Meditación.
Los predilectos de Dios.
Meditación de ST. 2, 1-5.
Estimados hermanos y amigos:
Cuando el primer Obispo de Jerusalén menciona a los pobres en el texto que estamos considerando, se refiere a quienes no disponen de los medios necesarios para vivir, y a quienes son rechazados por causa de sus valores. Estos últimos son mal vistos en un mundo en que se ambicionan los bienes materiales, porque desean atesorar las riquezas espirituales frente a las riquezas terrenales, a pesar de que no es fácil comprender su manera de ser, en un mundo en que, las riquezas materiales, se convierten en el propósito principal que muchos desean alcanzar.
Jesús nos enseña a priorizar las riquezas espirituales sobre el deseo de riqueza económica, poder y prestigio que reina en el mundo. No debemos entender que Jesús nos exige que no aprovechemos las oportunidades que podamos tener de alcanzar una buena posición social, pues lo que el Señor quiere para nosotros, es que, el deseo de conseguir riquezas, no se convierta en una obsesión, ni que nos impida amar, ni a Dios, ni a nuestros prójimos los hombres.
Aunque los pobres, los enfermos y los desamparados fueron los predilectos de Jesús, y a pesar de que el estado de los tales es idóneo para que mucha gente deposite su fe en el Dios Uno y Trino, no debemos comprender que quienes viven tales circunstancias alcanzarán la salvación por causa de sus padecimientos, pues solo conseguirán ser alcanzados por la misma, si depositan su confianza en la Santísima Trinidad.
No debemos comprender tampoco que los acaudalados, por causa de la posición social que ocupan, serán privados de vivir en la presencia de Nuestro Santo Padre. Vivimos en un mundo muy desigual en el que cada cual explota al máximo los dones espirituales y materiales que recibe. Los ricos tienen la posibilidad de remediar las situaciones de pobreza existentes en conformidad con los medios de que disponen para lograr tan loable fin, y los pobres tienen la posibilidad de enseñarnos a ser humildes, al aprender a vivir con lo que tienen en cada momento de su vida. No pretendo decir que los carentes de dádivas espirituales y materiales deben conformarse sin crecer a tales niveles, sino que tienen que aprovechar lo que está a su alcance cada día de su vida.
Los ricos pueden ser privados de la salvación si, al ser conscientes del bien que pueden hacer, se limitan a vivir egoístamente, pues muchos de ellos, acostumbrados como están a vivir holgadamente, tienen grandes dificultades a la hora de equiparar su condición con la conducta de Cristo, quien actuó como siervo de los oyentes de sus discursos y de quienes benefició por medio de la realización de los signos que llevó a cabo.
Mientras que el amor propio excesivo puede inducir a los ricos a no amar ni a Dios ni a sus prójimos los hombres, los pobres pueden rechazar a Dios y a quienes tienen más dádivas materiales que ellos, si se dejan arrastrar por el odio y la amargura.
La pobreza que nos merece la salvación de la que nos habla Jesús en los Evangelios, es la sencillez que nos induce a amar a Dios sobre todas las cosas, y a nuestros prójimos como debemos amarnos. Recordemos la siguiente frase de Nuestro Salvador: (MT. 5, 3).
Jesús, siendo consciente de la dificultad que entraña la vivencia de la pobreza espiritual en un mundo en que la consecución de riquezas materiales constituye una gran preocupación, dijo en cierta ocasión: (MT. 10, 42). Los pequeños de quienes nos habla Jesús no eran niños, sino adultos que habían renunciado a la consecución de lo que la humanidad materialista llama grandeza, con tal de contribuir con sus obras y palabras a la conclusión de la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros. En nuestro tiempo, tanto los niños como los adultos, tenemos la posibilidad de ser los misioneros en quienes Jesús deposita su plena confianza, para que le ayudemos a llevar a cabo su obra salvadora, mediante la predicación del Evangelio, y la realización de actividades benéficas.
