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El comportamiento que Dios quiere que observemos. (Meditación para el Domingo XXX del Tiempo Ordinario del Ciclo C.

   Meditación.

   El comportamiento que Dios quiere que observemos.

   1. El fariseo.

   Jesús, en el Evangelio de hoy, describe dos situaciones que se pueden dar perfectamente entre quienes somos cristianos. Un fariseo y un publicano fueron a orar al Templo de Jerusalén. Sabemos que los fariseos eran arrogantes, y actuaban como los sectarios que creen que, quienes no observan sus ideologías, son malditos, por lo cual serán condenados por Dios. Esta es la oración que el citado fariseo le dirigió a Nuestro Creador: (LC. 18, 11-12).

   ¿Qué hubo de condenable en el hecho de que el fariseo le diera gracias a Dios por mantenerlo apartado del pecado? Sabemos que los fariseos eran cumplidores intachables de la Ley, pero que ello no les servía ante Dios, porque no cumplían los mandatos de Yahveh y de la Ley de Israel por amor a su Creador y a sus prójimos y hermanos de raza, pues esperaban que ello les sirviera para alcanzar la salvación.

   La maldad del fariseo de la parábola evangélica no radicó en que le dio gracias a Dios por haberlo enseñado a evitar las ocasiones de pecar, sino en despreciar a quienes, o bien no conocían a Nuestro Criador, o no creían en Él, hasta llegar a cumplir su Ley.

   La maldad del citado fariseo radicaba en que, en vez de sacar ante Dios sus defectos y comprometerse firmemente a corregirlos, evitó pensar en sus pecados, y pensó en los de otros, como si Dios no conociera lo que había en el interior de su alma.

   Nosotros podemos parecernos al citado fariseo, si oramos en los siguientes términos:

   Santo Padre: Te damos gracias porque nos has enseñado a asistir todos los Domingos a las celebraciones eucarísticas. Te damos gracias porque nos has enseñado a interpretar tu Palabra escrita en la Biblia, por lo que, en consecuencia, nos has hecho diferentes a quienes practican el mal...

   Yo puedo darle gracias a Dios por haber evitado cometer algún pecado, pero, en vez de criticar los defectos de otros, quiero ser valiente y sacar a relucir los míos en mis ratos de oración, con tal de que Dios, a la luz de las Sagradas Escrituras, me ayude a corregirlos.

   El fariseo le dijo a Nuestro Padre común en su oración que ayunaba dos veces por semana (hacía penitencia) y le daba la décima parte de sus ganancias al Templo de Jerusalén. Nosotros, imitando la actitud de dicho personaje, podemos ayudar a mantener las obras eclesiásticas, pero si no llevamos a cabo este gesto por amor a Dios y a nuestros prójimos los hombres, y en cambio lo hacemos para que todos nuestros conocidos vean lo buenos que somos, ello no nos sirve para nada. Este hecho nos lo demuestra Nuestro Señor, según MT. 6, 1.

   ¿Tenemos la tentación de sacar a relucir los defectos de otros para que los mismos hagan de muro que oculte nuestra maldad? Atendamos nuevamente la Palabra del Señor: (MT. 7, 1-2).

   Recordemos la parábola del buen samaritano que encontramos en LC. 10, 25-37. Cuando Jesús fue preguntado sobre quién es nuestro prójimo, dirigió la cuestión, no a informarnos de quién es nuestro prójimo, porque todos somos miembros de la familia de Dios, sino a recordarnos que nos ocupemos en beneficiarnos unos a otros, como si de esa forma sirviéramos a Nuestro Padre común.

   ¿Por qué premia Dios a quienes cumplen sus Mandamientos en secreto? Recientemente he conocido a una señora española que ha adoptado a una niña china, y anda diciéndole a todo el mundo que se ha arrepentido de lo que ha hecho, ya que la pequeña tiene dificultades para aprender español, por lo que, consecuentemente, no tiene amigos en la escuela. ¿Qué ganará dicha señora con el hecho de ir pregonando con bombo y platillos su buena acción, y alardeando de lo mal que supuestamente lo está pasando? El amor verdadero no tiene tiempo para buscar la forma de ser reconocido, pues se consume totalmente entregándose en beneficio de aquellos por quienes se desvive. Quienes buscan el reconocimiento de los demás constantemente, saben mucho de autodesconfianza e inseguridad, y sólo se preocupan por demostrar los esfuerzos que hacen, aunque los tales sólo sean mera palabrería, porque no son llevados a cabo en la realidad.

   ¿Nos roe el alma el recuerdo del mal que nos han hecho a lo largo de nuestra vida? A largo plazo, ¿es beneficioso ese perpetuo recuerdo para nosotros? Para evitar que el rencor mate a los cristianos que queremos ser, leamos el texto de MT. 6, 14-15.

