2. Amemos la paz y la justicia.
Meditación de ST. 3, 16-4, 3.
(ST. 3, 16-18). Nuestra manera de hablar y actuar indican la sabiduría que nos caracteriza. Vivimos tomando decisiones a una velocidad vertiginosa. Desde que nos levantamos pensando en la ropa que nos vamos a poner y en lo que tenemos que hacer a lo largo del día, hasta que oramos antes de acostarnos, estamos tomando decisiones casi sin descansar. Algunas de tales decisiones carecen de importancia, y otras son relevantes. Si somos sabios, nos caracterizamos por evitar el desorden, y por el deseo de vivir como pacificadores. Si es importante anunciar el Evangelio por medio de la predicación de discursos elocuentes, para que nuestras palabras tengan credibilidad, tenemos que convencer a la humanidad de que Dios es bueno haciendo el bien. Si somos capaces de vencer el mal haciendo el bien, primeramente muchos nos aceptarán por respeto aunque no nos comprendan, y con el paso del tiempo llegarán a creer en nuestro Padre común, porque lo conocerán a través de nuestras palabras y acciones, y no querrán vivir distanciados de Él.
Quizás muchos recordamos cómo cuando éramos pequeños nuestros padres nos comparaban con aquellos hermanos nuestros cuya conducta era mejor que la nuestra, ora porque ello era cierto, ora porque los amaban más que a nosotros. Quizás cuando estudiábamos alguno de nuestros profesores nos comparó con el mejor estudiante de nuestra clase, con tal de hacernos quedar mal y sintiéramos el deseo de mejorar nuestras calificaciones, aunque quizás solo consiguió que no nos gustara estar entre los torpes, y que no hiciéramos el mínimo esfuerzo para intentar superarnos. Quizás hemos crecido envidiando a quienes son más afortunados que nosotros, pensando con demasiada frecuencia que nunca llegaremos a parecernos a ellos, sin caer en la cuenta de que, tales comparaciones, simplemente, son odiosas.
Muchas veces, encontramos a quienes nos dicen, con buenas intenciones, que podemos hacer lo que nos propongamos con desearlo simplemente, que será imposible que fracasemos si definimos nuestra meta por medio de la manera en que soñamos alcanzarla, y que debemos fijarnos metas altas para conseguir ver realizados nuestros sueños, si no queremos sentir que todas nuestras vivencias son inútiles.
Debemos pensar que para conseguir lo que queremos tenemos que hacer muchas cosas aparte de soñar con nuestras metas. No seamos ingenuos como para creer que alcanzaremos todo aquello con lo que soñemos, pues, antes de luchar por lo que deseamos conseguir, debemos evaluar si ello es factible para nosotros. Si sueño que me va a tocar la lotería, lo más seguro es que ello nunca me suceda, pero, si consigo un trabajo bien remunerado, y sé administrar mi sueldo, no haré nada incorrecto si sueño con tener mi propia vivienda, pues, o pido un préstamo hipotecario para comprármela, o espero a tener el dinero necesario, para cumplir el citado sueño.
Si se nos presiona -o nos presionamos- para llegar a ser como quienes son enviviados por su status social, corremos un gran peligro de dejarnos arrastrar por la avaricia. Si las personas a las que envidiamos trabajan con nosotros, quizás caeremos en la tentación de hacerles la competencia deslealmente. Los cristianos no detestamos todo lo que se puede alcanzar en esta vida y es bueno, pero necesitamos cuidarnos de dejar de cumplir la voluntad de Dios, con tal de alcanzar lo que otros tienen, valiéndonos de medios no relacionados con el cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios.
La sabiduría divina nos enseña que no debemos compararnos con quienes son más ricos, inteligentes y físicamente son más agraciados que nosotros, porque todos tenemos una gran dignidad ante Nuestro padre común, y por ello podemos amarnos como hermanos, evitando la vivencia del rencor.
De la misma manera que no es conveniente el hecho de envidiar a quienes tienen una alta posición social, si tenemos algo que compartir con quienes viven en un estado inferior al nuestro, no tenemos por qué desamparar a los tales. Las desigualdades existentes en el mundo entre países y clases sociales, no han sido creadas por los políticos, sino porque los hombres no nos amamos unos a otros, como para comprender que todos tenemos la misma dignidad que Dios nos ha concedido, al hacernos sus hijos.
