Meditación.
Confiemos en Nuestro Padre común como lo hizo Abram, caminando sin saber adónde había de ir, en pos de la Palabra de Dios, pues aguardaba el cumplimiento de la promesa que le hizo Nuestro Criador. Que la fe de Abraham, los Apóstoles, y todos los Santos de todos los tiempos nos ilumine, para que podamos caminar, confiadamente, siguiendo a Jesús, con la certeza de que alcanzaremos la salvación, pues sabemos que Dios no defraudará a quienes creen en Él.
Sabemos que nuestra fe no es como la de Abraham, así pues, a pesar de que Dios provee nuestras necesidades y nos ha ayudado a vencer muchas dificultades, aún no nos hemos decidido a creer en Él firmemente, de la misma forma que quizás no practicamos la caridad más allá del deseo de que se nos reconozcan las buenas obras que hacemos, o porque no hemos vencido nuestro egoísmo. Fortalezcamos nuestra fe orando, pues, si nos esforzamos, Dios estará con nosotros, para que podamos vencer nuestra debilidad.
Jesús se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan, mostrándoseles con su cuerpo resucitado y glorificado. Esforcémonos para ser en esta vida la viva imagen de Jesús.
1. El Evangelio correspondiente al Domingo I de Cuaresma es muy exigente, así pues, se nos propone, en el citado texto, que, imitando a Jesús, renunciemos al ciego ejercicio del poder, a la obsesiva obtención del banal prestigio, y al infundado deseo de obtener una gran fortuna. Ahora bien, ¿qué programa de vida nos propone Nuestro Padre común, para que renunciemos al amor que muchos creyentes y no creyentes les profesan a los citados tres pilares sobre los que fundamentan su existencia? La respuesta a esta pregunta la obtenemos en las lecturas correspondientes a este Domingo II de Cuaresma, así pues, al renunciar a toda clase de vicios, y a la comisión de todo tipo de pecados, Nuestro Padre común, nos propone que abracemos la vida sobrenatural de la gracia. Desde nuestra perspectiva de personas débiles, nos parece inalcanzable la realización del propósito de Dios en nuestras vidas, pues somos muy frágiles para aspirar a tan alta cumbre de la felicidad de obtener nuestra más plena realización personal, pero, a tal efecto, no debemos olvidar las palabras del Apóstol: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (ROM. 5, 20). Donde abundan la debilidad, la enfermedad, la pobreza, el egoísmo y otras carencias humanas, sobreabunda la gracia de Dios, que nos trasciende desde el estado actual de nuestra naturaleza, y nos eleva a la categoría de Nuestro Padre común. El precio que pagamos para alcanzar la santificación, es el hecho de renunciar a ceder a las tentaciones a las que el diablo sometió a Jesús el Domingo anterior, no porque de ello depende nuestra salvación, sino, porque es de bien nacidos el ser agradecidos -reza el refrán español-, y, por ello, es bueno que practiquemos la misericordia, pues, según Leví, Jesús nos dice: (MT. 5, 7).
Más adelante, en su afán de expresar el nivel de santidad al que hemos sido llamados por Dios, San Mateo nos transcribe las siguientes palabras con que Jesús emocionó a los oyentes del sermón del monte: (MT. 5, 48).
Abram, -aquel que se convirtió en el primero de los Patriarcas del pueblo de Dios por su fe-, nos es propuesto por la Iglesia, en la primera lectura correspondiente a la Eucaristía que estamos celebrando, como modelo a imitar. El ejemplo de Abram es tan generoso que, San Pablo, en su Carta a los Romanos, afirma que él no necesitó cumplir la Ley de Dios -que aún no había sido decretada- para suplicarle al Todopoderoso que lo salvara, pues creyó en Yahveh, lo cual era más que suficiente para alcanzar la Bienaventuranza eterna (ROM. 4, 3). San Pablo nos sigue hablando de Abraham: (ROM. 4, 18-25).
El hecho de convertirnos en fieles imitadores de Jesús constituye nuestra felicidad, por consiguiente, San Pablo les escribió a sus lectores de Galacia: (GÁL. 3, 26-29).
En los amigos de Cristo y descendientes de Abraham, se han de cumplir estas otras palabras del Apóstol: (EF. 4, 23-24. COL. 3, 9-17).
