Meditación.
La fortaleza de la fe.
Los pasados días uno y dos del presente mes celebramos la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Aún perdura en nosotros el recuerdo del mensaje que nuestra Santa Madre la Iglesia nos transmitió a través de la Liturgia de los citados días, es decir, que si queremos alcanzar la santidad, sólo debemos desear ser santos, y cumplir la voluntad de Dios, como si dependiera de ello el hecho de que alcancemos la citada meta que constituye el principal propósito de nuestra existencia, y, por otra parte, si consideramos las ventajas que tiene el hecho de vivir en la presencia de Dios frente al dolor característico de esta vida, el hecho de morir no resulta trágico, sino consolador, dado que la muerte significa que comprobaremos que se acabará el tiempo en que hemos de ser probados, para que así podamos vivir en el Reino de Nuestro Padre común.
Si queremos alcanzar la santidad, es importante que nos esforcemos para tener fe en Dios, pues un Hagiógrafo les escribió a sus lectores hebreos: (HEB. 11, 1. 3. 6).
Después de definir la fe utilizando el citado texto del autor de la Epístola a los Hebreos, vamos a basar la meditación de este Domingo en el siguiente texto evangélico, que contiene unas palabras de Jesús muy significativas: (MT. 6, 33).
¿Hasta qué punto hemos de posponer nuestras prioridades para ocuparnos de expandir el Reino de Dios? Cuando ayudaba a las catequistas de una pequeña Iglesia a preparar a un grupo de niños para que recibieran por primera vez a Jesús, le expliqué a una de aquellas mujeres el versículo bíblico cuya meditación nos ocupa en esta ocasión. Una señora que no negó en ningún momento que no tenía fe en Dios, me dijo: "Para mí lo más importante no son las cosas de Dios, sino las cosas de mi familia".
Aunque las demás catequistas permanecían en silencio esperando mi respuesta, yo sabía que muy pocas de ellas estaban de mi parte, dado que no pretendían formar a sus hijos en el conocimiento de nuestra fe, sino hacer una gran fiesta, pero, a pesar de ello, estuvieron conformes con lo que le dije a su compañera. "San Juan escribió en la Biblia: (1 JN. 4, 20)."
Aunque los religiosos viven plenamente consagrados al cumplimiento de la voluntad de Dios, los laicos tenemos que conjugar el cumplimiento de nuestras obligaciones con la vivencia de nuestra fe. Cometen un error enorme quienes piensan que la vivencia de nuestra fe no es compativle con el cumplimiento de nuestras obligaciones, así pues, San Pablo les escribió a los cristianos de Corinto: (1 COR. 7, 32-34). El hecho de que los que estamos casados nos dediquemos al cumplimiento de nuestras obligaciones, no nos aparta en absoluto del cumplimiento de la voluntad de Nuestro Padre común, sino que nos brinda la oportunidad de vivir ejemplarmente en un mundo que no aprecia algunos de nuestros valores, que, al no poseer los mismos, cada día es testigo de más injusticias.
Independientemente de que seamos religiosos o laicos, debemos procurar que Dios sea el centro de nuestra vida, lo cuál no debe ser considerado como fanatismo, dado que os he demostrado que, el hecho de tener fe y de ejercitar la misma, no debe apartarnos de nuestras obligaciones, sino que, al contrario, nos insta a llevar a cabo las mismas con el mayor grado de perfección que nos sea posible.
La mujer de Sarepta que aparece en la primera lectura de este Domingo, es un gran ejemplo de fe para nosotros. Elías le pidió agua, y ella no tuvo inconveniente en dársela, pero, antes de que le diera de beber, él le pidió pan, a lo cuál ella le dijo: (1 RE. 17, 12).
¡Que situación tan trágica vivía aquella mujer! Viviendo situaciones mucho menos difíciles que la que se nos describe en la primera lectura que consideramos en esta ocasión, muchos pensaríamos que Dios nos ha abandonado. Elías le dijo a la pobre mujer que, antes incluso de alimentar a su hijo y de comer ella, que le hiciera una torta de harina. Elías no le hizo esta petición porque se consideraba superior a aquella humilde familia, sino porque a todos nosotros, en alguna ocasión a lo largo de nuestra vida, nos llega el tiempo de tomar la opción de dejarnos arrastrar por las dificultades que caracterizan nuestra existencia, o de vivir inspirados por nuestra fe cristiana, por más apariencia que tengan las circunstancias que vivimos de que Dios no quiere saber nada de nosotros.
Otro ejemplo admirable de fe es la viuda que aparece en el Evangelio de hoy, la cuál, no teniendo nada en la vida excepto dos monedas de muy escaso valor, las depositó en el arca de las ofrendas del Templo de Jerusalén. Este hecho me hace pensar en las ocasiones que permanecemos pasivos pensando que lo que podemos aportar a alguna causa es un esfuerzo tan insignificante que no merece la pena realizar el mismo, y olvidamos que, millones y millones de esfuerzos anónimos que aparentan ser insignificantes, pueden hacerle un gran bien a la humanidad.
Lo más difícil de tener fe, -a parte del empeño de creer en Dios sin ver a Nuestro Padre común-, es obedecer a Nuestro criador. Naamán, el leproso sirio, se enfadó mucho porque Eliseo no lo recibió como a un hombre de un alto status social y no lo curó llevando a cabo un largo y complicado ritual mágico, pues el citado profeta únicamente le mandó decir que se lavara siete veces en el Jordán, a fin de que su carne quedara limpia de dicha enfermedad.
Nosotros imitamos a Naamán cuando, en vez de llevar a cabo pequeños gestos que nos harían felices a Dios, a nuestros prójimos y a nosotros, consideramos que nuestra fe católica no es más que un rosario de nonadas.
¿Cuánto tiempo hace que no abrazamos a los nuestros?
¿Cuánto tiempo hace que no ayudamos a algún necesitado, si no a salir de la pobreza porque no podemos permitirnos ese lujo, a cubrir alguna necesidad, aunque la misma no sea vital?
¿Nos negamos a creer en Dios porque pensamos que nuestra fe no tiene valor, y lo único que vamos a hacer es quedar en ridículo ante nuestros conocidos al vivir inspirados por la misma?
Meditemos el siguiente pasaje bíblico: (2 RE. 5, 13).
(HEB. 13, 14). Por la fe que profesamos sabemos que, aunque cada día que pasa se acerca el final de nuestra vida, la muerte no es el fin de nuestra existencia, pues, aunque nuestro cuerpo fallecerá, nuestra alma vivirá eternamente en la presencia de Nuestro Padre común. A pesar de ello, no debemos meditar únicamente en la dicha que esperamos olvidando nuestras obligaciones, pues San Pablo les escribió a los cristianos de Tesalónica: (2 TES. 3, 12).
José Portillo Pérez.
joseportilloperez@gmail.com
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