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Adaptemos nuestra existencia a la fe que profesamos. (Meditación para el Domingo II del Tiempo Ordinario del Ciclo C).

   Meditación.

   Adaptemos nuestra existencia a la fe que profesamos.

   Estimados hermanos y amigos:

   Una vez concluido el tiempo de Navidad, hemos empezado a vivir la primera parte del tiempo ordinario, un periodo de tiempo que, aunque no está enfocado a preparar ninguna celebración como sucede con el Adviento y la Cuaresma, la Iglesia nos lo presenta cargado de meditaciones con el fin de que podamos seguir constatando cómo Nuestro Padre común acrecienta la fe que tenemos en la Santísima Trinidad.

   Ya que el próximo diecisiete de febrero empezaremos a preparar las celebraciones características de la Semana Santa y de la Pascua de Resurrección, es conveniente que, antes de vivir intensamente el Miércoles de ceniza, hayamos recordado el inicio del Ministerio público de Jesús para que sintamos el deseo de comprometernos a vivir como fieles hijos de Dios, la opción de Jesús por el Reino de Dios y los pobres ante las posibilidades de dejarnos arrastrar por el materialismo que el mundo nos ofrece, y la elección de los Apóstoles por parte del Mesías, los cuales han de servirnos de ejemplo de fe, en un mundo que se ha distanciado de Nuestro Padre común, quizá porque el ritmo de vida que nos propone no se adapta a la fe que profesamos, o quizá porque los cristianos no estamos capacitados para evangelizar a quienes han perdido la fe en Nuestro Padre común.

   Aunque muchos de nuestros hermanos creen que la fe sólo ha de ser vivida en ambiente de recogimiento interior, -es decir, donde los ruidos del mundo no interrumpan las constantes oraciones que queremos dirigirle al Dios Altísimo-, Jesús, en el Evangelio de hoy, al contribuir con el mejor de los vinos al hecho de que no fueran avergonzados los novios que se quedaron sin esa bebida en la celebración de su banquete nupcial, nos demuestra que, si creemos en Dios, podemos vivir como cristianos en cualquier ambiente. Cometemos un grave error si pensamos que Jesús les aportó el mejor vino a dichos novios porque los celebrantes de aquel banquete eran tan santos que no se emborracharon, pues la celebración de fiestas en sí no es pecaminosa, aunque sí lo es el hecho de sucumbir bajo el efecto de los vicios. Dicen los médicos que cada cierto tiempo conviene que nos fumemos un cigarrillo, pero, el hecho de fumar mucho, puede hacernos morir bajo el efecto de determinadas enfermedades pulmonares o de cáncer.

   Analicemos el Evangelio de hoy, porque el citado texto contiene enseñanzas muy importantes para que las apliquemos a nuestra vida, y para que comprendamos la grandeza del amor con que Jesús nos redimió.

   En nuestros días, cuando un hombre y una mujer se vinculan en sagrado matrimonio, el día de su enlace conyugal invitan a sus familiares y amigos a asistir a su unión en la Iglesia -o en el Juzgado- y a participar en un banquete, después del cual, -si pueden permitírselo-, pasan varios días -o semanas- en algún lugar del mundo en que siempre han soñado poder estar en alguna ocasión.

   En el tiempo de Jesús, las celebraciones de las bodas podían llegar a durar más de una semana. Los judíos, a pesar de que vivían bajo el efecto de la dominación romana basada en la aplicación de torturas y de crucificciones masivas, y a pesar de que su historia está marcada por los estragos que les causaron a sus antepasados los pueblos que conquistaron Israel, eran una nación increíblemente abierta y deseosa de tener la ocasión de sumirse en celebraciones que le hicieran olvidar las penas.

