Introduce el texto que quieres buscar.

Preparemos nuestro viaje a la Jerusalén espiritual en compañía de Jesús. (Meditación para el Domingo de ramos en la Pasión del Señor del Ciclo C).

   Meditación.

   Preparemos nuestro viaje a la Jerusalén espiritual en compañía de Jesús.

   (2 COR. 13, 13). Un año más hemos comenzado la conmemoración de la principal Semana litúrgica del año eclesiástico, en la cual conmemoramos el misterio pascual, y la institución de los Sacramentos de la Eucaristía, el Orden de los sacerdotes y la Penitencia.

   Si verdaderamente queremos acompañar a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén, y durante su Pasión, su muerte y su Resurrección, es necesario que meditemos sobre uno de los principales temas sobre los que gira la Liturgia del tiempo de Cuaresma, el cual es la conversión.

   ¿Podemos cambiarnos a nosotros mismos sin pensar en Dios?

   Son muchos los no creyentes que, prescindiendo de la fe que nos caracteriza, han logrado mejorar notablemente su calidad de vida, pero, los cristianos, lejos de Dios, caemos en actitudes forzadas, que nunca interiorizamos como se espera que lo hagamos, las cuales acaban siendo olvidadas por nosotros, o convirtiéndose en una absurda rutina de prácticas vacías.

   No podemos alcanzar la santidad por nuestros medios prescindiendo de Dios, pues, de poder lograr este hecho, podemos martirizar a nuestros prójimos con la presunción y prepotencia que puede caracterizarnos, de la misma manera que, en tiempos de Jesús, los fariseos despreciaban a los miembros del pueblo que desconocían sus creencias, en lugar de sentir la necesidad de instruir a los tales en el conocimiento de Dios.

   Es importante que no perdamos el ánimo cuando constatemos que nuestra conversión es lenta y a veces penosa por la visión que tenemos de las circunstancias difíciles que vivimos, dado que no nos convertimos a nuestro Padre común porque queremos acercarnos a Él, sino porque se cumplen en nosotros las siguientes palabras del Apóstol de los gentiles, contenidas en ROM. 8, 28-29.

   Por otra parte, también tengamos presentes las siguientes palabras que Jesús les dijo a sus Apóstoles durante la última Cena (JN. 15, 16).

   Sé que podéis preguntarme: Si Dios es quien nos convierte al Evangelio, ¿por qué tropezamos tantas veces en el camino de nuestra santificación, hasta el punto de que llegamos a perder la fe una y mil veces?

   Aunque es Dios quien nos conduce a su presencia, nuestra carencia de fe nos hace fallar muchas veces en el empeño de alcanzar la santidad. A pesar de nuestros errores, ya que es Dios quien quiere que nos convirtamos al Evangelio, no dudemos jamás de que Nuestro Padre común logrará el propósito de eliminar nuestros problemas actuales, pues, en la Profecía de Ezequiel, leemos las siguientes palabras de dios: EZ. 18, 23.

   La Cuaresma no debe ser un tiempo para encerrarnos en las profundidades de nuestro corazón y meditar la Palabra de Dios, para posteriormente al Domingo de Resurrección volver a sumirnos en nuestra rutina diaria. La verdadera conversión exige que efectuemos cambios radicales en nuestras vidas. Uno de esos cambios nos obliga a desechar el narcisismo que nos convierte en el centro del universo, para que así podamos satisfacer, -en conformidad con nuestras siempre escasas posibilidades-, las carencias de nuestros hermanos los hombres.

   Otro cambio que podemos hacer es sustituir, -también en conformidad con nuestras posibilidades-, el ruido del mundo en que vivimos por el silencio que necesitamos para hablar con nuestro Padre común, para que Él pueda interpretarnos las Escrituras y permita que volvamos a recibir a Jesús en la Eucaristía, tal como les sucedió a los discípulos de Emaús, cuando nuestro Hermano Resucitado se les hizo el encontradizo, el glorioso Domingo de Resurrección (LC. 24, 13-35).

   Sin caer en manos de quienes desean manipularnos, es necesario que aprendamos a confiar plenamente tanto en Dios como en sus hijos y nuestros hermanos los hombres. Se nos hace necesario eliminar el fantasma de la sospecha para poder valorar la grandeza del sacrificio de Nuestro Hermano y Señor que hemos recordado en el Evangelio de hoy, y que viviremos durante todos los días de esta Semana Santa, especialmente el Viernes y el Sábado.

   (1 JN. 4, 17-18). Martín Lutero, dijo: "Dios quiera que la vida de un cristiano sea una penitencia diaria". Nos equivocamos si creemos que la conversión no abarca todo el tiempo de nuestras vidas que transcurre desde que Dios nos llama a servirle hasta el día en que le entregamos el espíritu, concluyendo así el tiempo de nuestra purificación.

   La conversión significa que, después de creer que la llamada de Dios es verídica, -es decir, que no procede de nuestro deseo inconsciente de mejorar nuestra calidad de vida-, nos disponemos a empezar a vivir de nuevo, tal como Jesús le dijo a Nicodemo (JN. 3, 3).

