Meditación.
1. Hermanos cristianos: Cumplamos la misión que nos ha sido encomendada por Dios.
Meditación de JER. 1, 4-5. 17-19.
Jeremías sirvió como profeta de Judá entre los años 627 y 586 antes de Cristo, durante los reinados de Josías, Joaquín y Sedecías. El ambiente en que Jeremías sirvió a Yahveh era muy conflictivo, pues estaba caracterizado por el abandono de la espiritualidad querida por Dios, y por el doble deterioro político y económico. Dado que Jeremías denunció el incumplimiento de la voluntad de Yahveh llevado a cabo por sus hermanos de raza, su mensaje no fue bien acogido, y se le maltrató psíquica y físicamente.
El mensaje principal del libro de Jeremías es muy importante para nosotros, no solo porque se acerca el tiempo de Cuaresma el cual está caracterizado por la penitencia, sino porque, nuestra vida, debe ser una continua experiencia, de conversión a Nuestro Dios. Dicho mensaje es el arrepentimiento de los pecados. En el caso de los lectores inmediatos de nuestro Profeta, si los tales se hubieran arrepentido de sus pecados, no hubieran sufrido la deportación a Babilonia. En nuestro caso, si nos convirtiéramos plenamente a Nuestro Santo Padre, le ayudaríamos a convertir nuestra tierra marcada por la miseria, en un paraíso.
No nos acerquemos a Dios como quienes lo tienen todo, sino como quienes se saben pobres, enfermos y desamparados, si no nos convertimos a Nuestro Padre celestial. Solo si actuamos humildemente en presencia de Dios, cumpliremos su voluntad, y sentiremos que somos sus hijos, pues, Isaías, nos instruye, en los siguientes términos: (IS. 1, 10-19).
Isaías le predicó el mensaje contenido en el texto que estamos meditando a una sociedad que vivía atenta al cumplimiento de los ritos religiosos, cuyo comportamiento, difería en gran manera, de la conducta que Dios quería, que sus miembros observaran. Este fragmento del primer capítulo del libro de Isaías es muy importante para nosotros, porque puede sucedernos que, en lugar de cumplir las prescripciones litúrgicas y de hacer el bien en su justa medida, podemos situarnos en una de las dos opciones, convirtiéndola en extremista, para no atender a la otra. Las prácticas cultuales carecen de sentido si no nos impulsan a ser caritativos con quienes necesitan nuestras dádivas espirituales y materiales, y, la solidaridad sin oración, nos muestra ante el mundo como buenas personas, pero no como cristianos capaces de testimoniar nuestra fe.
Isaías no denunció el escrupuloso cumplimiento de los ritos religiosos por parte de aquellos a quienes les dirigió su mensaje, sino el amor propio con que organizaban sus ceremonias religiosas. A nosotros nos es lícito celebrar la Eucaristía con la triple intención de adorar a Dios, de crecer espiritualmente, y de servir a nuestros prójimos los hombres, no solo orando por ellos, sino beneficiándolos, en la medida que nos sea posible, pero no es correcto hacerlo, con el pensamiento de sobornar a Dios. Si celebro la Eucaristía para pedirle a Dios que me evite el paso por el infierno, no estoy adorando a Nuestro Santo Padre, pues persigo un fin egoísta. Es más correcto que celebre la Eucaristía pidiéndole a dios que me purifique y me santifique, pero que no haga de ello el motivo principal por el que asisto a la celebración, pues no he de anteponer mi interés personal, al hecho de adorar a Dios.
Aunque estoy bautizado, no debo creer que puedo comprar mi salvación sobornando a dios haciendo el bien, porque a Dios le importa más la intención con que actúo que la eficacia de las obras que llevo a cabo, y porque mi salvación no proviene de la conducta que observo, pues es consecuente del amor con que soy amado por Nuestro Santo Padre celestial.
Recuerdo que, hace varios años, me preguntaron unos amigos: ¿Para qué queremos hacer el esfuerzo de celebrar la Eucaristía, si eso no nos asegura la consecución de la salvación? Y, ¿para qué queremos hacer el bien, si eso no cuenta para que seamos salvos, porque lo que cuenta es que Dios nos ama?
Nos hemos educado en entornos en que hemos aprendido a ser egoístas, porque hemos hecho el bien esperando ser recompensados, y no nos hemos acercado a Dios por amor a Él, sino cuando lo hemos necesitado. Tengo amigos japoneses que asisten a ritos religiosos en su país, y no lo hacen pensando en lo que les van a pedir a los dioses en que creen, sino en lo que les van a ofrecer. Pensemos si nuestros padres podrían creer que los amamos, si supieran que nos relacionamos con ellos esperando ser recompensados, y no por el gusto de sentirnos acompañados y queridos por ellos.