¿Por qué la mayoría de la gente prefiere relacionarse con quienes tienen riquezas, poder y prestigio, en vez de hacerlo con quienes no han tenido oportunidades para superarse, o han fracasado en el intento de obtener una mejor posición social? Lo irónico de este hecho es que hay quienes obtienen buena parte de sus ganancias a expensas de sus admiradores, de la misma forma que Santiago nos dice en el texto que estamos meditando que, muchos de los ricos a quienes los primeros cristianos acogían muchas veces mejor que a los pobres, los denunciaban, encarcelaban y ejecutaban, mientras que trataban indignamente a los pobres que, al haber sido acogidos y tratados con amor, hubieran correspondido con su afecto la solidaridad que necesitaban.
Evitemos impresionarnos excesivamente pensando en la fama de los ricos que se han convertido en ídolos para sus admiradores, y rechazar a quienes no tienen los medios necesarios para vivir. No olvidemos que Jesús hizo de los más débiles el objeto de su compasión, porque los tales vivían desamparados.
La mayoría de los habitantes del mundo no solo carecen de pan, pues también carecen del conocimiento de Dios. Hay quienes utilizan el conocimiento de dios para crearse una divinidad a su imagen y semejanza que tolere las injusticias que promueven, y hay quienes no pueden profesar la fe que nos caracteriza, porque no conocen a Nuestro Santo Padre.
Las riquezas materiales no son malas por sí mismas. Quienes las tienen son dignos de alabar porque han sabido esforzarse para lograr lo que se han propuesto, lo cual significa que han trabajado mucho. La riqueza no es mala mientras no sea señal de deshonestidad y egoísmo. Jesús nos enseña a juzgar a las personas por su carácter, no por su apariencia. La bondad y la maldad pueden hacerse palpables en la vida de ricos y pobres, pues ello depende de nuestra forma de ser, no de la posición social que ocupamos.
Los ricos son valorados en muchas ocasiones, por la siguiente razón: Hay quienes son conscientes de que no pueden enriquecerse por sí mismos, o, aunque puedan hacerlo, prefieren utilizar la riqueza y la sabiduría de quienes han conseguido tener una buena posición social, para lograr el alcance de su fin. En tales casos, los acaudalados no son valorados por su forma de ser, sino por el dinero, el poder y el prestigio que tienen. Hasta los cristianos, en el caso de promover una obra por medio de la recepción de donativos, podemos caer en la tentación de tratar bien a los ricos, con tal de conseguir que subvencionen total -o parcialmente- el proyecto que tenemos en mente. Los cristianos no podemos juzgar a las personas según las posesiones que tienen, pues todos, ricos y pobres, tenemos derecho a ser amados, no por la riqueza que tenemos, sino porque tenemos un Padre común, que desea que nos amemos y respetemos como hermanos.
Aunque por la fe que tenemos creemos que Dios nos ayuda cuando llevamos a cabo nuestros planes exitosamente, no olvidemos que Él no nos promete una vida terrenal en la que nos van a sobrar las riquezas y se nos van a evitar los padecimientos. Jesús les dijo a sus futuros Apóstoles en su discurso misionero que no les iban a faltar dificultades, lo cual también nos sucede a nosotros, aunque, normalmente, las dificultades que sufrimos por causa de nuestra fe, no se pueden comparar a las persecuciones de que fueron víctimas los citados seguidores de Nuestro Salvador.
(MT. 5, 19-21). Hay quienes hacen obras de caridad pensando que, por cada buena acción que llevan a cabo, el buen Dios que para ellos actúa como un banquero, anota beneficios en su libro de cuentas, para que los tales disfruten de los mismos, cuando Nuestro Señor concluya la plena instauración de su Reino en el mundo. Aunque es cierto el hecho de que por cada buena obra que llevamos a cabo obtenemos un tesoro en el cielo, no hagamos el bien pensando en ser recompensados, sino por amor a Dios y a nuestros prójimos los hombres. No nos preocupemos por ser recompensados por las buenas obras que llevamos a cabo, porque el amor cristiano auténtico no está relacionado con la consecución de bienes materiales, y también porque dios premia generosamente a sus fieles hijos, tanto por el bien que hacen, como por su disponibilidad para superar las pruebas por medio de las cuales demuestran la autenticidad de la fe que profesan.
Corremos el riesgo de que nos roben nuestras posesiones, y de perder parte de las mismas por circunstancias de diversa índole, pero nadie podrá arrebatarnos las dádivas espirituales que Dios nos concede.
San Pablo nos insta a cumplir la voluntad de Dios, en el siguiente extracto de su Epístola a los cristianos de Roma: (ROM. 12, 1-2).