2. Al meditar el Evangelio de hoy, recordaremos que hemos sido llamados a ser transfigurados y configurados a imagen -o semejanza espiritual- de Cristo Jesús, de quien San Pablo escribió con inefable alegría: (EF. 1, 3-6).
3. Las palabras de San Pablo que hemos meditado en el punto 2 de esta meditación son muy bellas, pero, para que se realice el plan salvífico de Dios en nosotros, hemos de vivir esta dura enseñanza de Nuestro Señor: (MT. 16, 24).
4. Al recordar San Pedro su experiencia con respecto al episodio evangélico de la Transfiguración del Mesías, escribió las siguientes palabras: (2 PE. 1, 16-18).
San Mateo encuadra el episodio de la Transfiguración del Señor, seis días después de que Jesús constituyera a Pedro como la roca sobre la que en un futuro cercano se cimentaría la Iglesia de Cristo, y de que el Maestro les anunciara a sus discípulos su Pasión y muerte. En aquel tiempo faltaba un año para que Jesús fuera crucificado, y, Nuestro Salvador, aún no sabía si sería condenado a morir lapidado o colgado en la cruz, pero tenía muy claro que había de ser juzgado por sus hermanos de raza, que le acusaron de blasfemar contra Dios al hacerse pasar por Hijo del Todopoderoso, de quien afirmaban que es indivisible, y por los romanos, quienes lo condenaron por ser aclamado como Rey de los judíos, en su entrada triunfal a Jerusalén, un hecho con que empezamos a celebrar el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
Jesús sabía que iba a morir, así pues, para fortalecer su fe, y aumentar la creencia de sus seguidores más fieles en Él y en el Padre, el Señor subió a un monte con Pedro, Santiago -o Jacobo- y Juan, y se transfiguró delante de ellos, adoptando el cuerpo que tendría después de resucitar triunfante de la muerte, para no sucumbir más, aprisionado por las cadenas de la misma.
5. Cuando el Señor se transfiguró adoptando su imagen de Resucitado, su rostro se hizo resplandeciente como el sol, en alusión a la luz de su caridad y justicia divinas, y sus vestidos adquirieron la blancura de la luz, en virtud de su pureza mesiánica. Pidámosle a Nuestro Padre común que nos transfigure a imagen de Cristo Resucitado, y que nos configure -o moldee-, según el reflejo o imagen espiritual del Hijo de María. No reduzcamos el significado de la castidad al simple hecho de no mantener relaciones sexuales, y seamos castos, desde nuestro actual estado de vida, y glorifiquemos a Nuestro Dios, pues Él concluirá su plan redentor, cuando nos hayamos dejado purificar por Nuestro Señor, pues estamos seguros de que la Providencia divina no nos abandonará.
6. Cuando Jesús se transfiguró ante sus amigos, aparecieron junto a Él, Moisés y Elías, el uno representando a quienes creen que serán salvos por causa de su estricto cumplimiento de la Ley de Dios, y, el otro, haciendo las veces de quienes nos aplicamos las conocidas palabras del Apóstol y su compañero Silas: (HCH. 16, 31).
¿De qué hablaban Jesús, Moisés y Elías? San Lucas nos responde esta pregunta en los siguientes términos: (LC. 9, 31).
Señor, ¿qué sentiste en el monte de la Transfiguración al reflexionar sobre tu próximo padecimiento y al experimentar la plena glorificación de tu cuerpo y alma?
¿Comprendieron los Apóstoles lo que hablaron Jesús, Moisés y Elías? Lucas escribió en su Evangelio: (LC. 9, 32).
7. (LC. 9, 33). Pedro era muy impulsivo, y, en aquella ocasión, le manifestó al Mesías que no quería descender de aquel monte, porque se sentía feliz. Pedro no podía imaginarse que estaba viviendo un trascendental episodio de la vida del Señor para descender del monte y constatar el aumento de su fe.
Seis días antes de ver a Jesús transfigurado, cuando el Señor interrogó a sus compañeros de peregrinación con respecto a lo que ellos creían de Él, guiado por uno de sus impulsos que el Espíritu Santo aprovechó para inculcarle la gran verdad que dijo, Pedro exclamó: (MT. 16, 16).
