Meditación.
Durante la semana XXXIV del tiempo ordinario finalizamos la conmemoración del año litúrgico, un periodo de tiempo en el que recordamos las dos venidas de Nuestro Salvador a nuestro encuentro. La Solemnidad de Cristo Rey que celebramos hoy nos insta a recordar la victoria de Nuestro Mesías, por cuanto el éxito de Nuestro Hermano y Señor es nuestro triunfo particular y comunitario. A través de su Liturgia, la Iglesia nos recuerda que, gracias al enviado de Dios, hemos vencido el dolor y las enfermedades que atañen a nuestra vida en sentido figurado, de la misma forma que venceremos la muerte cuando acontezca el fin del mundo. Nuestra victoria, a diferencia del triunfo de Jesús, no es plena, porque aún somos vulnerables al padecimiento, pero hemos de tener presente que, a través de las circunstancias que erróneamente denominamos adversas, Nuestro Santo Padre nos está limpiando de nuestras imperfecciones. Nuestro Santo Padre nos está demostrando que no podremos percatarnos de los milagros que hace en nuestra vida, hasta que no aprendamos a valorar extraordinariamente los hechos más sencillos que llevamos a cabo, a lo largo de nuestra existencia. La realidad que estamos meditando se hace palpable en la existencia de Nuestro Hermano Jesús, así pues, Él se hizo semejante a nosotros, para demostrarnos que, si Él que es divino se humanizó, nosotros, a pesar de nuestras imperfecciones, seremos ascendidos a su rango de Dios, si confiamos en el manantial de misericordia que Jesucristo derrama en nuestros corazones constantemente.
San Pablo les dirigió a los Filipenses las palabras que escribió en FLP. 2, 6-7.
San Juan nos transcribe la descripción que Nuestro Señor Jesucristo hizo de su esencia real ante Poncio Pilato (JN. 18, 37).
Por causa del gozo que sentimos al conmemorar la realeza de Nuestro Hermano y Señor, hagamos nuestra la siguiente meditación que el Apóstol San Pablo le escribió a Tito: (TT. 2, 11-13).
Jesús decía con respecto a la verdad que significa su realeza, las palabras expuestas en JN. 8, 32.
San Juan decía al recordar a Nuestro Señor, lo que escribió en Jn. 1, 14 y 17. 3, 33. 8, 26).
El hombre más grande en la historia es Jesús Cristo.
No tenía sirvientes, aun así lo llamaban Patrón.
No tenía un grado universitario, y le llamaban Maestro.
No tenía medicinas, y lo llamaban Sanador.
No tenía un ejército, y le temían.
No ganó ninguna batalla militar, pero conquistó el mundo.
No cometió ningún crimen, y aun así, lo crucificaron.
Murió y fue enterrado en una tumba prestada, y vive hoy día entre nosotros.
Me siento honrado de servir a este gran Líder que nos ama...
(Desconozco el autor).
Como sucede todos los años, este último Domingo del Tiempo Ordinario, hacemos balance de la manera en que hemos progresado durante el presente ciclo litúrgico eclesiástico, en todos los aspectos de nuestra vida. Al meditar el Evangelio de San Lucas muchos Domingos, hemos tenido el gozo de recordar que la salvación de nuestra alma no se reduce exclusivamente a la espera de que Jesús concluya la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros, pues, en este mundo, en el ambiente familiar, social y laboral en que nos desenvolvemos, se nos hace imprescindible el hecho de experimentar la salvación de nuestra alma.
Dado que Jesús es Nuestro Salvador, hacemos bien al concluir el año litúrgico celebrando el Reinado del Mesías. Ya que los cristianos tenemos que adaptarnos al cumplimiento de la voluntad de Nuestro Señor, porque ese es el único medio de que disponemos para alcanzar la plenitud de la felicidad, se nos hace necesario responder la siguiente pregunta que Jesús les hizo a sus Apóstoles en la región de Cesarea de Filipo, pues, dicho interrogante, debe ser respondido, por quienes nos consideramos hijos de Dios, con tal que comprobemos la grandeza de nuestra fe (MT. 16, 15).
San Pablo responde con gran sencillez de espíritu la pregunta que nos hemos planteado (GÁL. 4, 4-7).
Analicemos las citadas palabras del Apóstol de los cristianos no judíos.
