Meditación.
Meditación del capítulo 11 del libro de los Números.
(NM. 11, 1-3). ¿Cómo se explica el hecho de que se encendiera la ira de Dios contra su pueblo? Muchos predicadores, al constatar que la fe cristiana se extingue en su entorno, les transmiten a sus oyentes y/o lectores una idea considerada absurda por muchos creyentes: "Dios no castiga a nadie". Tales predicadores utilizan la citada idea porque, al extinguirse prácticamente la creencia en el infierno en su entorno, temen ser tratados como líderes sectarios, y, en consecuencia, temen que se les rechace.
En la Biblia se nos demuestra claramente que Dios nos castiga aunque por fe vemos que ello no es lógico, así pues, Jesús, Nuestro Redentor, el Señor que murió por amor a sus hermanos los hombres de todos los tiempos, le dijo a San Juan Apóstol y Evangelista, que les escribiera a los cristianos de Laodicea: (AP. 3, 19).
En el fragmento del libro de los Números que recordamos al iniciar esta meditación, vimos un claro ejemplo del ejercicio de la justicia de Dios con respecto a los carentes de fe. Los hebreos habían visto muchas demostraciones del poder de Dios en favor de ellos, pero, aún así, no podían creer en el Todopoderoso. Dios hizo que parte del campamento de su pueblo fuera consumido por el fuego, con el fin de demostrarles a los hebreos que ellos vivían porque quería que conquistaran la tierra que les prometió a los Patriarcas que les daría tanto a ellos como a sus descendientes.
Por su parte, Moisés, como buen predicador de justicia, volvió, una vez más, a interceder ante Dios, en favor de su pueblo rebelde. Dios ha querido que, tanto los judíos como los cristianos, intercedamos por quienes incumplen la Ley divina, con el fin de que el citado hecho nos haga desear vivir constatando el aumento de la familia de Nuestro creador.
(NM. 11, 4). Lógicamente, si Dios extinguió el fuego que comenzó a arrasar el campamento de los hebreos, ellos, por su parte, al recordar la gran cantidad de prodigios que el Todopoderoso hizo en el pasado en su beneficio, en vez de desesperarse por causa de su deseo de comer carne, deberían haber supuesto que el mismo Dios solventaría su problema, en el tiempo que lo considerara oportuno.
Si somos capaces de comprender lo que debían haber hecho los hebreos cuando desearon comer carne en el desierto, también deberíamos comprender que, cuando tengamos problemas que no podamos resolver por nuestros propios medios, deberemos esperar a que Dios solvente los mismos, ya que no debemos creer, bajo ninguna circunstancia, que Nuestro Padre común nos ha desamparado.
Quizás puede decirse con respecto a los hebreos: "Es comprensible el hecho de que los hermanos de raza de Moisés desearan comer carne, dado que estuvieron siendo alimentados con el maná celestial durante cuarenta años". A raíz de esta meditación, debemos preguntarnos: ¿Es creíble el hecho de que los hebreos sobrevivieran a un período de hambre de cuatro décadas? Al responder negativamente la pregunta que nos hemos hecho bajo la lógica más elemental, debemos preguntarnos;: ¿Era el maná suficiente para satisfacer el hambre de los hebreos? (ÉX. 16, 4). Según el Dios de quien San Pablo escribió en TT. 1, 2 que no puede mentir, los hebreos, -exceptuando los sábados, dado que los viernes habían de recoger una ración doble-, debían recoger su ración diaria de maná, pues el citado alimento les había de servir para satisfacer su hambre.
También con respecto a nosotros, se puede decir:
-La pobre ana no puede soportar la rebeldía de sus hijos.
-María está desesperada porque su enfermedad la está matando...
A pesar de ello, no hemos de olvidar los versículos bíblicos que recordamos con mucha frecuencia los lectores de Padre nuestro: (1 COR. 10, 13).
Con respecto a los pobres, les es aplicable el siguiente fragmento del Deuteronomio: (DT. 8, 1-6; 11, 5-15). Los hebreos le dijeron a Moisés que en Egipto comían gratuitamente, pero, ¿eran verdaderas esas palabras? Los hebreos no fueron alimentados en Egipto gratuitamente, pues se les proporcionaba comida para que pudieran realizar su trabajo. A veces debemos distinguir a quienes nos quieren como amigos y a quienes sólo piensan en nosotros únicamente para que los beneficiemos. De igual manera, se engañan a sí mismos quienes afirman que el alcohol o el tabaco los sacan de su rutina, pues, a largo plazo, esos vicios acaban siendo perjudiciales, tanto para ellos como para sus familiares.
Por causa de ciertos problemas que he tenido a la hora de predicar, comprendo perfectamente lo que le sucedía a Moisés cuando se sentía impotente al no poder solventar todos los problemas que el pueblo le planteaba. Durante los años que he predicado tanto presencialmente en algunas iglesias como en la red, cuando mis reflexiones han gustado, pocos han sido los que me han felicitado, pero me asaltan grandes cantidades de personas reclamándome que justifique las leyendas negras de la historia de la Iglesia, que les dé la solución más económica y rápida para divorciarse, que les explique de una forma convincente para ellos por qué la Iglesia no desea que sus hijos mantengan relaciones sexuales fuera del ámbito matrimonial... En general, pocos son los que reconocen la labor que la Iglesia hace en el mundo a pesar de los errores que algunos de sus hijos han cometido desde la fundación de la misma hasta nuestros tiempos actuales, pero son muchos los que, al recordar esos errores, nos satanizan a todos los católicos, como si nosotros hubiéramos inventado las formas más refinadas de practicar el mal.