   El citado nacimiento se produce en el momento en que aceptamos a Nuestro Padre común y decidimos vivir cumpliendo su voluntad, pero, esa concepción a la vida de la gracia, ha de ser perfeccionada, de la misma forma que, después de nacer a esta vida, nos perfeccionamos en todos los aspectos de la misma, en conformidad con nuestro crecimiento físico y nuestro desarrollo espiritual.

   La conversión es un cambio de dirección cuando supone que hemos de cambiar algunos -o muchos- aspectos de nuestras vidas, con tal de amoldarnos al cumplimiento de la voluntad de Nuestro Padre común. Este cambio es muy gradual y lento, pero, al mismo tiempo, está cargado de frutos de santidad, y, quienes recorren este camino sin perder la fe, constatan cómo mejora significativamente su vida en todos los aspectos dependientes de ellos.

   "El amor y el temor -nos ha dicho San Juan-, en efecto, son incompatibles". Nos da la sensación de que el citado Apóstol de Nuestro Señor nos describe el amor como el entorno familiar, social y laboral en el que podemos vivir con la total confianza de que todo lo que emprendamos nos va a salir "a pedir de boca". De la misma manera que en España está prohibido fumar en los locales y en los medios de transporte públicos, el amor y el temor se excluyen mutuamente, lo cual no incluye el hecho de que rechacemos el temor de Dios, ya que el mismo es sinónimo de respeto, y no de miedo.

   Cuidémonos de convertirnos a Dios y de no seguir siendo el "hombre viejo" que no se deja moldear por la voluntad de Nuestro Padre celestial, y sigamos la instrucción del Apóstol (1 COR. 5, 7-8).

   De nada nos sirve orar ni hacer el bien, si no actuamos con la intención de agradar a Dios en lugar de buscar la aprobación de los demás, demostrando de esa forma que somos incapaces de sentirnos útiles ante nuestros propios ojos, si quienes nos rodean no se desviven por recordarnos esa realidad constantemente.

   (MT. 6, 5-6). ¿Creemos que debemos buscar la aprobación de Dios aunque se dé el caso de que los hombres rechacen nuestra forma de proceder?

   ¿Creemos que debemos abogar por la vida aunque los hombres se esfuercen por promover la legalización del aborto y la eutanasia?

   Nada han de importarnos, ni los juicios, ni las opiniones, ni las valoraciones, ni lo que puedan pensar en un momento dado respecto a nosotros los hombres, ya que es Nuestro Padre común el que finalmente nos va a recompensar, por más obstinados que vivamos pensando que, hoy por hoy, lo importante es tener una buena apariencia -o imagen social-, y poder y riquezas abundantes.

   (EF. 4, 23-24). No es posible que nos convirtamos a la vida de la gracia divina si no adquirimos el hábito de orar, de la misma manera que no nos es posible relacionarnos con nuestros familiares si no dialogamos constantemente con ellos. Recordemos que la oración nos abre el corazón y la mente a la posibilidad de desear unirnos más y mejor a Dios, de manera que la experiencia de Nuestro Padre común opera en nosotros la tan deseada conversión de nuestras almas. Este hecho es el que le da sentido a nuestras vidas y nos hace alcanzar la felicidad auténtica que tanto ansiamos y que sólo podemos recibir del amor del Dios Uno y Trino.

   Dependiendo de la tranquilidad y del tiempo que tengamos, busquemos, todos los días del año, y especialmente durante esta Semana Santa, el espacio que necesitamos para relacionarnos más y mejor con el Dios Uno y Trino. Presentémosle a Dios nuestras ansias y anhelos esperanzadores diarios, nuestros deseos de fidelidad, y nuestras peticiones -siempre incesantes- de perdón y ayuda, dado que sabemos que solos no podemos salvarnos.

   La práctica del ayuno no pretende hacernos rechazar ciertos alimentos como impuros a la usanza de los judíos y de las denominaciones cristianas cuyos devotos aún no se han percatado de que vivimos en el tiempo del Nuevo Testamento. El hambre que nos produce el ayuno es carente de significado si no nos hace reflexionar sobre la necesidad que tenemos de vivir sobriamente en el entorno en que vivimos, teniendo en cuenta a aquellos de nuestros hermanos los hombres que tienen carencias materiales y espirituales que no pueden remediar si no es por nuestro medio.

   Dado que vivimos en un mundo en que a veces anhelamos la consecución de todo tipo de bienes sin esfuerzo, recordemos que, si verdaderamente deseamos progresar en algún aspecto de nuestras vidas, no hemos de dejar de esforzarnos para lograr nuestro ansiado propósito, es decir, es necesario que seamos buenos y creativos buscadores, capaces de hacernos felices a nosotros, al mismo tiempo que alegramos la vida de nuestros prójimos los hombres, contagiándoles la esperanza de aumentar su felicidad en este mundo, y de ser plenamente felices en la presencia de Dios, cuando Jesús concluya la plena instauración de su Reino mesiánico entre nosotros.

