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No sirvamos a los hijos de Dios para ser recompensados por Nuestro Santo Padre ni por los hombres. (Meditación del Evangelio del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario del Ciclo B).

   3. No sirvamos a los hijos de Dios para ser recompensados por Nuestro Santo Padre ni por los hombres.

   Meditación de MC. 10, 35-45.

   Los dos hermanos que por causa de su carácter fogoso eran conocidos como “Boanerges” (hijos del trueno), porque Jesús les impuso ese nombre (MC. 3, 17), le dijeron al Señor: “Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir”. Ellos sabían perfectamente que Jesús no estaría de acuerdo con el hecho de concederles los mejores puestos en su Reino, pues Nuestro Señor hizo mucho hincapié en enseñar a sus seguidores a destacar entre los humildes. Esta fue la razón por la que quisieron que el Mesías respondiera afirmativamente la petición que le hicieron, antes de dársela a conocer, pero Nuestro Redentor conocía las intenciones de sus amigos, y era consciente de que les faltaba recorrer un largo camino para poder imitar su conducta. Esta es la razón por la que, antes de responderles a sus amigos si les concedía lo que deseaban, inquirió de ellos lo que querían. San Mateo nos dice en su Evangelio que, con tal de presionar a Jesús para que cumpliera su deseo, los hijos del pescador Zebedeo se hicieron acompañar por su madre, pues, el hecho de que las mujeres eran marginadas socialmente, logró que el Señor sintiera gran afecto por ellas (MT. 20, 20-21).

   A pesar de que los hermanos Santiago y Juan, -al igual que sus compañeros de ministerio-, tenían problemas para adaptarse totalmente al cumplimiento de la voluntad de Dios, porque soñaban con un Reino terrenal en que tendrían la oportunidad de ser poderosos, el Señor no los rechazó, sino que, hasta que entró en trance agónico mientras se prolongó su oración en el monte de los Olivos, estuvo intentando hacerlos recapacitar. Este hecho nos sugiere el pensamiento de buscar la forma de abrirnos mentalmente a quienes no comparten nuestras creencias. Es triste el hecho de que no todos los católicos hayan aceptado la posibilidad de mantener relaciones con hermanos cristianos de diferentes denominaciones, y que se muestren contrarios a la celebración del Año de la Fe, pues, al creerse dueños absolutos de la verdad, no quieren dejar de rechazar a quienes no comparten la totalidad de sus ideas. Es triste que existan denominaciones cristianas que, en nombre de las verdades en que creen, propaguen el desprecio a quienes no comparten la totalidad de sus creencias, incumpliendo la voluntad de Jesús, quien se dirigió a Nuestro Santo Padre en su oración sacerdotal, en los términos que siguen: JN. 17, 11.

   Indudablemente, todos creemos verdadera la fe que profesamos, pero ello no nos autoriza a despreciar a quienes no se aferran plenamente a nuestras creencias. Si queremos imponerle al mundo nuestras creencias, lo único que conseguiremos, es lograr que se dificulte la labor que Dios realiza en los hombres, pues solo Él sabe cuándo estaremos dispuestos a aceptar la vocación que de Él recibiremos, la cual nos permitirá desear disponernos a vivir en su presencia. Despreciar a quienes no comparten nuestras creencias, es una perfecta excusa para no trabajar en la construcción de un mundo de hermanos que tienen un mismo Padre celestial. El Reino de Dios no puede edificarse sobre el desprecio humano. Necesitamos adaptarnos a las realidades características del mundo, para poder demostrar que Dios existe y se interesa por nosotros (1 PE. 3, 8-9).

   Los discípulos de Jesús no compartían el mismo pensamiento del Señor, con respecto a cómo debería ser el Reino de Dios. Para ellos, tal realidad se reducía a extinguir el dominio romano de Israel, y a vivir ganando poder, riquezas y prestigio. Esta idea no solo era característica del Israel bíblico, pues también lo es de nuestro tiempo y de ciertas denominaciones cristianas actuales. Para Jesús, el Reino de Dios no está relacionado con el poder, las riquezas y el prestigio, sino con la construcción de un mundo de hermanos, que tienen un mismo Padre. El Reino de Dios, no es un espacio geográfico, sino la vida de quienes aceptan a Nuestro Padre común, y se adaptan al cumplimiento de su voluntad, que consiste en que alcancemos la plenitud de la dicha.

   ¿Qué quiere Jesús que hagamos quienes creemos en Él para disponernos a vivir en su Reino espiritual? (MC. 8, 34-37).

   ¿Cómo podremos negarnos a nosotros mismos, si vivimos en un mundo en que, si queremos ser importantes, tenemos que promocionarnos?

