Meditación.
La Pascua es la fiesta de nuestra renovación cristiana.
1. Somos miembros de la gran familia de Cristo.
La Pascua judía era una fiesta que no se celebraba en el Templo de Jerusalén, sino en las casas de los creyentes. La hora de comer es ideal para compartir sentimientos, deseos, proyectos y preocupaciones. Los días festivos son perfectos para encontrarnos con nuestros familiares y amigos que viven lejos de nosotros, con el fin de estrechar los lazos que nos vinculan, a pesar de las grandes distancias que nos separan. Las casas cristianas son como templos en que sentimos el deseo de que Dios concluya la instauración de su Reino en el mundo.
La Pascua judía nos recuerda la necesidad que tenemos de vivir estrechamente unidos a nuestros familiares y amigos, para evitar el aislamiento, intentar alcanzar la plenitud de la felicidad, y ayudarnos y consolarnos, en los días en que tengamos que afrontar la experiencia del sufrimiento. La Resurrección de Jesús nos recuerda que superaremos los errores que cometemos e intentaremos no desanimarnos cuando experimentemos el dolor, porque Dios nos ha prometido conducirnos a su presencia, más allá del padecimiento que afecta a la mayor parte de la humanidad.
Los hebreos consideraban la Pascua como el primer día del año. Esta es la razón por la que también los católicos consideramos la primera semana de nuestra Pascua de Resurrección como un octavario (un solo día), porque esperamos que Jesucristo, vencedor del mal en todas sus formas y la muerte, nos haga copartícipes de su Reino. Esta es la razón por la cual cada buena obra que hacemos, es considerada como un paso que damos, para encontrarnos con el Dios Uno y Trino, en su Reino de amor, justicia y paz.
Los peregrinos que celebraban la Pascua judía en Jerusalén, tenían terminantemente prohibido salir de la ciudad santa durante la noche, pues ello se convirtió en símbolo de que no podemos experimentar la salvación sin tener presente a Dios en nuestras vidas. Los cristianos no procuramos salvarnos individualmente, porque no queremos vivir aislados. No anhelemos únicamente nuestra salvación y la santificación de nuestros familiares más cercanos, porque Jesucristo nos pide que nos esforcemos para que sean salvos tanto quienes creen en Él como quienes lo rechazan, porque desea que todos tengamos la dicha de ser miembros del Reino mesiánico, cuya instauración plena acontecerá al final de los tiempos.
Cuando aconteció el diluvio universal, solo fueron salvos Noé y sus familiares, porque obedecieron la instrucción de Yahveh, quien les hizo construir un arca, que les sirvió de refugio, tanto a ellos, como a los animales que salvaron del exterminio. Posteriormente, Abraham confió en Dios, quien le prometió que tendría una descendencia incontable, a pesar de que su mujer no podía tener hijos, y de que ambos eran ancianos. A nuestros ojos es una utopía el hecho de pensar que llegará un día en que podremos vivir como miembros de una familia, pero para Dios no hay nada imposible. Así como Yahveh les evitó la muerte a Noé y a sus familiares, y salvó a Lot y a sus hijas cuando aconteció el desastre de Sodoma y Gomorra, Nuestro Santo Padre cumplirá la promesa de exterminar la miseria que padece la humanidad, y de hacernos vivir eternamente, en un mundo en que no exista ninguna forma de padecimiento.
De la misma manera que los peregrinos acudían a Jerusalén, no solo a celebrar el Pesaj (la Pascua, el paso de Yahveh entre su pueblo), sino a renovar su fe, nosotros haremos lo propio durante estos días, para celebrar la Pascua de Resurrección, con la fe fortalecida, y el alma purificada. Tenemos tiempo para trabajar, para estar con nuestros familiares y amigos, para divertirnos... Tenemos tiempo para hacer muchas cosas, y podemos caer en la tentación de olvidarnos de lo esencial de nuestras vidas, que es rendirle culto a Dios, no solo orando y asistiendo a la Eucaristía dominical, sino beneficiando a quienes necesitan nuestras dádivas espirituales y materiales.