   (JN. 2, 1-1). Aunque actualmente cuando alguien se casa normalmente sólo invita a sus familiares y amigos, en el Evangelio de hoy vemos un hecho sorprendente, así pues, aunque vemos como normal el hecho de que Nuestro Señor fuese invitado a dicha boda por ser Hijo de María, nos admiramos al ver que los judíos, además de invitar a sus familiares a sus banquetes, también tenían la gentileza de invitar a sus celebraciones a los amigos de sus parientes. Este hecho causa tanta sensación que algunos autores han llegado a pensar que María provenía de una familia burguesa, la cual podía permitirse el hecho de invitar hasta a los amigos de sus parientes a sus celebraciones, a pesar de que en la Biblia se registran circunstancias que nos hacen deducir justamente lo contrario, es decir, que tanto María como José no eran pobres pero tampoco ricos, a pesar de que él procedía del linaje del Rey David.

   (JN. 2, 3-4). Una lectora de Méjico me ha enviado un correo que contiene una pregunta que se hace mucha gente. "¿Por qué le respondió Jesús a su Madre de mala manera?". Aunque en nuestro tiempo se considera una falta de educación grave el hecho de que llamemos "mujer" a nuestra progenitora, en arameo la citada palabra implicaba una expresión de absoluta cortesía.

   ¿Por qué le dijo Jesús a María que todavía no le había llegado la hora de manifestarse a su pueblo como Hijo de Dios? Nuestro Señor sabía que una vez que comenzara a hacer milagros, sus obras serían imparables, lo cual era muy bueno porque implicaba que Dios empezaría a llevar a cabo su designio salvífico entre su primer pueblo, pero, al mismo tiempo, ese hecho implicaba que el propio Salvador de la humanidad empezaría a suicidarse lentamente.

   -En un país que sufría la dominación de una civilización que respetaba hasta cierto punto los cultos paganos para granjearse el afecto de los territorios que conquistaba, los judíos necesitaban ver milagros para creer en Dios, pues, la mayoría de los que no habían perdido la fe en el Creador en aquella dramática situación de subyugación, eran víctimas de la deformación de la fe predicada por los fariseos, los saduceos, los esenios y algunos zelotes.

   -María, una mujer que había sido tratada como si fuera pecadora pública (prostituta) al aceptar ser Madre de un Hijo que no fue el fruto de su relación con José, necesitaba que Dios se le manifestara, para tener la certeza de que la marginación social de que era víctima, le había servido para algo.

   -Los seguidores de Jesús necesitaban ver milagros para terminar de sellar su compromiso de seguir al Mesías hasta el punto de resistir ejemplarmente las persecuciones que se desataron contra la Cristiandad después de que el Señor fuera ascendido al cielo.

   Si Jesús temía el hecho de iniciar su lento suicidio al enfrentarse abiertamente con los miembros de la alta esfera social de Palestina, también sabía que no podía retrasar más su misión, lo cual le fue recordado por su Madre, a la que, por haberles obtenido a los novios de Caná el vino que les llegó a faltar, llamamos los católicos "Omnipotencia Suplicante".

   (JN. 2, 5). Ojalá escuchemos en nuestro interior todos los días las palabras que María les dirigió a los sirvientes de las bodas de Caná, especialmente cuando vivamos circunstancias tan dolorosas como para que tengamos la tentación de permitir que se nos debilite la fe.

   (JN. 2, 6). En cada una de las citadas tinajas cabían entre dos y tres metretas. En cada tinaja cabían entre ochenta y ciento veinte litros de vino. Nuestro Señor les regaló a sus parientes alrededor de seiscientos litros de vino, a pesar de que muy pocas personas se enteraron de ese hecho, (su Madre, los sirvientes y sus seguidores). Jesús fue humilde hasta el punto de que no hizo que los novios supieran de dónde habían obtenido los sirvientes el vino con el que le pusieron el broche de oro a la celebración de su banquete.

   (JN. 2, 7-10). Habría que haber visto la cara de asombro del novio y la forma insistente en que este intentaría que los sirvientes le dijeran de dónde habían sacado aquel vino que dejó sorprendido al maestresala por su calidad.

   Esforcémonos para ser en nuestro medio social como un vino excelente que anima y alegra la vida y hace de la misma una fiesta gozosa e interminable (JN. 2, 11).

joseportilloperez@gmail.com

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