Jesús nació bajo el régimen de la Ley de Moisés de una mujer, para liberarnos del peso del cumplimiento de los mandamientos de dicha Ley, de lo cual dependía la salvación del pueblo de la Antigua Alianza. La salvación de los hebreos no podía depender realmente de una Ley cuyo perfecto cumplimiento era insoportable para los hijos del pueblo de Yahveh, pero Dios permitió que los tales mantuvieran esa creencia, para demostrarles que su salvación sólo podía depender de su aceptación de Nuestro Padre celestial.
Siendo Dios perfecto, no es justo que nuestra salvación dependa de un medio imperfecto, como lo es el vano intento de cumplir la Ley de Moisés. Para ilustrar este pensamiento, pensemos en el caso de San José, cuando supo que su desposada estaba embarazada, y tenía la plena seguridad de que el Hijo de María no era el compendio del amor de ambos. La situación de José era difícil, pues tenía que decantarse por el cumplimiento de uno de los siguientes mandamientos: LV. 19, 18, o LV. 20, 10.
Si San José se decantaba por perdonar la supuesta infidelidad de su desposada, incumplía el precepto de apedrearla por haberle sido infiel. Si, por el contrario, José decidía arrebatarle la vida a su prometida por haberle sido infiel, incumplía el doble precepto de perdonarla y amarla, porque María era su prójimo. Vemos que el dilema que José tuvo que afrontar no sólo le afeptaba sentimentalmente, pues también le exigía el hecho de tomar la decisión que juzgara oportuno fuera la más sabia a los ojos de Nuestro Padre común.
¿Comprendemos por qué es imposible que nuestra salvación dependa del estricto cumplimiento de la Ley de Moisés e Israel?
Dado que nuestra salvación depende de la fe que tenemos en Cristo, hacemos bien al prestarles atención a las siguientes palabras de Santiago, el conocido "hermano del Señor": (ST. 1, 25).
Al redimirnos, Jesús ha hecho de nosotros hijos de Dios, por consiguiente, el Señor habla de Dios en los siguientes términos: (MT. 5, 48).
Cuando nos habla de Dios, Jesús nos dice que su Padre es Nuestro Padre, por consiguiente, al enseñar a sus discípulos a orar, no les dijo que se dirigieran al Padre vuestro, sino al "Padre nuestro" (MT. 6, 9), haciéndose así Hermano de los creyentes.
Al hacernos hijos de Dios, Jesús, al bautizarnos, nos ha hecho partícipes del don del Espíritu Santo, de quien nos dice, por medio de San Juan Evangelista: (JN. 16, 15).
Jesucristo es el Hermano de aquellos cristianos que han sido rechazados, torturados e incluso asesinados por predicar el Evangelio, pues en Él mismo se cumplieron las siguientes palabras: (LC. 4, 24).
El Señor nos dice de Sí mismo: (JN. 14, 6). La enseñanza de Jesús es el Camino que nos conduce a la presencia de Dios. El Evangelio es el camino que nos hace conocer lo que tenemos que creer y hacer para salvarnos. El Evangelio es un camino que Dios quiere allanar (facilitar) por nuestro medio, con el fin de hacer posible la salvación del mayor número de almas posible, por consiguiente, obedezcamos las palabras de San Juan el Bautista: (JN. 1, 23).
Cuales ovejas que caminan detrás de quien las pastorea, los cristianos seguimos los pasos de Nuestro Salvador, imitando el comportamiento del Unigénito de Dios (JN. 10, 4).
Una vez que conocemos la Palabra de Dios y estamos dispuestos a aceptar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, -a pesar de que no podemos salvarnos valiéndonos de nuestros propios medios-, Jesús nos dice: (JN. 14, 4).
¿Cuál es el camino para ir al cielo? Aunque no nos vamos a salvar por ser buenos, sino por creer en Dios, los cristianos no podemos dejar de hacer el bien, pues Jesús nos dice: (MT. 5, 19).
¿Cuáles son esos mandamientos insignificantes por la facilidad con que podemos cumplirlos, cuya importancia es decisiva para que podamos alcanzar la salvación? Hace pocos días Dios me dio la oportunidad de conocer a una señora muy mayor de la que no puedo menos que decir que es maravillosa. Conocí a dicha señora por medio de su hijo. Una de las veces que llamé a dicha señora por teléfono, -porque sé que está sola cuidando a su marido enfermo, porque sus hijos no pueden estar siempre con ella, ya que tienen que cumplir con sus obligaciones ineludibles-, me dijo: "Cuando mi hijo vuelva de sus vacaciones te distraerás con él", lo cual debe traducirse como: "Cuando mi hijo se incorpore al trabajo te distraerás hablando con él, por lo que dejarás de llamarme, y también contribuirás a que me sienta sola". Yo le dije que no se preocupara porque, aun cuando su hijo se incorpore al trabajo que realiza, la seguiré llamando muy a menudo porque la admiro y sabe hacerse querer, lo cual tuvo el efecto de que recuperara su alegría.