   Recordemos que el ayuno no tiene por qué ser exclusivamente de alimentos, pues las privaciones que hagamos, pueden tener el propósito de que nos relacionemos mejor con nosotros mismos, y con nuestros familiares, amigos y compañeros de trabajo. Las privaciones serían inútiles si no tuvieran el sentido de mejorar nuestras vidas en todos los aspectos relacionados con la fe y las relaciones.

   Sé que a muchos de nosotros nos produce desconfianza el hecho de ver cómo mucha gente se dedica a mendigar, pero ello no tiene por qué privarnos de apoyar a las organizaciones eclesiásticas o seglares que se esfuerzan denodadamente en extinguir las miserias derivadas de la pobreza del mundo, de igual manera que tampoco debe impedirnos el hecho de participar en campañas publicitarias de sensibilización social referentes al ejercicio de la solidaridad y a la práctica de la caridad cristiana.

   Recordemos que, si bien es verdad que conviene que hagamos aportaciones económicas en favor de las organizaciones que se dedican a ayudar a los carentes de bienes materiales, también podemos dedicarles tiempo a los que viven aislados, visitar a los enfermos, a los presos, e incluso trabajar para las organizaciones que necesitan voluntarios para socorrer a quienes necesitan apoyo humano para poder sobrevivir, lo cual puede concienciarnos a la mayoría de los cristianos de que nuestros problemas no son los más graves que se dan en el mundo ni mucho menos, en comparación con el sufrimiento de muchos de nuestros hermanos los hombres.

   No olvidemos que, desde nuestro estado actual, -aunque no seamos miembros del Gobierno de nuestra nación-, podemos esforzarnos para exterminar las distancias existentes entre ricos y pobres.

   Recordemos, -hermanos-, que, aunque a diferencia de los primeros cristianos la mayoría de nosotros no nos estamos preparando durante la Cuaresma para ser bautizados, sí podemos prepararnos para confesarnos, a fin de que podamos entrar en el tiempo de Pascua totalmente purificados, simbolizando así nuestra anhelada entrada en el Reino de Dios, cuya instauración concluirá Jesucristo entre nosotros al final de los tiempos.

   Analicemos la autenticidad del deseo que tenemos de acercarnos más y mejor a la presencia de Nuestro Padre común, por medio de las siguientes preguntas:

   ¿Somos conscientes de que hemos sido bautizados, y de lo que este glorioso hecho significa?

   ¿Nos damos cuenta de que el hecho de ser hijos de Dios, además de ser un don celestial, es un compromiso de esforzarnos por la santificación del mundo y nuestra redención al mismo tiempo?

   (GÁL. 6, 17). ¿Llevamos en nuestro espíritu las marcas de Jesús (los dones y virtudes recibidos del Espíritu Santo), o nos dejamos marcar por todas las corrientes que se anteponen a la fe que como cristianos que somos, debe caracterizar nuestras vidas de apóstoles -o discípulos- del Señor?

   ¿Verdaderamente actuamos como quienes están sumergidos en el mar esperanzador de la vida nueva de Cristo Jesús?

   (JN. 15, 7-8). ¿Somos conscientes de que podemos derrochar la incalculable gracia de nuestra salvación, no porque Dios odia a los pecadores, sino porque podemos preferir el pecado al amor con que Nuestro Padre nos acoge en su presencia?

   (FLP. 2, 13-15). ¿Podemos -y realmente queremos- esforzarnos en convertirnos más y mejor al Señor, o nos conformamos con una fe débil e insuficiente para afrontar nuestras dificultades actuales?

   ¿En qué aspectos de nuestras vidas podemos -y realmente deseamos- mejorar?

   ¿Somos conscientes de que no le somos totalmente fieles a Nuestro Padre común?

   ¿Somos capaces -y queremos- ponernos delante de Dios y pedirle perdón, si hemos transgredido el cumplimiento de su Ley?

   En el caso de confesarnos, ¿le pediremos perdón a Dios sinceramente, o haremos una representación escénica para salir de nuestra rutina durante estos días cargados de emociones?

   Sabemos perfectamente que, dado que nuestra fe siempre es insuficiente, no debemos esperar que se produzca un gran cambio en nuestras vidas, pero, por pequeños que los cambios que vivamos sean, siempre los mismos mejorarán nuestras vidas y nos aumentarán un poco la fe, lo cual nos hará mejores hijos de Dios, y nos hará más agradable la existencia.

   No podemos impulsar nuestras vidas de creyentes si no mantenemos la creencia de que Jesús nos ha dispuesto el camino para que podamos alcanzar la plenitud de la felicidad (JN. 14, 6).

   A quienes tendréis la dicha de disfrutar de vacaciones fuera de vuestro entorno habitual, os pido que no os apartéis de Dios, ya que el hecho de salvarnos no es para Él una rutina marcada por el fastidio, el tedio o el aburrimiento. Haced un pequeño esfuerzo para asistir a las celebraciones eucarísticas, pues Nuestro Padre común siempre recompensa a aquellos de sus hijos que lo aman sinceramente.

joseportilloperez@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja aquí tus peticiones, sugerencias y críticas constructivas