Meditación.
¿Es auténtica la fe que decimos profesarle a Dios?
Meditación de JN. 6, 16-21. 44. 51. 60-69.
Nota: Aunque el Evangelio que meditaremos en las celebraciones eucarísticas de este día es JN. 6, 60-69, la interpretación de los demás versículos aquí citados, nos ayudará a comprender la necesidad que tenemos de tener fe en Dios.
(JN. 6, 16-21). Como bien sabemos, Jesús alimentó a una gran multitud con la intención de que la gente comprendiera la importancia del crecimiento espiritual al ser equiparada a la necesidad existente de los alimentos físicos que tenía para vivir, pero el signo realizado por Nuestro Salvador no fue bien interpretado, por lo que el Señor se fue a rezar a la montaña, para evitar que lo forzaran a hacerse rey, de quienes querían obligarlo a remediar sus carencias materiales y de salud.
San Juan nos dice en el relato que estamos meditando que los Apóstoles navegaban en el lago de Tiberíades sin que Jesús estuviera con ellos, y que se levantó un fuerte viento, lo cual hizo peligrar a los amigos de Nuestro Salvador, los cuales, aunque no sintieron miedo al pensar en los posibles trágicos efectos del temporal de viento que azotaba su barca porque entre ellos había pescadores acostumbrados a navegar en circunstancias difíciles, sí que se atemorizaron al ver cómo Jesús caminaba sobre el agua.
Por la fe que profesamos, sabemos que nuestra vida en ciertas situaciones es semejante a las horas que los Apóstoles de Jesús pasaron en el lago de Tiberíades, intentando sobrevivir al ímpetu del viento y el agua que les amenazaba. No podemos hacer nada sin Jesús, pues, con Nuestro Señor, las cosas que nos salen bien nos fortalecen la fe, y, las experiencias dolorosas, nos fortalecen psicológicamente, y nos recuerdan que Dios no nos impide vivirlas, por causa de las enseñanzas que nos aportan, dado que las mismas nos fortalecen interiormente (JN. 15, 5).
(JN. 6, 20-21). Recuerdo un día en que una de mis amigas que hizo de catequista sin desear aceptar tal trabajo aunque lo realizó porque no había voluntarios que nos ayudaran a formar a los niños de primera Comunión me contó los muchos padecimientos que afectaban su vida. Cuando le dije que intentara ser consolada por medio de la lectura de la Biblia y la oración ante el Sagrario, aprovechando que el templo estaba prácticamente siempre vacío, me dijo: "No puedo hacer eso. Me da vergüenza rezar. ¿Has pensado en el ridículo tan espantoso que haría yo hablándole a una lacena, si Dios no existiera?
Gracias a Dios reaccioné rápido ante aquella situación, y le dije a mi amiga que nadie nace creyendo en Dios, y por ello a veces no es fácil para nosotros tener fe, cuando fracasan los planes que concebimos, cuando enfermamos, o cuando nos sentimos desamparados. Es llamativo el hecho de que los futuros Apóstoles no tuvieran miedo ante la visión de la tempestad que amenazaba con hundir su barca, y que le temieran a Jesús cuando se les acercó.
Para comprender el Evangelio de hoy, necesitamos tener fe en Dios, y que dicha fe sea auténtica. Por eso es necesario que memoricemos las siguientes palabras de San Pablo, y las apliquemos a nuestra vida, especialmente, cuando vivamos situaciones que consideremos adversas a nuestra voluntad: (FLP. 4, 13).
Tal como hemos recordado durante las semanas XVIII-XX del tiempo Ordinario, quienes querían que Jesús se limitara a cumplir sus expectativas, mantuvieron una confrontación con el Mesías, porque Jesús quería ser aceptado como pan de vida, y ellos querían obligarlo a extinguir sus carencias materiales.
Jesús les dijo a sus oyentes que existe un alimento espiritual que, además de tener el poder de alimentarlos para que superaran sus circunstancias vitales dolorosas, podía darles la vida eterna. El Señor también les dijo a sus oyentes que el citado pan no es un alimento físico, sino una Persona, es decir, Él mismo, pues no vino al mundo a cumplir su voluntad, sino la voluntad de Nuestro Santo Padre.