Vivimos en un mundo en que a veces no tenemos más remedio que centrarnos en nosotros exclusivamente para poder cumplir con las obligaciones que nos caracterizan, pero, a pesar de ello, deberíamos hacer lo posible por dedicarles algún tiempo a quienes sufren, porque, aunque no podamos solucionarles sus problemas a quienes padecen, ellos agradecen infinitamente el hecho de que les hagamos partes imprescindibles de nuestro ser. Acerquémonos a quienes sufren, no como maestros del conocimiento de la Palabra de Dios, sino como niños abiertos a adquirir su conocimiento, pues, especialmente, las personas mayores, al recordar lo que han aprendido, y al hacernos partícipes de ello, se sienten útiles, lo cual les impide ceder bajo los efectos de la depresión. Es esta la razón por la que, Jesús, -el Siervo sufriente de Yahveh-, nos dice por boca del Profeta Isaías: (IS. 50, 4).
Si predicamos con "lenguas de discípulos", utilizaremos la capacidad que hemos recibido del Espíritu Santo, de hacerles conocer la Palabra de Dios a nuestros interlocutores, con la misma facilidad con que nos ha sido inculcada a nosotros. Si escuchamos a los que sufren con "oídos de discípulos", con el mismo amor que recibimos las inspiraciones del Espíritu Santo, recibiremos las palabras de ellos, con tal que no se sientan desamparados en ningún momento, por consiguiente, San Pablo nos dice: (ROM. 12, 15-16).
El Evangelio, además de trazarnos el Camino que nos conduce a la presencia del Padre celestial, es la Verdad que nos hace libres, según las palabras de Nuestro Señor: (JN. 8, 31-32).
¿De qué nos librará la Verdad de Dios? San Pablo nos instruye (ROM. 6, 4-5).
La Verdad de Nuestro Dios consiste en que los sufrimientos característicos de nuestra vida no nos delimitan a ceder bajo los mismos, sino que son la puerta estrecha por la que, al ser purificados y santificados al entrar por la misma, somos hechos hijos de Nuestro Padre común. La Verdad de Jesucristo consiste en que las dificultades que vivimos son como la brasa con que fue purificado el Profeta Isaías cuando un querubín tocó con ella sus labios. La Verdad de Jesucristo es la más positiva de todas las verdades, porque nos anima a vivir eternamente en tan buenas condiciones que ni siquiera somos capaces de imaginar.
Mientras esperamos la instauración completa del Reino de Dios en nuestro suelo, apliquémonos las palabras proféticas: (IS. 40, 1-2).
Hermanos y amigos:
No tengamos en cuenta la cantidad de nuestros sufrimientos, sino la manera que tenemos de sobrellevarlos. Sé que no podemos solucionar los problemas de quienes sufren, pero no olvidemos que a Jesús le consoló la presencia de María, el Apóstol San Juan y algunas mujeres que le amaron hasta el final en el Gólgota, el lugar en que le crucificaron y murió para demostrarnos que no estamos solos en este suelo. A veces, el calor de un beso, es un medicamento con un poder curativo tan efectivo, que no somos capaces de imaginar, hasta que nos encontramos en la situación en que viven quienes se sienten desamparados.
Jesús es la Vida, pero no la vida actual marcada por multitud de dificultades, sino la Vida plena a que aspiramos por causa de la fe que tenemos en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por consiguiente, Nuestro Señor, nos dice: (JN. 10, 10).
Finalicemos esta última meditación dominical del año eclesiástico, aceptando la invitación del Mesías a reinar con Él en el Reino del Dios Uno y Trino, pues San Pablo nos anima, al decirnos: (2 TIM. 2, 11-13).
¿Por qué negará Cristo a quienes le rechacen? Aunque Jesús no odia a nadie, no puede obligar a ser santificados a quienes no quieran vivir en la presencia de Dios.
Concluyamos esta meditación, agradeciéndole a Nuestro Padre común, la oportunidad que nos ha dado, de vivir un nuevo año de gracia y salvación en su presencia espiritualmente, y pidámosle que, durante el año eclesiástico que iniciaremos el próximo Domingo, nos ayude a aumentar nuestro deseo de ser santos, para que podamos hacer el bien incansablemente, como si de ello dependiera la instauración completa de su Reino, entre nosotros.
joseportilloperez@gmail.com
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