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Algún día veremos cómo Dios les hará justicia a sus fieles hijos. (Meditación de la primera lectura de la vigilia de la Natividad del Señor).

   Meditación.

   1. Algún día veremos cómo Dios les hará justicia a sus fieles hijos.

   Meditación de IS. 62, 1-5.

   Estimados hermanos y amigos:
   Durante el tiempo de Adviento, la Iglesia, como novia que espera el día de su boda, o como madre que espera el nacimiento de su primer hijo, ha esperado la llegada del día del Nacimiento de su Salvador. El veinticinco de diciembre es el día profetizado en IS. 7, 14 desde el punto de vista de los lectores del Nuevo Testamento. Este es el preludio de la Pascua sin ocaso. Este es el día en que, el Nacimiento del Emmanuel (MT. 1, 23), simboliza la Pascua eterna, en que la tierra conocerá un periodo de tiempo sin fin, en que la humanidad vivirá sin ser víctima de la miseria.
   Según muchos comentaristas bíblicos, el personaje mencionado en IS. 62, 1, es el primero de los llamados Profetas Mayores. Tal Profeta ha de servirnos de ejemplo a quienes vivimos inspirados en la fe que profesamos, pues nos insta a no permanecer callados en el entorno en que vivimos, precisamente, porque somos víctimas, de una crisis de valores. Isaías nos insta a vivir como verdaderos hijos y siervos del Dios Uno y Trino, mientras esperamos que la justicia de Dios resplandezca, y su salvación brille como antorcha ardiente. Lo que se espera de los cristianos a este respecto, es que conozcamos al Dios Uno y Trino, cumplamos su voluntad, y conozcamos el arte de la oración, según se deduce de MT. 6, 9-15, y de 1 COR. 13, 4-8.
   (IS. 62, 1A). Faltan escasas horas para que empecemos a celebrar el acontecimiento que hemos esperado expectantes durante las cuatro semanas que se ha prolongado el tiempo de Adviento. Quienes hemos meditado la Palabra de Dios sirviéndonos de la Liturgia de la Iglesia durante los Domingos anteriores a la Solemnidad de la Natividad de Nuestro Salvador, hemos recordado, que no aprenderemos a interpretar la Palabra de Dios exclusivamente en nuestro beneficio, pues deseamos ser predicadores de fe y justicia, ora en nuestro entorno, ora en cualquier parte del mundo, bien presencialmente, o bien sirviéndonos de los medios de comunicación, que podamos utilizar, para cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre, de evangelizar a la humanidad.
   El Profeta Isaías nos dice, en el texto que estamos considerando, las palabras que encontramos en IS. 62, 1A. ¿Cuál es la causa por la que podemos compartir la fe que nos caracteriza, con nuestros familiares y amigos, y con quienes estén dispuestos a conocerla y aceptarla? Tal causa, es el amor que sentimos por Nuestro Dios, cuyo conocimiento queremos que se extienda por toda la tierra, y el amor que sentimos por nuestros prójimos los hombres, pues ellos también son parte de la ciudad de Dios, esa Jerusalén celestial, por cuyo amor el Profeta Isaías se jugó la vida, sabiendo que, al estar de parte de Dios, no tenía nada que perder, pero sí tenía mucho que ganar. Isaías indicó dos veces que el amor que sentía por la ciudad de Dios le impidió dejar de predicar, para subrayar cuál es el motivo que lo movía a sufrir lo que le fuera necesario, con tal de extender, todo lo que pudiera, su conocimiento de Yahveh.
   ¿Amamos a Dios como amó el Profeta Isaías a Nuestro Padre común?
   ¿Hasta cuándo les anunciaremos el Evangelio a quienes quieran oírnos? (IS. 62, 1B).
   En el lenguaje bíblico, la justicia, tal como la entendemos nosotros, equivale a la segunda acepción del significado de dicha palabra, pues, el primer significado, es el de la fe. Isaías nos invita a predicarles el Evangelio a nuestros oyentes y lectores, hasta que la fe de los mismos, y su capacidad de practicar la justicia, resplandezcan, para que, la salvación con que Dios compensará el amor que han de sentir por Él, brille como una antorcha.
   El texto que estamos considerando, se refiere, -en el campo de la Escatología-, al estado en que vivirán los elegidos de Dios cuando nuestra tierra sea el Reino de Nuestro Santo Padre. Es esta la razón por la que el Profeta nos sigue diciendo las palabras que encontramos en IS. 62, 2.
   ¿Ven nuestros prójimos los hombres nuestra justicia?
   ¿Se percatan quienes nos conocen de que actuamos impulsados por la fe que nos caracteriza, y de que hacemos el bien, no sólo porque ello es bueno y grato a nuestros ojos, sino que también lo hacemos para cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre?
   Los reyes del mundo verán la gloria de los hijos de Dios, la cuál será mayor que la gloria de quienes hayan acumulado más riquezas, a lo largo de la Historia. Tal gloria se refiere al hecho de que viviremos en un mundo en que no existirá el sufrimiento en ninguna de las formas en que se manifiesta actualmente.
