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¿Podemos creer verdaderamente que Dios nos ama? (Meditación para el Domingo XXXI del Tiempo Ordinario del Ciclo B).

   Meditación.

   1. ¿Podemos creer verdaderamente que Dios nos ama?

   Cuando somos interrogados con respecto al amor que Nuestro Padre común nos ha manifestado a lo largo de los años que se prolonga nuestra vida, podemos pensar en muchas respuestas que pueden solventar esta cuestión, pues, las citadas respuestas, dependen de nuestra fe, de nuestro amor, y de nuestra carencia de fe, en Nuestro Santo Padre. Con demasiada frecuencia escucho a muchos ateos afirmar que tanto los cristianos como los adeptos a otras religiones creemos en Dios porque sufrimos mucho al pensar en el dolor que nos puede afectar en un determinado momento de nuestra vida o sentimos pánico cuando pensamos en la muerte, así pues, para ellos, con la idea de evitar el miedo que supuestamente nos produce pensar en el hecho de sucumbir eternamente bajo los efectos de la muerte, nos hemos puesto de acuerdo para aceptar a un Dios que todos concebimos según la fe que nos han inculcado los líderes espirituales de las diversas religiones que practicamos.

   Merecen una atención especial quienes se cuestionan con respecto al amor que Dios siente por ellos. Quizás han perdido la fe en Nuestro Padre común, porque la acogieron abrigando esperanzas sin fundamento en sus corazones, o quizás, -¿por qué no aceptarlo¿-, porque nosotros no hemos sabido mantener en sus corazones viva la llama de la esperanza, han perdido su primer amor con respecto a Dios. Yo quisiera invitar a quienes se sienten desengañados por Dios a que vuelvan a recordar la felicidad que su fe les pudo proporcionar antes de que se sintieran frustrados en su intento de alcanzar la felicidad poniendo sus ojos en el cielo. Yo quisiera ayudar a quienes han perdido la fe a analizar las causas que les han conducido a perder totalmente la esperanza que ha de caracterizarnos a los cristianos, pues, cuando un cristiano deja de creer en Dios, puede sucederle que se encuentre perdido.

   Quienes tienen una fe débil, quizás creen en Dios cuando su salud es perfecta, cuando tienen trabajo, y son felices junto a sus familiares y amigos queridos, pero, cuando les llega el tiempo en que su creencia en Nuestro Padre común es puesta a prueba por las contradicciones que forman parte de nuestra existencia mortal, se sienten desamparados por Nuestro Criador.

   Es digna de alabanza la actitud de quienes, a pesar de lo mucho que han sufrido creen en nuestro Padre común, pues, para ellos, lo importante no es la cantidad de dolor que han tenido que soportar, sino el milagro que Dios ha hecho en ellos, haciéndoles fuertes, para que hayan podido soportar las circunstancias que erróneamente llamamos adversas que han formado parte de su vida, o que aún les siguen atormentando.

   Cuando yo era catequista de niños, me encontré con un adolescente que me decía muchas veces las siguientes palabras:

   "¿Cómo es posible que creas que Dios se nos revela? Yo he comulgado decenas de veces, así pues, llevo más de un año sin faltar a la celebración de la Eucaristía dominical, y no siento nada especial".

   Una de las veces que le escuché esas palabras a aquél joven incrédulo, le dije:

   "El cristianismo no es una sucesión de pensamientos que tenemos que albergar en nuestro corazón ni un montón de emociones que han de hacernos saltar de alegría constantemente, sino una vivencia cuya finalidad es hacernos felices, aunque tengamos que sufrir hasta que seamos tan perfectos como lo es Dios. Sois muchos los que queréis sobornar a Dios diciéndole que aceptáis el hecho de creer en Él si sois plenamente felices, pero, en esta vida, no existe la felicidad perfecta".

   Aquél joven no tardó en responderme:

   "Si es verdad lo que me dices, ¿cómo es posible que los místicos hayan experimentado la felicidad perfecta al ver a Dios¿".

   Yo le respondí:

   "Los mártires han muerto siendo conscientes de que su sufrimiento les ha ayudado a vivir junto a Dios, donde la felicidad es sumamente perfecta, pues, en el cielo, no existen el dolor ni el pecado".

   La fe de aquél joven se mantuvo viva durante varios años, pero, en el año 2003, supe que, al faltarle el apoyo de un sacerdote o de un catequista que le animara a progresar espiritualmente, dejó de asistir a las celebraciones de la Eucaristía, y comenzó a vivir nuevamente como un ateo, según lo había hecho durante los más tiernos años de su infancia.

   Quizás pensamos que cuando nos tomamos un café nos sentimos muy capacitados para emprender cualquier actividad, así pues, en cierta forma, el café alivia a los depresivos que piensan demasiado en sus preocupaciones, si, después de tomarlo, comienzan a realizar una actividad que dominen y les resulte agradable. Nuestra fe no es una sustancia excitante, pero, de alguna manera, nos hace experimentar la vivencia de la experiencia del Dios del amor, del Padre que, en la Persona de su Hijo amado, se nos entregó para que lo crucificáramos, para que aprendiéramos lo que significa amar desmedidamente, no con un amor ciego, sino con un amor capaz de sobrevivir a todo tipo de sufrimientos, si ello nos induce a vislumbrar la felicidad más allá del pecado, la enfermedad, la apatía, la angustia, el dolor en todas sus formas, y, la muerte.

2. ¿Por qué queremos amar a Dios?.

   El Evangelio de hoy es un compendio de los textos que hemos meditado los últimos días. Hemos podido comprobar que el poder de Jesús procede directamente de Dios. Hemos recordado la existencia del mal, y la agudeza del dolor. Jesús nos ha dicho que, a pesar de que debemos amar a Dios más que a nadie, tenemos que dedicarnos a nosotros mismos, y a nuestros hermanos los hombres. Jesús nos ha enseñado que llegará el día en que nuestra vida será diferente, ya que seremos como los ángeles del cielo.

   Nuestra fe se sostiene en la firme columna del Templo divino, esto es, la Ley de Dios. No debe extrañarnos, -pues-, el hecho de que San Pablo no cese de afirmar que somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo. A pesar de que la Iglesia ha ido imponiéndonos muchas normas de conducta a lo largo de los últimos 2000 años, y a pesar de que el Antiguo Testamento también está lleno de normas de conducta, la Ley de Dios se resume perfectamente en el amor a Dios, al prójimo, y a nosotros mismos.

   ¿Por qué amamos a Dios más que a nadie? Dios es Nuestro Padre y Criador. Todos sabemos que la Providencia divina es el especial cuidado que Dios tiene respecto de nosotros, para santificarnos en la alegría y en el dolor, y para ayudarnos a superar el trágico estado de pecado. Dios nos ama en el Padre, se anonada en la entrega sacrificial del Hijo, y nos hace Santos, en el amor de su Santo Espíritu.

   ¿Por qué amamos a nuestros prójimos? Reflejo de Dios vivo, nuestros prójimos son nuestra imagen, la oportunidad que Dios nos concede para que sus dones y virtudes produzcan abundantes frutos en nosotros. No debemos extrañarnos de que Jesús tuviera fuerza para superar la tragedia de su Pasión y muerte, no debe resultarnos extraño el hecho de que hayamos podido superar alguna situación adversa según nuestra óptica humana en alguna ocasión.

   Concluyamos esta reflexión del Evangelio diario orando para que Dios nos ayude a reconocer los frutos del amor y el Espíritu Santo en nosotros. (J. Portillo, 6/06/2002).

José Portillo Pérez.
joseportilloperez@gmail.com

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