Meditación.
Preparaos para recibir al Rey que viene.
Vivimos inmersos en una vida rutinaria y estresante que nos impide meditar sobre los valores más trascendentales que atañen a nuestra fe católica. ¿Cómo podremos regocijarnos al pensar en la Parusía de Nuestro Señor si evitamos el recuerdo de la muerte porque consideramos que es muy desagradable para nosotros? Nos cuesta un gran esfuerzo el hecho de creer que nuestra alma es inmortal, es esta la razón por la cual nos aferramos a esta vida como nos aferraríamos a una tabla en el caso de sufrir un naufragio.
Nuestra fe universal -estimados hermanos-, nos informa de que nuestro cuerpo será restablecido cuando el Señor Jesús venga por segunda vez a habitar en esta tierra para quedarse para siempre entre nosotros.
San Pablo nos dice con respecto a Jesús: (FLP. 3, 21). Nosotros no podemos definir con exactitud cómo será nuestra existencia en el cielo, no podemos satisfacer la curiosidad que tenemos, de manera que se nos hace necesario el hecho de mirar a Nuestro Padre y Dios a través del espejo de la fe.
San Pablo nos dice en su primera Epístola a los cristianos de Corinto: (1 COR. 15, 51-52). El término “incorruptibilidad” equivale a la ayuda que Dios les dará a quienes no mueran antes de que acontezca la segunda venida de Jesús para que sean purificados, y a la recomposición de los cuerpos que se hayan convertido en ceniza o estén en estado de descomposición.
Si estudiamos detenidamente la Biblia para indagar con respecto a nuestra existencia inmortal, lo único que podemos averiguar es que en el mundo liberado del pecado, el dolor y el error, no existirá el mar, según podemos constatar en AP., 21, 1, y que viviremos en eterno estado de contemplación de Dios. Si nos imaginamos contemplando a Dios sin hacer otra cosa por años sin término, sin ánimo de ofender a mis fieles amantes de la tradición eclesiástica, tenemos que reconocer que la inmortalidad será aburridísima.
Con respecto a lo que será de nuestra vida en el cielo, debemos considerar las palabras del Apóstol (1 COR. 2, 9-10).
Hasta ahora hemos visto la parte más positiva de este artículo, pero ahora debemos considerar lo que sin duda alguna nos resulta más inaceptable respecto del acontecimiento universal que estamos meditando.
¿Nos exige Dios algo para que podamos gozar de la vida eterna en el cielo? Dios no nos exige nada porque respeta la libertad que nos concedió cuando creó el mundo, pero es de bien nacidos el ser agradecidos, por consiguiente, si "tanto amó Dios al mundo, que no dudó en entregarle a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna" (JN. 3, 16), lo mínimo que podemos hacer es amar a nuestro Padre celestial en las personas de nuestros prójimos. Dios sabe que, como no podemos verlo, nuestra fe vacila muy a menudo, pero nuestros prójimos están con nosotros, y, aunque Dios no existiera, el hecho de amarlos, nos haría felices, porque, el egoísmo y la soledad, no serían nuestros inseparables compañeros (1 JN. 4, 20).
Para prepararnos a recibir al Rey que viene, vamos a recordar aquellas obras de misericordia que destacaban como lumbreras en los Catecismos antiguos, y que no han sido recopiladas en la última edición del Catecismo de la Iglesia, porque los autores de la citada obra han considerado que escribir todas las obras de misericordia es tan imposible como lo es también redactar todos los milagros que hizo Jesús en Palestina, según nos lo dice San Juan en su Evangelio en el capítulo 21, versículo 25.
Como todos recordaréis, las obras de misericordia se catalogaban en dos grupos de 7.
Las obras de misericordia corporales, son: Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, visitar a los enfermos, redimir a los cautivos, y sepultar a los difuntos.
Las obras de misericordia espirituales, son: Enseñar al que no sabe (suprimo el término "ignorante" de las versiones de los Catecismos más antiguos por considerarlo despótico), dar buen consejo al que lo necesita, corregir a los pecadores, tener paciencia en las tribulaciones, perdonar con gusto las ofensas, consolar a los afligidos, y rezar por los vivos y difuntos.
¿Estamos preparados para recibir al Rey que vendrá en el momento que menos lo esperemos?.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com
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