(ST. 4, 1). El hecho de querer tener una vida placentera no es pecaminoso, -de hecho, es legítimo-, siempre que no nos valgamos de la pobreza o la debilidad de otras personas, para conseguir lo que queramos. Apoyemos este razonamiento, en los siguientes textos bíblicos: (ST. 1, 17. 1 TIM. 4, 4-5).
Los bienes materiales no están relacionados con el pecado, pero si la consecución de los mismos exige la explotación de los más débiles, y la evitación del cumplimiento de la voluntad de Dios, entonces, el alcance de tales bienes, es pecaminoso. Tal como vimos en el Evangelio del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario del Ciclo B (MC. 8, 27-35), y recordaremos al meditar el Evangelio de hoy (MC. 9, 30-37), hemos sido invitados a disfrutar del placer de amar y ser amados tanto por Dios como por sus hijos, y a renunciar al placer que algunos autores bíblicos denominaron "amistad con el mundo", consistente en amar el poder, las riquezas, el prestigio y los vicios, en vez de amar a Dios, y a nuestros hermanos los hombres.
Tenemos problemas unos con otros porque nunca faltan quienes se dejan arrastrar por los fatuos deseos excesivos de poder, riqueza y prestigio. No nos faltan conflictos, porque en ciertas ocasiones la mayor riqueza de muchos, no es el amor a Dios y a sus hijos, sino la avaricia, la envidia, y el excesivo apego a los bienes materiales.
Queremos más bienes materiales de los que tenemos, y no nos esforzamos en alcanzar el mayor de los bienes, que es el amor a Dios y a sus hijos. Dios no necesita que lo amemos para amarnos, pero no le sentimos cerca de nosotros, porque no hemos aprendido a amarlo como se merece, ni queremos hacerlo, porque nuestra mente está muy ocupada pensando en la mejoría de nuestro status social, y en la resolución de los problemas que nos afectan, muchas veces, porque los causamos nosotros mismos.
Quizá pasamos la vida trabajando, no encontramos tiempo para dedicárselo a nuestros familiares y obviamos el conocimiento de Dios. Muchos se ven obligados a trabajar sin descanso día y noche porque quienes los explotan se aprovechan de su extrema humildad, pero otros viven dedicados por completo a la realización de sus actividades laborales, porque la consecución de riquezas es lo que más aprecian. Los cristianos tenemos que trabajar para contribuir al mantenimiento de nuestros familiares, pero también tenemos que compartir nuestro tiempo con ellos, y crecer espiritualmente, para poderles hacer frente a las dificultades que no nos faltarán dignamente, tal como se espera que lo hagamos los hijos de Dios.
Oremos para que la ambición no nos ciegue hasta el punto de que deseemos conseguir lo que anhelamos a nivel material por medio del empleo de mentiras y el uso de la violencia. Dios sabe perfectamente lo que nos conviene, y por ello utilizará nuestras circunstancias vitales, independientemente de que estemos sanos o enfermos, y de que seamos ricos o pobres, para purificarnos, santificarnos, y conducirnos a su presencia, cuando nuestra tierra sea su Reino de amor y paz.
(ST. 4, 2-3). De la misma manera que nos interrogamos sobre la forma de proceder de Dios porque no alivia nuestros padecimientos cuando queremos que actúe en nuestra vida, ignorando que su forma de proceder es distinta a la nuestra, quizás cuando oramos creemos que Nuestro Santo Padre no nos concede lo que le pedimos, porque nuestra falta de fe nos impide comunicarle las necesidades que nos caracterizan, porque le hacemos mal las peticiones en que pensamos, o porque, a la hora de pedir dádivas, solo pensamos en nosotros.
No olvidemos que, por haber sido llamados a trabajar para que toda la humanidad sea una sola familia, podemos refugiarnos en la oración para sentir que Dios nos ayuda a realizar la difícil misión que nos ha encomendado, que las oraciones no deben reducirse a meras súplicas, que podemos hablar con Nuestro Santo Padre con plena confianza de cualquier cosa, y que, más que esforzarnos para ganar la aprobación de Dios, podemos pedirle que nos ayude a amoldarnos al cumplimiento de su voluntad, porque, cuando ello suceda, sin percatarnos de lo que habremos conseguido, constataremos que el Señor se regocijará plenamente en nosotros, y por eso sentiremos que nos amará inmensamente (1 JN. 3, 16-22).
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com
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