Introduce el texto que quieres buscar.

Meditación para el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario del Ciclo B.

   Meditación.

   (MC., 9, 43). El Amor, es el eje central, en torno al cual, gira la vida de los cristianos practicantes. Así pues, Nuestro Padre y Dios, quiere que confiemos en Él, de la misma forma que los niños pequeños, creen, ‑ciegamente‑, en el Amor de sus progenitores. Por consiguiente, sembremos la semilla divina, ‑que es la Palabra de Nuestro Padre Celestial‑, para que Nuestro Dios la haga germinar, y recoja su fruto, ‑delicia del árbol de la vida‑, cuando sea oportuno. Hemos de recordar, ‑una vez más‑, que la Santa Cruz de Cristo, es el árbol de la vida, porque, en ella, Jesús, ‑Nuestro Señor y Salvador‑, llevó a cabo la copiosa redención, que alcanza a todos los hombres de buena voluntad. Puede ser, ‑pues‑, que nos resulte difícil, creer esta inefable verdad, al contemplar tanta miseria en la tierra. No obstante, ‑bajo la acción del Espíritu Santo‑, podemos acabar con parte de la miseria que azota a la mayoría de la Humanidad, ‑me refiero a los cristianos de a pié‑, hombres hechos a imagen y semejanza de Dios. Así pues, si, ‑por ejemplo‑, socorremos a un niño del Tercer Mundo, hacemos una grandiosa obra de misericordia, muy alabada por Nuestro Dios.

   Hemos de hacer un pequeño esfuerzo, para estar impregnados de la misericordia de la viuda mencionada en el anterior texto de San Marcos. Dicha mujer, ‑cuyo amor, ejemplar, venerable‑, era muy pobre, pero, su misericordia, era mayor que su pobreza, por lo cual, depositó cuanto poseía, en el arca de la ofrenda. Por consiguiente, nosotros, haciendo pequeñas donaciones, podemos hacer felices a muchos de nuestros prójimos, que sufren las consecuencias de la pobreza, o de una -o varias- enfermedades.

   Si contemplamos las situaciones de miseria actuales, al mismo tiempo que ponemos nuestros ojos en las llagas de Nuestro Señor Jesucristo, y si, ‑al mismo tiempo‑, vemos, cómo el agua del Bautismo, y, el Espíritu Santo, salen del costado del Mesías, debemos ayudar a remediar, ‑en cuanto nos sea posible‑, dichas situaciones, porque, ya han muerto, demasiados Cristos, porque no han tenido a quienes se ocupen de vivificarlos.

   Hemos de procurar que, quienes intentan, ‑a toda costa‑, impedir la innecesaria muerte de muchos Cristos, no hallan de verse vencidos, en sus batallas contra la cruel muerte, debido a la gran escasez de medios humanos, indispensables para llevar a cabo la tarea evangelizadora de Nuestro Señor Jesucristo, que desea que tengan vida en abundancia sus fieles hermanos, y no la muerte de los mismos (JN. 10, 10).

   ¿De qué les sirve, a los pobres, y, enfermos, ser objetos de la falsa compasión, ‑de aquellos quienes se la brinden‑, si nadie les ayuda, a que sean iguales a nosotros?

   La verdadera compasión, es fructífera, porque está impregnada del Santo Amor de Dios, Dador de toda virtud.

   Es necesario que, toda ocasión de caer en pecado, sea transformada, en ocasión de amar, al Dios vivo, y a nuestros prójimos.

   La felicidad, es, ‑pues‑, superior al dolor. Por consiguiente, no existen, enfermedad, ni dificultad alguna, que sean de una mayor grandeza, que el inefable gozo de amar. No obstante, el pasado año 1997, cuando empecé a asistir a las celebraciones litúrgicas, tras pasar casi 8 años sin asistir a ninguna celebración eucarística, empecé a conocer la grandeza de Dios, sin ofrecer yo, nada a cambio del tesoro que la Santa Iglesia me invitaba a compartir con ella. Así pues, yo, ‑tiempo después‑, quise ser miembro activo de la Santa Madre Iglesia, para compartir sus gozos y penalidades, ayudando, ‑dentro y fuera del templo parroquial de Cajiz, y donde Dios me llame‑, a quienes me es posible, y para celebrar la Santa Misa, ‑Eucaristía del Amor‑, alimento que fortalece el espíritu, sed de justicia saciada, que nos hace soportables, los difíciles días del destierro. Así pues, los cristianos, ‑cuales emigrantes pacientes y misericordiosos‑, esperamos regresar, ‑algún día‑, a nuestra Tierra Santa, ‑nuestro Paraíso de luz‑, henchidos de tesoros espirituales. Nosotros, ‑pues‑, aguardamos, ‑incesantemente‑, el regreso del Esposo, ‑si es que se puede decir que no está entre nosotros, Aquel a quien comulgamos al celebrar los misterios de nuestra fe‑, de nuestra Santa Madre Iglesia. Esperamos, ‑pues‑, al Dueño, de la viña sagrada.

   Señor Jesús, esperamos que vengas a nuestro encuentro, porque, la justicia divina, es nuestra paz, consuelo, y alegría.

José Portillo Pérez.
joseportilloperez@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja aquí tus peticiones, sugerencias y críticas constructivas