Alguien dijo: "Lo maravilloso no es que debo orar, sino que puedo orar". De igual modo, no nos admiramos de tener el deber impuesto por Dios de evitarles a nuestros prójimos el padecimiento que sufren en conformidad con nuestras posibilidades, sino de tener el poder de hacer el bien, porque, el Dios que puede salvar al mundo sin nuestra ayuda, se ha puesto a nuestra altura, y nos pide nuestra colaboración, para que hagamos de la humanidad una gran familia. Imitemos a los judíos que no salían de Jerusalén durante la noche de Pascua simbolizando que no querían separarse de Yahveh, amoldando nuestras vidas al cumplimiento de la voluntad de Nuestro Santo Padre, porque no queremos cumplir nuestra voluntad si la misma nos distancia tanto de Nuestro Padre celestial como de sus hijos los hombres, sino la de Cristo. Esta es la razón por la que San Pablo nos instruye, diciéndonos las palabras que leemos en EF. 5, 1, y en 1 COR. 11, 1).
El hecho de celebrar la Eucaristía, significa que estamos dispuestos a renunciar a algunos de nuestros criterios, para adaptarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios. De la misma manera que Jesús no tuvo reparo alguno a la hora de demostrarnos su amor por medio de su Pasión y muerte, estaremos dispuestos a abrazar a la humanidad. San Pablo nos anima a cumplir la voluntad de Dios, cuando nos instruye, en los siguientes términos: (1 COR. 10, 16-17).
No hagamos el bien ni oremos a nuestro modo, sino como lo haría Cristo, para poder aplicarnos estas otras palabras del Santo Apóstol: (COL. 3, 17).
Actuemos tal como lo haría Jesús, y agradezcámosle a Dios el hecho de permitirnos ser imitadores de su amado Hijo.
No vivamos la Pascua cristiana de una forma mediocre. Que el recuerdo del sacrificio de Nuestro Salvador nos ayude a concienciarnos de que Dios quiere realizar una gran obra en el mundo, pero no quiere trabajar por Sí mismo solamente, pues quiere valerse de sus hijos.
Permitámosle a Dios que nos renueve espiritualmente, y así podremos aplicarnos las siguientes palabras de San Pablo: (FLP. 3, 7-8).
San Pablo era fariseo, y perteneciente a la tribu de Benjamín. El citado Santo tenía una buena posición social, a la que tuvo que renunciar, cuando se convirtió al Cristianismo, porque las autoridades judías rechazaban a los seguidores de Jesús. Si consideramos los sufrimientos que afrontó el citado Apóstol de Nuestro Señor con tal de poder evangelizar a quienes se convirtieron al Evangelio por su medio, vemos que no rechazaba al mundo por cuya salvación padeció hasta ser martirizado, sino que despreciaba todo aquello que, aunque si lo aceptaba podía hacerle vivir sin problemas, acabaría haciéndole rechazar a Jesús, quien es nuestra vida, por consiguiente, recordemos este texto paulino: (GÁL. 2, 20).
No vivamos el recuerdo de nuestra Redención exclusivamente con nuestros familiares. Seamos como los judíos que se asociaban entre sí constituyéndose en "chaburot", para recordar la liberación de sus antepasados de la esclavitud de Egipto. Dispongámonos a vivir la Pascua de Resurrección con nuestros hermanos en la fe, independientemente de que los conozcamos, y unámonos como hermanos, como hijos de Nuestro Padre y Dios.
La celebración de la Pascua hebrea está cargada de símbolos que nos ayudan a percatarnos de la necesidad que tenemos de vivir unidos como una gran familia, porque, si organizamos nuestras vidas pensando exclusivamente en la consecución de nuestros intereses, no podremos alcanzar la plenitud de la felicidad, porque Dios no nos ha creado para que vivamos aislados, sino en sociedad, y esforzándonos en extinguir las diferencias que puedan suponer obstáculos para que llevemos a cabo nuestra convivencia de hermanos. Si solo vivimos pensando en nosotros, y nos negamos a servir a nuestros prójimos los hombres, seremos los primeros afectados por nuestra forma de ser. Recordemos el caso de aquel rico de quien nos habló Jesús en una de sus parábolas (LC. 16, 19-31), cuya negativa a ejercer la caridad con el pobre Lázaro, le impidió alcanzar la salvación.