Si no tenemos fe en Jesús, no podemos aceptarlo como Dios.
Si nuestra fe en Jesús es mediocre, podemos tener la costumbre de orar, y podemos no tener inconveniente en aceptar a Nuestro Salvador como alimento divino que nos fortalece interiormente, pero nos negaremos rotundamente a vincularnos a Nuestro Señor, hasta llegar a ser parte del pan de vida, que puede conducir a la humanidad, a la presencia de Nuestro Santo Padre. (JN. 6, 44).
Cuando San Pedro reconoció ante Jesús que el Salvador de la humanidad es el Mesías, el Señor le dijo que tal conocimiento no lo había adquirido por sí mismo, pues se lo había revelado el Padre celestial. Nosotros creemos en Jesús porque Nuestro Santo Padre nos ha concedido el don de la fe.
Jesús no es un pan de vida que alimenta nuestros cuerpos físicos, sino el pan que nos dispone a ser vivificados eternamente. Este hecho aumentó la distancia existente entre los judíos y Jesús, pues, mientras ellos querían que el Señor les concediera innumerables dádivas que les facilitaran la vida temporal, el Mesías solo les hablaba de disponerlos a vivir eternamente, en la presencia de Nuestro Padre común. Desgraciadamente, a muchos de nuestros hermanos en la fe, les ocurre lo mismo, que a los judíos que rechazaron al Señor, porque les incumbe más la vida temporal, que la vida eterna, que Jesús nos ha prometido a sus creyentes. Quizás muchas veces oramos para que Dios mejore nuestras relaciones familiares, nos conceda un mejor trabajo, nos colme de riquezas, nos haga tener muchos amigos... ¿Oramos por la salvación de nuestra alma con el mismo énfasis que oramos por la resolución de nuestros problemas, y el cumplimiento de nuestros deseos terrenales?
(JN. 6, 51). Para que podamos convencernos de que Dios nos ama, -cosa que desgraciadamente todos no haremos, porque algunos no pueden hacerlo, y otros no quieren sentirlo-, tenemos que aceptar el hecho de que Jesús no es un pan espiritual que se nos da simbólicamente, sino el alimento que se nos concede, cuando aceptamos que murió para redimirnos. Nuestro aprendizaje a afrontar y confrontar las circunstancias dolorosas que vivimos, y la salvación que gozaremos cuando nuestro mundo sea el Reino de Dios, le costaron a Jesús el derramamiento de su Sangre.
¿Por qué muchos quieren lograr la gloria sin esforzarse en conseguir ver realizados sus deseos? A Jesús le costamos la vida, y, exceptuando algunas excepciones, todo lo que conseguimos, nos cuesta grandes esfuerzos, que hacen apasionantes las oportunidades que tenemos de crecer a los niveles espiritual y material.
(JN. 6, 54-58). Aceptemos a Jesús como alimento espiritual, pero no lo hagamos solo para que nos haga fuertes ante la adversidad característica de nuestra vida, ni para que nos conceda la vida eterna. Tales peticiones no son malas, pero son más sinceras, si se complementan con el deseo de que seamos panes pascuales. Seamos parte del pan de vida del que la humanidad está hambrienta, porque, tal como los cristianos deseamos vivir con Nuestro Santo Padre, muchos no creyentes, que no les encuentran respuestas a los males característicos de la humanidad, necesitan un alimento espiritual que les haga tener fe, tanto en Dios, como en sus hijos los hombres.
(JN. 6, 60). La incomprensión de las palabras que Jesús le dirigió a la multitud, afectó gravemente la fe, tanto de los discípulos de Jesús, como de los Apóstoles de Nuestro Señor. Entre unos y otros había quienes seguían a Jesús, no porque lo amaban y lo aceptaban como Dios y alimento espiritual, sino porque estaban ansiosos por tener una posición que les hiciera sentirse poderosos. Quienes seguían a Jesús con pretensiones mundanas, al oír que no debían anhelar los bienes materiales más que los espirituales, que debían disponerse a servir a la humanidad sin reservas, y que tenían que vivir preparando su encuentro definitivo con Nuestro Santo Padre, tomaron la resolución de separarse del Mesías.
