenos en los que podemos desobedecer a Dios con más probabilidades es el de las riquezas, así pues, hace varias semanas, Jesús nos dijo unas palabras que debemos tener en cuenta durante todos los días de nuestra vida, que podemos leer en LC. 12, 15.
En varias ocasiones, algunos de mis lectores me han enviado correos electrónicos, manifestando su creencia de que la riqueza hace que la maldad se introduzca en el corazón de las personas, lo cual no es cierto. No hemos de olvidar que Dios nos permite a todos tener determinados bienes, a unos más y a otros menos, porque Nuestro Santo Padre, más que procurarnos el bienestar en todos los terrenos en que nos movemos en este mundo, actúa de manera que podamos obtener la vida eterna en su presencia, así pues, si unos no tienen dinero, otros carecen de buena salud, y otros que lo tienen todo están vacíos interiormente de amor, ello no sucede en vano, sino porque todos vivimos el ciclo que antecede a nuestra salvación, y, si padecemos por algún motivo que escapa a nuestra inteligencia actual, ello obedece al itinerario que hemos de recorrer antes de ser salvos.
(1 TIM. 1, 8-11). Muchas veces algunos de nuestros hermanos intentan buscar explicaciones al sufrimiento que actualmente escapan a nuestra humana comprensión. Es cierto que aún no podemos responder todos los interrogantes relacionados con el dolor, de la misma manera que también es veraz el hecho de que, a través de nuestras buenas obras, hemos de buscar la posibilidad de alcanzar la felicidad, la cual, si no es consecuente del agradecimiento de nuestros prójimos por causa del bien que les hacemos, es característica de la satisfacción que ha de producirnos el hecho de cumplir la voluntad de Nuestro Padre común, por consiguiente, prestémosles atención a las palabras del gran responsable de que los no judíos seamos cristianos (COL. 3, 14-17).
¿Por qué he titulado esta meditación dominical "La raíz del pecado?" Vivimos en un mundo en el que nos preocupa mucho el siguiente interrogante: ¿Qué soy?
Para los cristianos que día a día se esfuerzan en cumplir la voluntad de Dios, el interrogante más importante que se plantean con respecto a sí mismos, es el siguiente: ¿Quién soy?
Todos podemos estar sanos o enfermos, ser ricos o pobres, ser altos o bajos, pero tenemos un hecho en común que debería darle sentido a nuestra vida, pues somos hermanos, porque tenemos a Dios por Padre.
Hermanos y amigos: La raíz del pecado es la soberbia, la cual me obsesiona con la idea de hacerme superior a mis prójimos los hombres, y ello me aleja del Dios que, aunque me ofrece una gloria jamás conocida ni imaginada por mí, lo rechazo, imaginándome que los bienes humanos son superiores al hecho de ser su Hijo.
¿Cómo puedo dejar de pecar?
¿Cómo puedo cambiar gradualmente mi condición débil que me aleja de la verdadera fuente de la felicidad, que no es otra que el Dios Uno y Trino?
(COL. 3, 14). ¿Qué tiene que ver la práctica de la caridad cristiana con que yo deje de pecar?
Amando, no sólo a quienes me favorecen, sino hasta a quienes me complazco en despreciar, intento eliminar la soberbia que pretende hacerme superior a ellos, y el egoísmo que me impide comprender que la resolución de los problemas de mis prójimos los hombres es tan importante como el hecho de solventar mis carencias.
(COL. 3, 15). ¿Por qué necesito que la paz de Cristo reine en mi vida? Mi paz personal no es estable. A veces me sucede que actúo como quien está alerta esperando que le disparen desde cualquier posición, porque, aunque tenga que morir, quiero hacerlo peleando. Tengo que renunciar a la rebeldía y la desconfianza que me caracterizan, para que, al vaciar mi corazón del resentimiento inútil, pueda recibir la paz de Dios, para que así pueda formar parte del Cuerpo de la Iglesia, lo cual tengo que agradecérselo a Nuestro Padre común.
(COL. 3, 16). Necesito que la riqueza de la Palabra de Dios llene mi corazón. Conforme recibo dicha riqueza, siento que no debo guardarme la egoístamente, sino que, si quiero recibirla en plenitud, tengo que comunicársela a quienes encuentre en mi camino y quieran recibirla, porque mis prójimos no son quienes me rodean, sino aquellos de cuyas vidas formo parte, porque me he ganado su amor y confianza. Puedo estar rodeado de gente y vivir aislado, y tener a dos o tres amigos, familiares o desconocidos cerca, y ser el hombre mejor acompañado del mundo.
Para poder cumplir la voluntad de Dios, no sólo debo dejarme evangelizar y ser un buen predicador, sino que también debo pedirle al Dios Uno y Trino que me haga maestro en el arte de la oración, el arte de saber estar en su presencia, y el arte de percibir claramente su voz en el silencio, en la lectura de la Biblia y de los documentos de la Iglesia, en las lágrimas de los que sufren, en el intenso brillo del sol, en el color de las flores...
(COL. 3, 17). No debo actuar ni hablar de cualquier manera, sino como lo haría Jesús, porque el amor del Dios Uno y Trino vive en mí, y Jesús Eucaristía habita en mi corazón, que le he abierto como puerta de par en par, para que transforme mi cerrazón en apertura, para aprender a amar a todos los hombres.
No sólo quiero actuar y hablar como lo hace Jesús, sino que debo darle gracias al Dios Uno y Trino por concederme el privilegio de poder salvarme, al convertirme en imitador de Jesús de Nazaret, mi Hermano Mayor y Señor.
¿Pienso que me es difícil destruir la fuerza del pecado que me tiraniza? En ese caso, finalizaré esta meditación, recordando las palabras del Apóstol (ROM. 7, 15-25).
joseportilloperez@gmail.com
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