Recordemos a los nómadas que celebraban la Pascua en el desierto, del cual sabían que no era su patria, porque también nosotros vivimos en un mundo que no es nuestra morada eterna, sino temporal. Aceptar y amar a Cristo consiste en abrirnos a la vida. Cada buena obra que dejemos de hacer se convertirá en la pérdida lamentable de una oportunidad de estrechar lazos de hermandad con nuestros prójimos los hombres. Recordemos que la vida es demasiado corta como para sucumbir ante la tentación de perderla dejándonos seducir por el rencor. Viviremos muchos días tales como este en que leemos esta meditación, pero este momento es irrepetible.
Los nómadas que celebraban la Pascua en el desierto eran peregrinos sin patria ni hogar. Nosotros también somos peregrinos, pero sabemos cuál es nuestra patria, y tenemos que optar entre caminar hacia ella, o perdernos contemplando las dificultades que pueden caracterizar nuestras vidas en cualquier momento, como si nos impidieran realizarnos personal y socialmente.
En una ocasión, ciertos cristianos de Corinto que estaban casados, y servían al Señor constantemente, le plantearon a San Pablo si les sería conveniente abstenerse de mantener relaciones sexuales con sus cónyuges, con el fin de centrarse más en su trabajo pastoral. El citado Santo les respondió que no deberían serles infieles a sus cónyuges. Recordemos parte del texto de San Pablo, con que respondió la citada cuestión, en su primera Carta a los Corintios: (1 COR. 7, 4).
Tal como quienes estamos casados no nos pertenecemos a nosotros mismos en el sentido de que no vivimos aislados, todos los cristianos deberíamos pensar que les pertenecemos a Dios y a nuestros prójimos los hombres. Si somos de Dios y de sus hijos, nada de lo que tenemos es nuestro en el sentido de que no somos egoístas, pero tenemos a Dios, que es el mayor don que podemos desear, y, al estar dispuestos a imitar a Jesús, podemos actuar como miembros de su chaburot, como peregrinos que hacemos un alto en nuestro camino diario para celebrar la Pascua de Jesús, reafirmar nuestra fe, recordar nuestra gran meta, y apresurarnos a encontrarnos con Nuestro Santo Padre.
Durante el tiempo de Cuaresma hemos vivido la experiencia del desierto, para disponernos a formar parte del chaburot de Jesús. Si hemos vivido el desierto quejándonos por la visión de nuestras dificultades, no hemos progresado espiritualmente, pero si lo hemos hecho escuchando la voz de Dios en nuestro interior, hemos avanzado en nuestra disposición a aceptar y amar al Dios Uno y Trino.
Cuando Jesús concluyó su última Cena, transgredió el precepto de salir de Jerusalén, disponiéndose a experimentar el sufrimiento. Es fácil celebrar la Eucaristía o hacer una obra de caridad que no nos suponga la inversión de mucho tiempo y/o dinero, pero tienen un gran mérito quienes no esquivan la vivencia de la experiencia del dolor, con tal de ganar almas para el cielo. No esperemos que la gente nos busque para conocer a Jesús porque nadie ama lo que desconoce. Olvidémonos de nuestras comodidades y utilicemos todos los medios que estén a nuestra disposición para que cada día sea más grande la familia de Dios, dejándonos conducir por los inspiradores impulsos del Espíritu Santo. Caminemos como peregrinos con una alforja llena de fe, esperanza y amor, y así desecharemos el pensamiento de que nuestros oyentes o lectores no creerán la Palabra de Dios que les será predicada por nuestro medio.
Cuando adoremos a Jesús al celebrar la Hora Santa, no pensemos únicamente en trasladarnos mentalmente al huerto de los Olivos para acompañar al Señor en su agonía y orar con Él, pues conviene vislumbrar la soledad de Nuestro Salvador en los pobres, en los enfermos y en los desamparados, y trazar un plan de acción, para que nuestra fe se traduzca en obras de amor, porque, San Juan Apóstol y Evangelista, nos dice las palabras que leemos en 1 JN. 3, 18.