   Obviamente, hemos sido creados por Dios, y, ya que lo que Dios ha creado no es malo, no tiene sentido el hecho de que  nos despreciemos, pues lo ideal es esforzarnos en alcanzar la perfección cristiana consistente en el pleno seguimiento de Jesús, corrigiendo los defectos que nos caracterizan. Esto no es fácil de comprender para quienes jamás se han esforzado en la vida para conseguir absolutamente nada, pues han tenido a quienes les resuelvan sus dificultades, y dinero para hacer de los placeres mundanos su máxima aspiración.

   El pasado 12 de octubre, -día de Nuestra Señora del Pilar-, la Agencia de Noticias Europa Press, publicó un artículo, en que se decía que el sesenta y tres por ciento de los españoles, prefieren perder diez años de vida, antes que verse privados del sentido de la vista. ¿Cómo podremos tomar nuestra cruz para ser seguidores de Jesús, si la mayoría de la gente, intenta esconder sus enfermedades y otros defectos, con tal de no ser marginada?

   El mensaje de Jesús es radical, y tal radicalidad no es signo de fanatismo, sino de la profundidad con que se nos invita a estudiarlo, conocerlo y aplicarlo a nuestra vida. Para nosotros, ser cristianos, no significa que tenemos que renunciar a nuestra vida, sino a todo lo que, en la misma, se opone al cumplimiento de la voluntad divina. Tal adaptación no es fácil para nosotros, así pues, esta es la causa por la que, nuestra conversión al Evangelio, se compara con la renuncia a nuestra vida actual, la cual, paradójicamente, se nos acrecienta, cuando le permitimos a Dios dignificárnosla.

   ¿De qué nos sirve ganar poder, riquezas y prestigio, si ello nos impide crecer espiritualmente, e incluso nos priva de relacionarnos con nuestros familiares y amigos?

   ¿Qué es más importante para nosotros que nuestra vida espiritual y afectiva?

   Frente a la instrucción de Jesús de inspirar su vida en la fe, la esperanza y la caridad divinas, los hermanos Santiago y Juan, reclamaron para sí, los mejores puestos, en el Reino de Dios. Ellos estaban lejos de desear donarse a Dios en sus hijos en vez de ambicionar el poder, de hacerse humildes para vencer la obsesión de ser ricos, y de ser capaces de asumir el mayor rechazo social, con tal de no desear servir a Dios para alcanzar prestigio humano, sino, por amor al Dios Uno y Trino y a sus hijos los hombres, aunque ello les aportara sufrimiento, tal como les sucedió, a partir del día en que recibieron los dones del Espíritu Santo, pues Santiago fue mandado a asesinar por Herodes (HCH. 12, 2), y Juan fue azotado junto a Pedro (HCH. 5, 40), y vivió desterrado en la isla de Patmos (AP. 1, 9).

   Jesús les dijo a los citados hermanos que recibirían su bautismo, y que compartirían sus sufrimientos, pero, para lograr estas cosas, debían renunciar a los deseos del mundo, que se adueñaron de sus corazones.

   ¿Somos capaces de servir a Dios en sus hijos los hombres evitando quejarnos por la existencia de pequeñas contradicciones que tienen el objeto de enseñarnos a valorar lo que hacemos para adaptarnos al cumplimiento de la voluntad de Nuestro Santo Padre?

   Santiago y Juan, le pidieron a Jesús un deseo, que no les fue concedido. A nosotros en ciertas circunstancias tampoco nos concede Dios lo que le pedimos, porque ello puede hacernos perder la fe que nos caracteriza, de la misma manera que, si dichos hermanos, hubieran alcanzado el poder, las riquezas y el prestigio que ambicionaban, no hubieran llegado a ser gigantes, en el terreno de la espiritualidad. Cuando queremos alcanzar una meta que nos supone años de esfuerzos, los psicólogos nos enseñan a valorar todo lo que consigamos a largo plazo. Si necesitamos adelgazar veinte kilos, y nos queremos comer varios dulces todos los días, los citados especialistas nos instarán a considerar el resultado de nuestra dieta a largo plazo, pues ello será más satisfactorio que alimentarnos a base de lo que no debemos abusar, pues ello contribuirá al debilitamiento de nuestra salud. Si Dios no nos concede lo que le pedimos, consideraremos que su sabiduría es superior a la nuestra, y que encamina nuestra vida a su presencia, por lo que no nos concederá nada que nos impida profesar la fe que nos caracteriza (1 PE. 5, 1-4).

   Concluyamos esta meditación, pidiéndole a Nuestro Padre común, que nos ayude a adaptarnos al cumplimiento de su voluntad.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com

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