Sigamos meditando la primera lectura correspondiente a esta celebración eucarística.
Antes del siglo IV anterior al Nacimiento de Nuestro Señor, el cumplimiento de la voluntad de Dios, se asociaba con el hecho de alcanzar la plenitud de la felicidad en este mundo, pero, a partir del citado siglo, cuando surgió la creencia en la existencia de un mundo en que la humanidad no será víctima del sufrimiento, las promesas de Dios, empezaron a darles a los creyentes fuerza para vivir su día a día, porque esperaban que Dios se les manifestara de alguna manera, y se convirtieron en luz para el futuro, porque su cumplimiento se auguraba al final de los tiempos, cuando Dios exterminara, el sufrimiento de su pueblo.
A pesar de que Jeremías predicó durante muchos años, no tuvo la dicha de constatar que sus oyentes aceptaban su mensaje, pues, los tales, no cambiaban su conducta pecadora. Quienes predicamos la Palabra de Dios en nuestro tiempo, tal como le sucedió a Jeremías en ciertas ocasiones, podemos sentirnos tentados a creer que nuestro trabajo en la viña del Señor es inútil, porque somos incapaces, de producir fruto. Ello es difícil que no nos suceda, no solo porque vivimos en un mundo que olvida nuestra fe cristiana, sino porque, en ciertas ocasiones, necesitamos no sentirnos incomprendidos, sino aceptos, pero este problema tiene que resolverse, porque tenemos el deber de sembrar la semilla de la Palabra de Dios en los corazones de nuestros prójimos los hombres, y no debemos recoger el fruto que producimos, porque ello es obra de Dios. Nuestra ocupación debe ser hacer el mejor esfuerzo para que Dios sea conocido, aceptado, respetado y amado, sin querer acceder al derecho de recoger el fruto de nuestra siembra, porque ello le compete a Dios.
Al igual que le sucedió a Jeremías, Dios sabía que íbamos a existir antes de que nuestros padres nos concibieran, y concibió en su mente planes, para que nos dejáramos purificar y santificar, por el Espíritu Santo. Ello nos recuerda que somos muy importantes para Nuestro Santo Padre, y queremos tenerlo presente siempre, especialmente, cuando nuestras dificultades, nos debiliten la fe.
Dios nos encomienda a todos una misión que sabe que podemos desempeñar. Hay quienes reciben misiones muy destacables, y hay quienes tienen que realizar misiones desconocidas por la humanidad, pero no por ello ha de pensarse que las tales carecen de importancia. Quienes deseen obtener información referente a este tema, pueden leer las meditaciones que he escrito del capítulo doce de la primera Carta de San Pablo a los Corintios, que publiqué los Domingos II Y III del Tiempo Ordinario del Ciclo C.
Jeremías fue forzado por Dios a aceptar su misión, pues no quería hacerlo, pero ello no sucedió porque quería vivir al margen de Yahveh, sino porque se sentía insignificante, y, humanamente hablando, tenía muchas posibilidades de fracasar, y muy pocas de triunfar. Nosotros también podemos dejarnos arrastrar por la sensación de que no somos capaces de realizarnos como cristianos ni como hijos de este mundo, porque todo nos sale mal. Cuanto más fracasemos, más debemos recordar que, de la misma manera que Dios no desamparó a Jeremías, Nuestro Santo Padre, tampoco nos abandonará a nosotros. No permitamos que nuestros sentimientos de insuficiencia nos impidan esforzarnos para alcanzar nuestras metas deseadas. Dios nunca nos va a encomendar ningún trabajo que no podamos llevar a cabo.
Dios no le prometió a Jeremías que le iba a evitar los problemas a que tuvo que sobrevivir, ni le dijo a Jesús que le iba a evitar su Pasión y muerte, pero ambos se sintieron confortados, a pesar del odio que se les manifestó constantemente. Dios no nos ha prometido que vamos a tener una vida plenamente feliz sin dificultades en este tiempo, pero ha prometido utilizar nuestros sufrimientos para purificarnos y santificarnos. Muchas veces sufrimos pensando que Dios no nos libera de nuestros padecimientos actuales, olvidando que El no actúa como nos gustaría que lo haga, sino como sabe que nos va a ayudar a crecer espiritualmente. No olvidemos que, algún día, Dios nos dará a conocer las respuestas que ignoramos, y, gracias a ello, comprenderemos las razones por las que padecemos en este tiempo.
joseportilloperez@gmail.com
En este blog encontraréis meditaciones para crecer a los niveles personal, social y espiritual.
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Hermanos cristianos: Cumplamos la misión que nos ha sido encomendada por Dios. (Meditación de la primera lectura del Domingo IV del Tiempo Ordinario del Ciclo C).
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