2. Meditación de JN. 13, 1-15.
(JN. 13, 1). El Evangelio de San Juan constituye un relato de la preparación de la hora de Jesús, y de la vivencia de Nuestro Señor de dicha hora, que es mencionada varias veces en el cuarto Evangelio, así pues, en el episodio de las bodas de Caná, Jesús le dijo a María Santísima que aún no había llegado su hora (JN. 2, 4), pero ella le arrancó el milagro de la conversión del agua en vino (JN. 2, 7-8).
Si Jesús afrontaba la vivencia de su hora, ello tenía que tener consecuencias importantes para quienes creyeran en Él, pues el Judaísmo dejaría de ser la religión que aún en aquel tiempo abrazaban los creyentes en Yahveh, para convertirse al Cristianismo. Esto es lo que Jesús le dijo a la samaritana de Sicar, en los siguientes términos: (JN. 4, 23-24).
Después de padecer su Pasión, y de vencer la muerte desde la entraña de la misma, Jesús está preparado para vivificarnos, cuando llegue esta otra hora, de la que San Juan nos habla en su Evangelio (JN. 5, 25).
Aunque Jesús se dejó torturar y crucificar, no fueron sus verdugos quienes le arrebataron la vida, pues fue Él quien se puso a disposición de las autoridades judías y romanas. San Juan nos demuestra en su Evangelio que fue Jesús quien programó la vivencia de cada momento de su Pasión. Prueba de ello son las ocasiones en que los judíos quisieron detener a Jesús, e incluso asesinarlo, y no lograron su propósito, porque aún no había llegado su hora (JN. 7, 30. 8, 20).
Al vivir su hora, Jesús derrotó a Satanás, la personificación del mal (JN. 12, 31-32).
¿En qué consistió la hora de Jesús? La hora de Jesús, -según hemos visto en JN. 13, 1-, consistió en pasar de este mundo al encuentro con el Padre en el cielo, y en amarnos a sus creyentes hasta el extremo de sacrificarse, para demostrarnos cómo nos ama el Dios Uno y Trino.
La muerte de Jesús no era necesaria para que Dios nos demostrara que nos ama, pero Él la eligió para que nos convenzamos de que, por mucho que suframos, no estamos solos. Esta es la razón por la que Jesús dijo en cierta ocasión, las palabras que leemos en JN. 10, 17-18.
(JN. 13, 2-5). Durante su descripción de la grandeza del amor del Señor, San Juan dejó constancia de que el diablo poseyó el corazón de Judas Iscariote, para que traicionara a Jesús. Tal anotación fue hecha convenientemente, para que, durante la descripción del lavatorio de los pies de sus discípulos, quedara más evidencia de cómo Jesús hizo del servicio a Dios en sus prójimos los hombres, su mayor aspiración.
San Juan no habla de la institución de la Eucaristía en su relato de la última Cena de Jesús con sus discípulos, porque dedicó a tan trascendental tema el capítulo 6 de dicha obra, y porque ya se ocuparon de ello los Evangelistas psinópticos. Además, la celebración eucarística se convirtió en muchos lugares en ocasión para que los pobres fuesen avergonzados e ignorados, y los ricos se dedicaran a banquetear.
El hecho de que Jesús les lavó los pies a sus discípulos, nos recuerda que, quienes celebramos la Eucaristía, hemos sido llamados a lavarnos los pies unos a otros, lo cual indica, que se espera que nos sirvamos recíprocamente, sin escatimar medios ni tiempo, con tal de lograr ser, excelentes imitadores de Dios.
Pedro estaba acostumbrado al hecho de que quienes eran poderosos solían abusar de los más débiles, y creía que ello era inevitable. Esta es la razón por la que para él fue muy difícil permitirle a Jesús que le lavara los pies, porque el Señor, además de ser Todopoderoso, fue muy bueno y paciente con él, lo cual le hacía más difícil al primer Papa de nuestra Iglesia, dejarse servir por su Maestro y Salvador.
Jesús se hizo uno más entre nosotros, y, para demostrarnos su total humillación, quiere que no seamos salvos, hasta que nos dejemos redimir por su Sangre. Es admirable el hecho de que, en un mundo en que existen tantas manifestaciones de odio, hayan existido testigos de un Amor tan grande (JN. 13, 6-9).