   Para los hebreos, el hecho de conocer el nombre de una persona, significaba tener cierto dominio sobre la misma. El hecho de que Dios nos dará un nombre nuevo a sus creyentes cuando concluya plenamente la instauración de su Reino entre nosotros, significa que seremos el pueblo de su propiedad, una familia que vivirá totalmente consagrada (dedicada a cumplir la voluntad divina) a su Creador.
   (IS. 62, 3-5). Durante las semanas que se prolonga el Adviento, la Iglesia nos insta a recordar las dos venidas de Jesús a este mundo. La Eucaristía de la Vigilia de Navidad, nos recuerda la esperanza que tenemos en que Jesús vuelva a encontrarse con nosotros, para que así, las tres celebraciones eucarísticas siguientes de esta Solemnidad -la Misa de medianoche, la Eucaristía de la aurora y la Misa del día-, nos ayuden a visualizar el día del retorno de Nuestro Salvador, que aguardamos con fe. De la misma manera que vamos a celebrar el Nacimiento de Jesús, llegará el día en que el Señor venga a nuestro encuentro, para hacer de la tierra su Reino. En la Profecía de Isaías, se nos describe el citado día en términos escatológicos, indicándosenos que viviremos en un mundo purificado del pecado, en que no existirá el sufrimiento.
   (IS. 62, 11-12). La salvación divina viene acompañada del salario con que Dios ha prometido vivificar a los hombres, de la paga correspondiente a la fe que todos tenemos en Nuestro Santo Padre, y de las obras benéficas que hemos llevado a cabo, porque, el primer Obispo de Jerusalén, escribió en su Carta -o Epístola- bíblica, las siguientes palabras, que encontramos en ST. 2, 15-18. Es interesante el reto que les propone Santiago a quienes dicen que no nos es necesario hacer el bien para ser salvos. Es verdad que Dios nos salvará porque nos ama, y no lo hará por causa de nuestras obras benéficas, pero, si no hacemos el bien, ¿cómo podremos demostrar la fe que nos caracteriza?
   ¿Cómo podrá demostrarle un hijo a su padre enfermo que lo ama, si no lo socorre cuando más lo necesita?
  ¿Cómo hace Dios que su Palabra se oiga hasta los confines de la tierra? Dios se sirve de la Biblia para difundir su Palabra, así como también lo hace de sus predicadores, de la naturaleza, y de nuestras circunstancias vitales. Si verdaderamente deseamos conocer a Dios, cualquier cosa que nos suceda, será interpretada como un intento de Nuestro Santo Padre, de acercarse a nosotros.
   Por la fe que nos caracteriza, creemos que somos el "Pueblo Santo de Dios", los "Rescatados de Yahveh", porque Jesús nos redimió mediante su Pasión, muerte y Resurrección, los hijos de la ciudad divina conocida como "Buscada" por el Señor, quien tanto se ha esforzado en convertirnos a su Evangelio de salvación, y la "Ciudad no Abandonada de Yahveh", a pesar de nuestras infidelidades.
   ¿Tenemos dificultades?
   ¿SE nos debilita la fe por causa de la preocupación que nos causan los problemas que tenemos?
   Isaías nos dice a los habitantes de la futura Jerusalén celestial, -la cual será la capital del mundo-, que "no se dirá de ti jamás abandonada", porque, aunque tarde en socorrernos, con tal de probar la fe que tenemos en Él, Dios nos dice, por medio del Salmista, las siguientes palabras: (SAL. 37, 23-25. 27, 7-10).
   Somos los hijos de una Tierra Santa de la que no se dirá jamás "Desolada", porque el Señor no permitirá que seamos probados por el sufrimiento, más allá de la fuerza que tenemos para soportarlo, así pues, San Pablo, nos dice, las palabras que leemos en 1 COR. 10, 13.
   Esperamos que llegue el día en que el Señor nos llame "Mi Complacencia", porque cumpliremos cabalmente su voluntad, la cual consiste, en que alcancemos la felicidad, viviendo en su presencia. Esta es la razón por la que, San Pedro, nos instruye, y conforta, en los siguientes términos: (1 PE. 2, 5). San Pedro nos dice que somos piedras vivas del edificio de la Iglesia, en el sentido de que, al realizar nuestra vocación, contribuimos al mantenimiento de la institución fundada por Nuestro Señor.
   Somos una raza sacerdotal consagrada a Dios, porque Él nos ha destinado a que vivamos cumpliendo su voluntad.
   Los sacrificios que le ofrecemos a Nuestro Santo Padre por medio de Jesucristo, son todo lo que hacemos en el mundo como cristianos, sabiendo que ello obedece al cumplimiento de la voluntad del Dios Uno y Trino.
   Somos los hijos de la ciudad "Desposada" con el Señor, porque, en la Biblia, las relaciones existentes entre Dios y sus creyentes, son equiparadas a las relaciones matrimoniales. La Parusía -o segunda venida de Nuestro Salvador al mundo-, y la conclusión plena de la instauración de su Reino entre nosotros, son las bodas que aguardamos, el compromiso matrimonial que nos unirá a Dios, a quien le permaneceremos fieles, sin volver a pecar, y sin volver a ser víctimas del sufrimiento.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com