Recordemos unas palabras que Dios le dijo a Jeremías: (JER. 15, 19).
A Moisés le sucedió justo lo contrario que Dios le dijo a Jeremías que hiciera, es decir, la presión que sus hermanos de raza ejercieron brutalmente sobre él, acabó por desesperarlo.
Recordemos que el hecho de ser incapaz de mantener la fe ante la presión que los hebreos ejercieron sobre el Profeta que Dios designó para que les concediera la libertad en su nombre, le costó a Moisés la imposibilidad de entrar en la Tierra prometida. Yo pienso que Moisés no entró en la tierra prometida por haber perdido la fe, sino porque Dios decidió que Josué ocupara su puesto, para que el citado Profeta pudiera morir, y descansar así de sus trabajos, pero, no obstante, la experiencia de Moisés nos enseña a no bajar la guardia nunca jamás en la vivencia de nuestra fe (ÉX. 17, 1-7. NM. 20, 10-13).
Si los predicadores nos gloriamos cuando conseguimos inculcarle nuestra fe a alguna persona, debemos ser humildes, y, si hemos fracasado en alguna ocasión en nuestros intentos de evangelizar a alguien, tenemos que reconocer nuestro fracaso, pues no sabemos si el mismo se debe a nuestra incapacidad para predicar, o si ha sido causado porque nuestro oyente aún no está destinado a tener fe en el tiempo en que le predicamos, o si el mismo rechaza nuestras creencias. Con respecto a mí, si en la red soy muy querido después de haber batallado durante varios años incluso con católicos que me han considerado pecador imperdonable por predicar en un medio difusor de imágenes pornográficas (Internet), como ya os he dicho en otras ocasiones, fracasé estrepitosamente en una pequeña Iglesia española, en la que trabajé durante unos tres años aproximadamente, así pues, fui un fracaso tanto como catequista como ayudante de las mujeres que se veían forzadas a ejercer de catequistas sin fe ni vocación, con tal de que sus hijos pudieran recibir a Jesús por primera vez. Aunque durante algún tiempo me sentí culpable del citado fracaso, esa herida se me cerró, porque, suponiendo que yo fuera un fracaso como predicador, el hecho de temer que dicho templo sea cerrado, me hace constatar que ni los sacerdotes que han pasado por mi pueblo durante varias décadas, han podido crear una comunidad parroquial activa. Actualmente, sólo asisten a las celebraciones eucarísticas unas cinco o seis personas, y el templo permanece cerrado el resto de la semana.
La parte positiva de aquel fracaso, fue que se me planteó la posibilidad de que mi pueblo me hiciera perder totalmente la fe, aunque, gracias a Dios, no sólo no perdí la citada virtud teologal, sino que se me fortaleció la misma.
(NM. 11, 16-17). Como sabéis, no todas las denominaciones cristianas creen que el Espíritu Santo es una Persona. Algunos de nuestros hermanos separados creen que la tercera Persona de la Santísima Trinidad no es más que la fuerza física de Dios. Para afianzar a sus adeptos en esta creencia, dichos cristianos dicen que, si el Espíritu que fortalecía a Moisés se dividió en partes proporcionales entre el citado Profeta y los setenta ancianos de Israel, ello demuestra que el Paráclito es una fuerza física, dado que, de ser una Persona, no se podría "trocear" para ser repartida entre los citados siervos del Altísimo. Lo que nos dice Moisés, el autor del libro de los Números, es que Dios dividió proporcionalmente el poder que Moisés recibió del Paráclito entre el citado Profeta y dichos ancianos, con el fin de que el hermano de Aarón y de Myriam no soportara todo el peso de los problemas de su pueblo (NM. 11, 18-34).
A pesar de que Moisés había visto cómo Dios separó las aguas del mar Rojo para que su pueblo no fuera alcanzado por el ejército de Ramsés II, le costaba un gran esfuerzo el hecho de creer que Dios podía alimentar a su pueblo durante un mes. Este hecho nos da la oportunidad de examinar nuestra fe, pues puede suceder que creamos que la misma es más grande de lo que es realmente.
Josué se alarmó cuando vio que los dos ancianos designados para formar parte del grupo de los setenta profetas profetizaban por su propia cuenta. Yo, como predicador, tengo que poner todos los medios que estén en mis manos al servicio de quienes deseen predicar el Evangelio, y no debo trabajar para que vosotros me consideréis el único predicador predilecto de Dios, como si no hubiera más cristianos y mucho más aptos que yo para predicar el Evangelio. Seamos humildes, mejoremos nuestro conocimiento de Dios, y reconozcamos nuestras limitaciones, potenciando el hecho de que haya más gente apta para dar a conocer nuestra fe, pues no debemos creernos dueños de la verdad.
Aprovecho la ocasión que me brinda esta meditación para pedirles a los sacerdotes que no permiten que ningún laico les ayude a realizar su trabajo ni dejan que los mismos participen en las celebraciones eucarísticas leyendo la Palabra de Dios que cambien de actitud, pues es conveniente que el mundo vea que la religión nos compete a todos, independientemente de que seamos religiosos o laicos.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com
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