   Veamos un reflejo de la grandeza del amor incondicional en el siguiente fragmento de la primera Carta de San Pedro: 1 PE. 4, 8-10.

   2. El publicano.

   En el Evangelio correspondiente a la celebración eucarística que hoy vivimos, leemos con respecto al publicano, lo expuesto en LC. 18, 13. El recaudador de impuestos mantenía la distancia con respecto a la presencia de Dios y no se atrevía a levantar la cabeza al cielo en señal de humillación, porque creía que su valor personal era ínfimo. Recordemos que los judíos, dado que los recaudadores de impuestos trabajaban para Roma aunque eran de su raza, consideraban que los tales eran traidores a los que odiaban con toda la fuerza que eran capaces de manifestar su desprecio.

   ¿Qué ganó Dios al ver al citado publicano humillándose ante Él? Nuestro Criador ganó a un hijo que, por medio de su reconocimiento de la situación pecadora que lo caracterizaba, se dejó engrandecer por el Dios Uno y Trino. El publicano, aunque creía que carecía de valor, a la luz de las Escrituras, debería haber aprendido, posteriormente al día en que no se atrevió a elevar los ojos al cielo, que podía sentirse grande, porque ello constituye la realidad de quienes se dejan amar por Dios, aunque en este mundo se apliquen las palabras de Jesús, expuestas en LC. 17, 10.

   3. Hagámonos una importante observación.

   ¿Somos predicadores?

   ¿Visitamos a los enfermos?

   ¿Hacemos el bien aunque a veces no se nos agradezcan las buenas obras que llevamos a cabo?

   No olvidemos que nosotros sembraremos en esta tierra, y que Dios es el único encargado de recoger los buenos frutos que producimos. No caigamos en la tentación de hacer el mal ni aun en el caso de que no se nos trate bien, para que no se nos apliquen las palabras de San Pablo, recogidas en 1 COR. 11, 27-32.

   ¿De qué acto pecaminoso nos habla San Pablo? Nos es necesario ocuparnos de nuestra maldad más que de los defectos de nuestros prójimos los hombres. Dios no quiere que actuemos como jueces. Jesús mismo, -el Juez de la humanidad-, nos juzgará al final de los tiempos, pero no lo hará en base a sus criterios humanos, sino ateniéndose a la justicia de Nuestro Padre celestial. Entiendo que debemos someternos a las leyes cívicas de los países en que habitamos por lógica, pero, a nivel personal, evitemos el hecho de juzgar a nadie, sobre todo si se da el caso de que no conocemos detalladamente la situación que enjuiciamos, con el fin de que no alarguemos la lista de nuestros pecados añadiéndole juicios injustos.

   4. Vivamos pacientemente nuestras tribulaciones valiéndonos de la oración.

   Una de las cuestiones que más nos planteamos es la razón por la que quienes más destacan por la grandeza de su amor son golpeados por el sufrimiento. Estos hermanos nuestros creyentes y no creyentes, de quienes San Pablo dice que son atribulados para perfeccionarse y evitarse la condenación, han tenido la oportunidad de aprender que el rencor y el recuerdo de las situaciones adversas que han vivido no pueden amargarles el alma. Estos hermanos nuestros han sufrido mucho, pero han aprendido a superarse, por lo cual son un buen ejemplo que podemos tener en cuenta, con tal de aumentar nuestro deseo de alcanzar la santidad.

   Por sí misma, la oración, que es una conversación sencilla que mantenemos con Dios y sus Santos, carece de poder, pero, Nuestro Padre común, está capacitado para ayudarnos. No desistamos de vencer el mal a fuerza de hacer el bien, por consiguiente, en la primera lectura correspondiente a la Eucaristía que hoy celebramos, encontramos un mensaje alentador: (ECLO. 35, 13).

   ¿Qué señal tenemos de que Dios está de parte de los pobres? El próximo mes de diciembre volveremos a celebrar la Navidad. Quienes tienen suficientes recursos para vivir celebrarán ese cúmulo de fiestas sin ningún problema, pero, ¿cómo afrontarán los padres pobres el hecho de decirles a sus hijos que no podrán comprarles ningún regalo, y que, mientras verán que la gente compra grandes cantidades de cosas, ellos tendrán que resistir estoicamente al frío, a la carencia de lo más indispensable para vivir y a la soledad característica de su estado social? La experiencia de la pobreza nos ha servido a muchos para creer en Dios. Después de superar ese estado, seguimos manteniendo la fe, porque Nuestro Padre común  nunca nos abandona.

   Apliquémonos el ejemplo de fe que se vislumbra en la primera lectura de hoy. (ECLO. 35, 16-18).

joseportilloperez@gmail.com

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