Cuando Jesús, a pesar de que es Dios, lavó los pies de sus discípulos, les demostró a sus seguidores que su idea de Dios no estaba relacionada con un tirano a quien había que respetar y amar por obligación, sino con el servicio a sus hermanos, hasta entregar la vida por amor a ellos. Jesús no se conformó con prestarles a sus amigos un servicio cualquiera, sino que escogió el más despreciable, pues había señores que no permitían que sus esclavos judíos les lavaran los pies, por causa de la humillación que ello suponía.
Jesús no es un Dios que se dio a conocer a los hombres sin descender del cielo, pues vino a la tierra a elevarnos a su categoría divina, y, con tal de que le aceptáramos, padeció el más cruel de los castigos, para que, al vincularnos a su padecimiento cuando suframos, nos sintamos llamados a semejarnos a Él, no en el dolor únicamente, sino en la gloria que ha recibido del Padre, de la que seremos copartícipes, al final de los tiempos.
Jesús quiere que hagamos de nuestra sociedad una comunidad de hermanos, en que no existan diferencias que puedan ser aprovechadas para marginar a nadie.
¿Podremos cambiar el afán mundano de alcanzar poder, fama y riqueza, por el deseo de servir a nuestros prójimos desinteresadamente?
El señorío deseado por Jesús, solo puede ser alcanzado, si se tiene el deseo de hacer el bien, desinteresadamente.
Pedro creía que era imposible convertir el mundo en una comunidad en que todos seamos iguales. Él permitió que Jesús le lavara los pies creyendo que ello era un rito purificatorio que Jesús convirtió en indispensable para seleccionar a sus seguidores. Si el citado Apóstol de Nuestro Señor hubiera comprendido que Jesús quería humillarse ante él, como si fuera su esclavo, no le hubiera permitido servirlo jamás (JN. 13, 10).
Jesús no estaba de acuerdo con la práctica de los ritos purificatorios de los judíos, así pues, la necesidad que todos tenemos de que nos sean lavados los pies, consiste en que aprendamos a dejarnos servir por Jesús, y a servirnos desinteresadamente, convirtiendo nuestro mundo en una familia, en que no existan diferencias sociales. Recordemos cómo Isaías alaba al Mensajero cuyos pies lo conducen por el camino que ha de predicar la Palabra de Dios (IS. 52, 7).
(JN. 13, 11). En la Biblia se nos demuestra claramente que Dios y la impureza característica del pecado no son compatibles. Una vez que Jesús se pusiera a disposición de sus enemigos, padeciera su Pasión, falleciera, y resucitara de entre los muertos, no serían las abluciones judías los ritos que les concederían la purificación a los creyentes, sino el sacrificio de Nuestro Redentor.
A pesar de que Jesús sabía que Judas lo iba a traicionar, no se negó a lavarle los pies, de la misma manera que se entrega en las celebraciones eucarísticas, a quienes sabe que no están dispuestos a amoldarse al cumplimiento de la voluntad de Nuestro Santo Padre, y comulgan, aunque no estén en estado de gracia. Dios tiene poder para salvarnos, pero no quiere hacerlo sin nuestro consentimiento.
Jesús no les lavó los pies a sus discípulos antes de cenar tal como exigía la costumbre de sus hermanos de raza, sino durante la Cena. De esta manera, les hizo comprender a sus amigos que no llevó a cabo con ellos un gesto protocolario, sino que los sirvió, como si fuera su esclavo, para dejarles un ejemplo a imitar. Nuestro Señor se quitó el manto indicando que estaba dispuesto a morir por quienes amaba, y se envolvió una toalla a la cintura, indicando que no necesitaba un cinturón de guerra para emprender una violenta lucha física, pues su guerra era de carácter espiritual, contra las fuerzas del mal. Esta es la razón por la que San Pablo nos describe cuál debe ser nuestra armadura espiritual, para luchar sin descanso contra los enemigos espirituales cuya misión consiste en impedirnos tener fe en Dios (EF. 6, 10-17; JN. 13, 12-15).
3. Meditación sobre la Eucaristía.
Jesús no solo sirvió a sus amigos lavándoles los pies, sino purificándolos del pecado. Tal purificación no se llevó a cabo por medio de una ablución tal como conseguían los judíos experimentar un anticipo de la purificación con que el Señor acoge a sus creyentes, sino por medio de su Pasión y muerte.
