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Amemos a Dios y a nuestros prójimos los hombres. (Meditación del Evangelio del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario del Ciclo B).

   2. Amemos a Dios y a nuestros prójimos los hombres.

   Meditación de MC. 12, 38-44.

   Durante el presente Año litúrgico, hemos podido comprobar que el poder de Jesús procede directamente de Dios Padre. Hemos recordado la existencia del mal, y la agudeza del dolor. Jesús nos ha dicho que, a pesar de que podemos amar a Dios más que a nadie, debemos dedicarnos a nosotros mismos, y a nuestros hermanos los hombres. Jesús nos ha enseñado que llegará el día en que nuestra vida será diferente, dado que seremos como los ángeles del cielo.

   Nuestra fe se verifica con el cumplimiento de la Ley de Dios. No debe extrañarnos, -pues-, el hecho de que San Pablo no cese de afirmar que somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, por lo que, en consecuencia, todos tenemos un papel asignado, en la instauración del Reino de Dios en nuestra tierra. A pesar de que la Iglesia ha ido proponiéndonos muchas normas de conducta a lo largo de los últimos 2000 años, y de que el Antiguo Testamento también está lleno de normas de conducta, la Ley de Dios se resume perfectamente en el amor a Dios, al prójimo, y a nosotros mismos.

   ¿Por qué debemos amar a Dios más que a nadie? Dios es Nuestro Padre y Criador. Todos sabemos que la Providencia divina es el especial cuidado que Dios tiene respecto de nosotros, para santificarnos en la alegría y en el dolor, y, para ayudarnos a superar el trágico estado de pecado. Dios nos ama en el Padre, se anonada en la entrega sacrificial del Hijo, y nos hace Santos, en el amor de su Santo Espíritu.

   ¿Por qué debemos amar a nuestros prójimos? Reflejos del Dios vivo, nuestros prójimos son nuestra imagen, la oportunidad que Dios nos concede para que sus dones y virtudes produzcan abundantes frutos en nosotros. No debemos extrañarnos de que Jesús tuviera fuerza para superar la tragedia de su Pasión y muerte, no debe resultarnos extraño el hecho de que hayamos podido superar alguna situación adversa según nuestra óptica humana en alguna ocasión.

   El Evangelio de hoy nos enseña cual es el secreto mediante el cual podemos amar infinitamente a Dios y a nuestros seres queridos. El resentimiento y la pereza que nos instan a no servir a nuestros prójimos desaparecen cuando hacemos de Dios el objeto inmediato de nuestro amor.

   ¿Por qué tenemos que amar a Dios más que a nadie y más que a nuestras pertenencias? Esta es la actitud de quienes son conscientes de que Dios los ama más que a todas sus criaturas. Si yo hubiera sido el único hombre que Dios creó, Jesús no hubiera dudado sobre la posibilidad de ser crucificado para enseñarme a vencer los obstáculos de mi vida.

   ¿Hasta qué punto somos capaces de amar a Dios?

   ¿Amamos al Señor en el constante servicio a nuestros prójimos los hombres?

   ¿Nos creemos superiores a los pobres?

   ¿Creemos que nuestra dignidad es superior a la de los encarcelados?

   Todos tenemos igual dignidad, porque somos hijos de Dios.

   El ejemplo de la pobre viuda que depositó unas monedas en el arca de las ofrendas, nos insta a ser humildes.

   ¿Creemos que hemos hecho cuanto podemos por dar a conocer a Jesús, porque hemos pronunciado un emotivo discurso?

   ¿Luchamos para dar a conocer a Nuestro Dios, o nos llenamos de falso orgullo porque nuestros conocidos nos han visto darles una pequeña limosna a los pobres?

   ¿Ayudamos a los pobres económicamente dándoles limosna, u otorgándoles lo que les pertenece por justicia?

   ¿Predicamos la Palabra de Dios para conseguir conversiones, o nos creemos sembradores, sin tener en cuenta, que Cristo es quien recogerá el fruto de nuestras obras y palabras, porque Él es el único Sembrador?

   ¿Nos llenamos de orgullo cuando los demás aplauden nuestra bondad, o nos limitamos a pensar: Señor, hemos ayudado un poco a tus hijos, pero queremos seguir haciéndolo más y mejor?

   Concluyamos esta meditación del Evangelio, pidiéndole al Señor, que nos transmita su amor misericordioso, para que llevemos a cabo sin protestar, el cumplimiento de sus divinos preceptos.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com

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