San Pablo le habló a su colaborador el Obispo Timoteo en la primera Carta que le escribió, sobre la humildad que debe caracterizar la vida de los pobres, y de cómo muchos ricos, por causa del afán de enriquecerse, dejaron de cumplir la voluntad de Dios, e incluso sobrevivieron a circunstancias difíciles, que ellos mismos crearon (1 TIM. 6, 6-10).
(LC. 12, 13-21). Los judíos les planteaban a los maestros de la Ley problemas similares al que le fue expuesto a Jesús cuando Nuestro Señor les narró a sus oyentes la parábola que estamos considerando, y esperaban que tales rabinos les dieran la solución a sus dificultades. Jesús no quiso inmiscuirse en el problema del reparto de la herencia de los dos hermanos, pero, por medio de sus palabras, les indicó la solución, no solo del problema económico que los distanciaba, pues también les ayudó a resolver el problema familiar de su distanciamiento, aunque en la Biblia no se nos indica si tales hermanos llegaron a reconciliarse, y, por tanto, a repartir su herencia equitativamente.
Jesús le habló a su interlocutor de un tema que considera más importante que la consecución de bienes terrenales, el cual es nuestra relación con Dios. Nuestro Señor hubiera querido que ambos hermanos se hubieran repartido la herencia, con tal de que hubieran podido mantener una buena relación familiar, y de evitarles permanecer en el pecado, a uno por considerarse dueño de la herencia y no querer compartirla con su hermano, y al otro por dejarse arrastrar por la amargura.
Muchas veces, cuando leemos la Biblia y oramos buscando una solución a los problemas que tenemos, nos percatamos de que Dios no nos manifiesta lo que le pedimos, pero, en cambio, nos ayuda a considerar las diversas perspectivas concernientes a la valoración de las dificultades que tenemos, lo cual puede servirnos para solucionar los problemas que causamos nosotros, y para sobrevivir a las dificultades que no podemos solventar, porque nos las imponen otras personas.
No hacemos mal al guardar dinero y bienes para los años de nuestra ancianidad, pero cometemos un grave error si solo dedicamos nuestra vida a conseguir bienes materiales, y no amamos a nadie, pues ello nos induce a terminar nuestros días sufriendo por causa del aislamiento al que nos sometemos.
(LC. 12, 22-34). ¿De qué nos sirve preocuparnos por los problemas que tenemos? Si la ocupación significa que vamos a intentar resolver tales dificultades en conformidad con las posibilidades que estén a nuestro alcance, hacemos bien al llevarla a cabo. Si, por el contrario, la preocupación solo nos va a causar sufrimiento estéril, debemos buscar la manera de desecharla.
Si somos cristianos, pondremos en juego nuestra fe, evitando las preocupaciones, dejando nuestros problemas en las manos de Dios. Naturalmente, esto no significa que vamos a dejar de esforzarnos para conseguir lo que deseamos, pues vamos a confiar en Dios. Si conseguimos lo que deseamos, se lo agradeceremos a Nuestro Santo Padre, y, si las cosas no nos salen como queremos, también se lo agradeceremos a Dios, e intentaremos aprender lecciones de lo que muchos considerarían un fracaso, que nos ayuden a crecer espiritualmente. En la vida de los cristianos no existen circunstancias inútiles, ni en el caso de que las mismas carezcan de utilidad, desde nuestro punto de vista humano.
(JN. 16, 26-27). Dios nos ama y conoce nuestras necesidades, antes de que se las manifestemos. Esta es la causa por la que el Señor nos dice por medio del Evangelista San Mateo: (MT. 10, 30).
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a Jesús que nos conciencie de la necesidad que tenemos de vivir como si su Reino ya hubiera sido plenamente instaurado entre nosotros.
Que el Señor nos conciencie de la necesidad que tenemos de valorar a las personas más que los bienes materiales.
Que entre todos hagamos posible la existencia de un mundo en que no exista ningún tipo de discriminación, en que no haya pobres carentes de bienes espirituales ni materiales, y en que no haya ricos que, aunque abunden en bienes y dinero, se sientan aislados, porque no hayan sabido -o no hayan podido- hacerse amar.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja aquí tus peticiones, sugerencias y críticas constructivas