En la noche del Jueves Santo, impulsado por su propio miedo, al tener una triple oportunidad de confesarse discípulo del Señor, Pedro declaró: "-No, no lo soy" (JN. 18, 25). Esas palabras de Pedro eran tímidas, pues, dicho Apóstol de Nuestro Señor, tenía la pretensión de evitar aquella conversación que podía poner en peligro su vida, pues no era conveniente que los criados de Caifás y los soldados que estaban calentándose al fuego junto a él, lo acusaran de ser discípulo de Aquél a quien crucificarían al día siguiente.
Cuando Jesús resucitó, Pedro, sin dejarse guiar por ninguno de sus impulsos, sino inspirado por la necesidad de confesarle su amor al Mesías, exclamó ante Jesús y algunos de sus compañeros: (JN. 21, 16).
Pedro no se escondía cuando tenía que practicar la caridad, pero no dejaba que se le escaparan las oportunidades que tenía de defender sus posibles privilegios por causa del seguimiento del Mesías, según consta en los siguientes versículos bíblicos: (MC. 10, 28-30).
Quizás nos parecemos a Pedro, así pues, nos sentimos henchidos de gracia cuando hacemos ejercicios espirituales, y hemos adquirido la costumbre de celebrar la Eucaristía todos los días preceptuales dispuestos por la Iglesia, pero, quizás nos atañen las siguientes palabras de Jesús: (MT. 23, 23).
El Profeta Jeremías escribió las siguientes palabras de Yahveh: (JER. 15, 19). ¿Qué significado tienen las citadas palabras proféticas para nosotros? El Señor nos dice que, si nos convertimos al Evangelio -podemos hacerlo porque Él está con nosotros-, viviremos eternamente en su presencia, pero, para ser glorificados, necesitamos sacar lo precioso de lo vil, y no pensar que las rosas tienen espinas, sino que de las espinas brotan las flores más bellas, así pues, al intentar alcanzar la salvación haciendo el bien como si ello dependiera de nuestros escasos medios, seremos como la palabra pronunciada por Dios, que ha de alcanzarnos la plenitud de la felicidad, y la redención de la humanidad. Al aceptar esta meditación no te verás libre de tu cáncer, a ti, que eres ciego, no se te abrirán los ojos, ni a ti, que eres sordo, se te dará el poder oír, ni se facultará a los que están sentados en sus sillas de ruedas para que puedan caminar, ni serán saciados los pobres, ni encontrarán trabajo todos los que lo necesitan, pero, todos juntos, sin dejarnos esclavizar por nuestras preocupaciones, podremos gritar que somos libres, que somos felices como lo es una novia, el día en que celebra su enlace matrimonial. ¡Esperemos gozosamente la celebración de las bodas del Cordero de Dios con la humanidad redimida!
Pedro no sabía exactamente el significado que ocultaban sus palabras de pretender quedarse contemplando aquella visión eternamente. Él estaba conmocionado a causa de lo que estaba viendo, pero, al mismo tiempo, no quería volver a emprender su actividad ordinaria, así pues, Jesús tenía muchos enemigos jurados, los cuales también despreciaban a quienes decían de sí que creían las palabras del nuevo Profeta. Pedro estaba casado, pero, por causa de Cristo y del mensaje de salvación, vivía lejos de su familia, pues recorría Palestina, junto al Mesías y sus compañeros, predicando y haciendo las obras de Dios.
8. Desde la nube que cubrió a los protagonistas del episodio de la Transfiguración de Nuestro Señor, Dios Padre dijo: (MT. 17, 5).
¿Por qué desea Nuestro Padre común que escuchemos y obedezcamos a Jesús? Isaías nos responde esta pregunta en los términos que siguen: (IS. 42, 1).
La voz de Dios también se hizo presente en el Bautismo de Jesús, cuando el Espíritu Santo, adoptando la forma corporal de una paloma, se posó sobre el Mesías, y el Padre dijo: (MT. 3, 17).
9. Los discípulos, cuando vieron a Jesús transfigurado, y a Moisés y a Elías redimidos, tuvieron miedo, pues ellos creían que, al ser pecadores, deberían haber muerto, por haber tenido la dicha de contemplar a Dios, pues, la justicia del Altísimo, debería haberlos fulminado instantáneamente. Jesús no quería que ellos tuvieran miedo, así pues, los animó, y les pidió que, hasta que Él hubiera vencido la muerte, que no dieran a conocer la experiencia que habían tenido en el monte Tabor, pues no quería publicitarse como milagrero.
José Portillo Pérez.
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