Meditación.
1. Dios no nos desamparará jamás.
Meditación de IS. 62, 1-5.
Cuando concluyeron los setenta años en que los judíos estuvieron deportados en Babilonia, y Ciro les concedió poder retornar a su tierra, se encontraron con que sus posesiones estaban abandonadas o dominadas por otra gente, y, la ciudad santa y el Templo, necesitaban ser reconstruidos. Dado que las promesas concernientes a la glorificación de Jerusalén que aparecen en el segundo Isaías (entre los capítulos 40-55 de Isaías) no se habían cumplido, ello fue un motivo de gran desánimo para quienes creían que serían glorificados, apenas terminara el tiempo de la esclavitud.
El autor del texto que estamos meditando brevemente, debió ser un discípulo de la escuela del Profeta Isaías. Dicho Hagiógrafo comprendió que, el hecho de que las promesas de Yahveh referentes a la glorificación de Jerusalén no se cumplieron apenas terminaron los años de la deportación a Babilonia, no significaba que Dios se había olvidado de su pueblo, sino que estaba por llegar el tiempo del cumplimiento de las mismas, aunque, el presente y el futuro del pueblo de Yahveh, parecía ser trágico.
El autor del texto que estamos meditando, no sabía cuándo iban a terminar los sufrimientos de su pueblo, pero, a pesar de ello, no cayó por amor de Sión, no cesó de predicar por amor de Jerusalén, esperando que algún día rompiera la aurora de su justicia, y su salvación llameara como antorcha. El sabía que era tan grande el amor de Yahveh por Jerusalén, que la trataría con el amor que el mejor de los maridos, es capaz de tratar a su esposa.
El mensaje contenido en el texto que estamos meditando, es actual para nosotros, quienes somos portadores de la promesa de superar los motivos que nos hacen sufrir en nuestros días, tenemos que sobrevivir a fracasos y enfermedades, y nos es difícil captar la presencia de Dios en nuestra vida. Faltan pocos decenios para que la Iglesia cumpla su vigésimo siglo de vida, y aún no sabemos cuándo convertirá el Señor nuestra tierra, en un paraíso de amor y paz.
En el texto que estamos considerando, nuestra relación con Dios, es comparada con las relaciones de los recién casados, que se aman profundamente. Creo que, uno de los días más felices que recordamos quienes nos hemos casado y nos hemos sentido dichosos por encontrar a nuestros cónyuges, es el día de nuestra voda. Después de casarnos, pasan los años, y hay que vivir una vida de continuo esfuerzo, para conseguir aquello que se desea alcanzar. Se hace necesario criar a los hijos, y trabajar incesantemente para vivir dignamente. En la vida conyugal, no faltan altibajos, pero Dios permite que nuestras relaciones se estrechen, en la salud, la enfermedad, la riqueza y la pobreza. Cuando se nos dificulta la vida, hay que aunar los puntos de vista de las dificultades que debemos afrontar, y aprovechar nuestros problemas para amarnos, ayudarnos, estimularnos a ser vencedores en el Nombre de Dios...
Cuando decidimos creer en Dios, o cuando vivimos unos ejercicios espirituales intensos, puede sucedernos que sintamos el deseo de cumplir la voluntad de Dios, si descubrimos que ello es lo más importante que podemos hacer, si verdaderamente deseamos alcanzar la plenitud de la felicidad, pero, al igual que quienes estamos casados tenemos que afrontar problemas conyugales, en nuestro camino de crecimiento espiritual, no faltan ocasiones en que se nos debilita la fe, nos surgen cuestiones que no sabemos resolver satisfactoriamente, y, por ello, cedemos a la tentación, de pensar, que Dios nos ha abandonado, y, por ello, la fe que hemos profesado, no ha sido más que una ilusión engañosa. Dios nos ha prometido que seremos felices viviendo en su presencia, pero la llegada de ese día se prolonga indefinidamente, y la vida, no deja de complicársenos.
¿Qué es lo principal que necesitamos quienes estamos casados para resolver satisfactoriamente nuestras posibles diferencias, sin tomar la decisión de divorciarnos? Necesitamos amar a nuestros cónyuges, confiar en ellos, y, antes de juzgar sus palabras y obras, debemos averiguar por qué hablan o actúan de una manera determinada, para evitar que, malentendidos sin importancia, se conviertan en problemas imposibles de resolver.
Nuestra relación con Dios, puede estar basada, en el amor y la confianza, que debemos tenerle, a Nuestro Santo Padre.
Si amamos a Dios, ¿quién nos separará de Él? Si confiamos en Dios, ni aun en el caso de que no comprendamos por qué no nos ayuda a resolver nuestros problemas, cederemos a la tentación de no creer en Él, porque, al saber que nuestras dificultades nos ayudan a crecer espiritualmente, vislumbramos en las mismas, la mano poderosa de Nuestro Padre común, que nos moldea, lentamente, adaptándose a nuestra capacidad de superarnos a nosotros mismos, para que seamos perfectos imitadores de la conducta que observó Jesús, a fin de que seamos dignos de vivir en su presencia, cuando seamos purificados y santificados.
Cuanto más se agraven nuestras dificultades, y cuanto más escasee la fe en nuestro entorno, confiaremos en Dios, y nos sentiremos tan felices, como se sienten dichosos quienes, después de comprometerse a amarse y respetarse hasta que la muerte los separe, simbolizan la entrega de su vida el uno al otro, abrazándose tiernamente.
joseportilloperez@gmail.com
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