¿Nos encontramos en el grupo de los que desamparan a Jesús porque el Mesías no cumple sus expectativas mundanas en el tiempo en que quieren ver realizados sus deseos?
¿Aceptamos a Jesús como pan de vida?
¿Queremos ser parte del pan de vida que puede sostener a la humanidad en el tiempo del dolor y elevarla a la presencia de Nuestro Santo Padre, o nos acercamos a Dios cuando nos acordamos de Él cuando queremos que cumpla nuestras expectativas, y lo olvidamos cuando nos pide que amemos a quienes sufren por cualquier causa, o cuando las cosas no nos salen como queremos?
No nos sirve de nada vivir pensando en lo que queremos que Dios sea para nosotros, pues Él es quien es y como es, y no tenemos el poder necesario para obligarlo a adaptarse a nuestras exigencias. Ha llegado el momento de creer en Dios sin reservas, o de separarnos de Él. Naturalmente, si queremos ser cristianos, debemos saber que la fe se cultiva con el lento paso del tiempo, por lo que no se perfecciona plenamente en un rato de lectura y oración.
Tener fe en Dios, no significa tener la plena comprensión de su forma de actuar, porque ello escapa a nuestra finita comprensión.
(JN. 6, 60). Nosotros no podemos comprender plenamente a Dios, pero nos esforzamos en aceptar sus enseñanzas.
Si nos negamos a servir a quienes sufren por cualquier causa, o si no nos decidimos a creer en Dios, bajo el temor de que la fe que profesamos los cristianos sea una falsa quimera, pensaremos que las enseñanzas bíblicas son inadmisibles, e incluso tendremos la tentación de juzgar pasajes bíblicos y de la Historia de la Iglesia desde nuestra perspectiva actual, intentando ver cómo existe la maldad entre los creyentes, con tal de negarnos a creer en Dios.
(JN. 6, 61-62). Cuando Jesús vivió en Palestina, existía la necesidad de que sus creyentes lo aceptaran como Dios antes de que aconteciera su Ascensión al cielo. Nosotros decimos que nos cuesta creer en Dios porque no le vemos hacer milagros, pero, cuando Jesús realizaba signos entre sus hermanos de raza, fue acusado de estar poseído por el Demonio. Para tener fe en Dios, no necesitamos ver a Jesús haciendo milagros, pues nos basta con amar al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo y a nuestros prójimos, sinceramente, y sin reservas.
(JN. 6, 63). Jesús les dijo a sus discípulos que un cuerpo que no esté vivificado por un alma no sirve para nada, porque no tiene vida por sí mismo. Las palabras de Nuestro Salvador son el espíritu vital que alientan nuestra fe y nos hacen disponernos a habitar eternamente en el Reino de Dios.
(JN. 6, 64-66). Pensemos lo triste que debió sentirse Jesús, cuando los asistentes a la sinagoga de Cafarnaún no comprendieron su discurso del pan de vida y se separaron de Él, cuando muchos de sus discípulos lo desampararon, y cuando sus futuros Apóstoles se cuestionaron sobre si debían seguir siguiendo al Mesías. Para los Doce, el hecho de seguir a Jesús, no significaba que podían adaptar a Dios al cumplimiento de sus expectativas, pues Jesús les enseñó que ello era imposible. Ellos sabían que, para seguir a Jesús, no tenían más remedio que aceptar plenamente las enseñanzas del Mesías, renunciando a la posibilidad de acoger las que les interesaran, y de rechazar las que no les gustaran.
(JN. 6, 67-69). ¿Creemos que las palabras de Jesús nos darán la vida eterna, la vida a la que tenemos que aferrarnos más que a esta que estamos viviendo? Tomemos hoy la decisión más importante de nuestra vida, y sigamos a Jesús, pues, lo que no comprendemos en este instante, lo comprenderemos algún día, en que habrá merecido la pena sufrir, si hemos crecido espiritualmente.
joseportilloperez@gmail.com
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