No olvidemos que Nuestro Salvador se puso a disposición de sus enemigos libremente. La Eucaristía fue una anticipación del sacrificio del Mesías, que aconteció al día siguiente a la Cena pascual del Señor con sus Apóstoles, en el Gólgota. Jesús anticipó la celebración de la Pascua un día, para enseñarles a sus amigos que su Pascua no era la pascua de los judíos, y para poder ofrecerse en su cruz al Padre como Cordero inmaculado, el día en que llevó a cabo nuestra redención.
Quizás nos es difícil celebrar la Eucaristía en algunas ocasiones, porque no conocemos y amamos a Dios como para desear permanecer en su presencia, y porque no comprendemos el contenido de la celebración, por causa de nuestro escaso conocimiento, tanto de la Palabra de Dios, como de la doctrina de la Iglesia. Ello también sucede porque a nuestra ignorancia religiosa se vincula una fe estática, que nos hace aceptar a Dios, pero no es grande, para interrogarnos sobre la razón que lo induce a amarnos. Vivimos rutinariamente las celebraciones religiosas, pero no estamos dispuestos a dar razón de nuestra esperanza cristiana (1 PE. 3, 15).
Nuestra fe no es muy grande, y nos hemos acostumbrado a ser servidos por Dios, como si fuéramos niños habituados a recibir dinero de sus padres, a quienes no les agradecen lo que hacen en su beneficio, porque no son conscientes de ello, y creen que tienen el derecho de ser servidos. Vivimos pensando en nuestras actividades diarias y en los proyectos que tenemos pendientes, y cuando recitamos el Credo atanasiano y recordamos que Jesús murió "por nosotros los hombres y por nuestra salvación", no podemos meditar sobre la grandeza del amor de Nuestro Salvador, porque vivimos pensando que esta vida es la única que vamos a disfrutar, porque, la existencia de un mundo sin mal y sufrimiento, nos parece una utopía inalcanzable.
La mayor parte de la humanidad conoce a Dios, pero, aunque nos cuesta aceptarlo porque no le vemos físicamente, pienso que la razón por la que no nos amoldamos al cumplimiento de su voluntad, consiste en nuestra negativa a ser fieles imitadores de Jesús, porque no es fácil hacer el bien sin esperar recompensa alguna, durante todos los días de nuestras vidas.
Se ha difundido la creencia referente a que los católicos afirmamos alimentarnos del Cuerpo y la Sangre del Señor en las celebraciones eucarísticas. A pesar de ello, San Pablo nos recuerda que la Eucaristía es un memorial -o recordatorio- de la Pasión de Jesús (1 COR. 11, 25).
Celebrar la Eucaristía, es dejarnos purificar por la Pasión y muerte de Nuestro Salvador, y adoptar el compromiso de imitar adecuadamente a Jesús, a la hora de servir a Dios, en nuestros prójimos los hombres.
Es preciso que celebremos la Eucaristía frecuentemente, para no olvidar cómo nos ha redimido Jesús, y se espera que actuemos como peregrinos que caminamos hacia nuestra patria eterna, haciendo el bien, y renunciando a todo lo que se opone a Dios.
(LC. 22, 19). "Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo" (CIC. n. 774).
"Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: “La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real” (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, “compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros” (LG 7) (CIC. 790).
La Eucaristía es el centro de nuestras vidas, porque nos recuerda cómo nos redimió el Señor, y nos ofrecemos a Dios imitando la conducta de Nuestro Salvador, a la hora de servirlo en nuestros prójimos los hombres. Precisamente, la palabra Misa, que procede del vocablo latino misio, nos recuerda la misión que desempeñamos en el mundo, predicando el Evangelio, y haciendo el bien, como si de ello dependiera nuestra salvación.
Dios le pidió a Abraham que se separara de sus parientes y abandonara su tierra, para ser encaminado por Él, a la tierra que habrían de heredar sus descendientes. De igual manera, a quienes celebramos la Eucaristía, se nos invita a amoldarnos plenamente al cumplimiento de la voluntad de Dios, para que podamos aplicarnos las siguientes palabras de San Pablo: (GÁL. 2, 20).
joseportilloperez@gmail.com
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