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La gran paciencia. (Meditación para el Domingo IV de Adviento del Ciclo B).

   Meditación.

   La gran paciencia.

   1. Preparémonos para dar a conocer a Jesús, el Verbo encarnado.

   Este es el último Domingo del tiempo de Adviento, así pues, cuando faltan muy pocos días para que celebremos el Nacimiento de Nuestro Hermano y Señor, nos preguntamos: ¿Cuál fue la razón por la que vino Jesús al mundo?
   Sabemos que Jesús en ciertas ocasiones curó a enfermos a los que les ordenó que no difundieran los milagros que hizo en beneficio de ellos (MC. 1, 40-45, etc.). Al interpretar las citadas órdenes mesiánicas, pensamos que el Hijo de María no quería publicitarse como curandero ni granjearse el afecto de las multitudes de desvalidos que, en lugar de ver en Él al Hijo de Dios que había venido al mundo a consolarlos, podían pensar que era un mago capacitado para resolver sus problemas, pero, antes de pensar en otra razón cierta al recordar dichas prohibiciones de Nuestro Señor, creo que podemos pensar en la forma que el Mesías curaba a los enfermos, alimentaba a los pobres, y aconsejaba a quienes no sabían cómo reaccionar ante determinadas situaciones. Cuando vamos a la consulta de un médico o acudimos en busca de ayuda a un centro de beneficencia -o de servicios sociales-, los profesionales que nos atienden, intentan solucionar los problemas que les planteamos según la medida de sus posibilidades, pero, cuando Jesús favorecía a alguna persona, no sólo exterminaba una de sus carencias, pues, además, la beneficiaba en todos los aspectos, por consiguiente, a mí que soy ciego (os escribo utilizando un sintetizador de voz instalado en mi PC y un teclado normal de ordenador) me curara Jesús en este preciso instante en que os estoy escribiendo esta meditación, tendría que estar preparado para decirle al mundo que Nuestro Señor me ha sanado milagrosamente.
   ¿Estaban preparados los enfermos a los que curó Nuestro Señor para decir de sí mismos que eran cristianos?
   ¿Estaban aquellas personas preparadas para afrontar las dificultades que en aquel tiempo significaba el hecho de seguir a Jesús?
   Aprovechemos los últimos días del Adviento para recordar, a través de las lecturas eucarísticas de este periodo litúrgico, algunas de las promesas del Antiguo Testamento relacionadas con la venida y la vida de Jesús, pues ello será para nosotros una garantía de que, de la misma forma que se han cumplido muchos anuncios bíblicos, Dios cumplirá todo lo que nos ha prometido (NÚM. 23, 19).

   2. El fruto de la espera.

   Recuerdo que cuando tenía cinco años le pedía a mi madre que me dejara salir de casa para jugar con un grupo de niños que eran mayores que yo, pero, ella, previendo que al ser ciego me podría suceder algo en la calle como tener una caída dolorosa, me decía que aún era muy pequeño para salir de casa, sin que ella o mi hermana mayor me acompañaran. Cuando tenía ocho años, quise recibir a Jesús por primera vez como iban a hacerlo mis amigos y porque mi hermana había hecho lo propio cuando tuvo esa misma edad, pero tenía la doble dificultad de que no estaba en tercero de la E. G. B. como mis amigos de la escuela, y mis padres decidieron impedir que me viera obligado a asistir todos los Domingos a la Eucaristía porque no tenían a quien me acompañara al templo parroquial, y porque aquél año tenían que aprovechar una abundante cosecha de aceitunas, con la cuál ganaron una respetable cantidad de dinero. Casualmente una feligresa de la iglesia se compadeció de mí, y habló con el sacerdote, el cuál, al verme ciego y mal vestido, sólo me exigió que me aprendiera el Padre nuestro, el Ave María, y el Credo, si ello no me suponía un gran esfuerzo. La hija de la citada feligresa que aquél año recibió al señor conmigo, se encargó de acompañarme siempre al templo. En pocos días llegué a ser el niño más aventajado del grupo de catequesis.
   Cuando fui adolescente y necesité trabajar para poder abrirme camino en la vida, tener amigos y evitar el hecho de vivir de por vida confinado en una habitación pequeña en casa de mis padres, me di cuenta de que, el hecho de ser ciego, me iba a ser muy difícil para desenvolverme, no porque estaba incapacitado para ello, sino porque la sociedad española aún no nos ve a los ciegos como personas aptas para trabajar, por consiguiente, tuve que esperar más de cuatro años para que se me concediera la venta del cupón pro ciegos de la ONCE.
   Cuando empecé a trabajar en diciembre del año 1998, pensé en la posibilidad de conocer a una mujer con la que poder formar una familia, ya que había considerado muy difícil la posibilidad de ser sacerdote, porque los religiosos a los que les hablé de mi deseo de consagrarme a Dios, me dijeron que para mí sería prácticamente imposible el hecho de estudiar en un seminario. A partir del día en que empecé a trabajar, tardé cinco años y seis meses en poder casarme. Con respecto a lo que creí que era mi vocación sacerdotal, la misma semana en que empecé a trabajar, asistí a un retiro vocacional de tres días, en el que me di cuenta de que debía ser evangelizador de todo el mundo, y no limitarme al número de asistentes de la iglesia a la que me hubieran podido enviar mis superiores en el caso de haber llegado a ser religioso. La vida me ha enseñado que, cuanto más me abro al mundo, a veces, el mundo también se me abre.
   En este Domingo de Adviento consagrado a la Encarnación del Verbo de Dios, que también conocemos como Domingo prenatalicio mariano, nos encontramos con la fe de una mujer en  expectante espera, la cuál, a pesar de que se le comunicó que sería la Madre del Hijo de Dios, y también a pesar de que no sabía lo que su prometido iba a pensar de la revelación divina que le hizo Dios por medio de San Gabriel, ya que tenía la autoridad legal necesaria para apedrearla por haber cometido supuestamente adulterio contra él (LV. 20, 10), no desconfió de Nuestro Padre común. Yo tuve que pulir mi fe trabajando en una iglesia muy pequeña y prácticamente abandonada como catequista de niños y ayudante de las madres que se veían forzadas a ser catequistas para que el sacerdote no impidiera que sus hijos recibieran a Jesús por primera vez, y tuve que oír muchas veces preguntas como éstas:
   "Si Dios cura a los enfermos, ¿por qué estás tú ciego?".
   "Si verdaderamente Dios tiene poder para resucitar a los muertos, ¿por qué no hace que mi madre recupere la vida?".
   Es triste el hecho de que muchos católicos se hagan preguntas sin procurar obtener respuestas satisfactorias a las mismas, y, aquellos que quieren buscarlas, en muchas ocasiones, caen en manos de líderes sectarios, cuyas intenciones para con ellos, consisten en quitarles todo el dinero que tienen, y abandonarlos cuando los vean pidiendo limosna.
   (GÁL. 5, 22-23). Recordemos el significado de los citados dones -o dádivas- del Espíritu Santo, con el fin de pensar en la utilidad de los mismos.
   Según el Diccionario de la R. A. E., El amor es un "sentimiento del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser".
   ¿Quién no necesita recibir el calor propio del amor de sus familiares y amigos?
   A pesar de que sabemos que Dios nos ama mucho, si tenemos necesidad de algo, esa necesidad consiste en sentirnos más amados por Nuestro Padre común, así pues, si por la fe nos sentimos amados por el Señor, los Sacramentos, -signos del amor de Dios-, son las muestras de cariño divinos que impiden que nuestra fe se debilite. Los niños pequeños esperan con una gran ilusión los regalos que les traerán los Reyes Magos. Ellos ya deben haberles escrito y enviado sus cartas a Sus Majestades de Oriente, y deben estar pensando en dejarles unos dulces junto al portal de Belén o bajo el árbol de Navidad en agradecimiento por dichos regalos. Nosotros, imitando la ilusión de nuestros pequeñuelos, estudiamos mucho antes de recibir los Sacramentos, pues si los mismos son demostraciones de amor divino, no dejan de ser nuestro compromiso de dar testimonio de la fe que profesamos, para aumentar el número de hijos de la Iglesia.
   La R. A. E. también dice en su diccionario con respecto al amor, que el mismo es un "sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear". ¿Nos sentimos más completos cuando en lugar de contemplar nuestras tareas como obligaciones pensamos que las mismas son necesidades que nos ayudan a crecer?
   La alegría es un “sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores”. También decimos que la alegría se manifiesta a través de “palabras, gestos o actos con que se expresa el júbilo”. Decimos que las personas graciosas y activas se caracterizan por un positivismo que las convierte en la alegría de sus hogares. Somos cristianos, y por ello suponemos que estamos alegres por causa de lo que somos actualmente y también ateniéndonos a la esperanza que tenemos en el cumplimiento de las promesas de Dios referentes a la completa instauración de su Reino entre nosotros (SAL. 4, 8-9. 5, 12-13. 13, 6).
   Según la R. A. E., la paz es el “sosiego y buena correspondencia de unas personas con otras, especialmente en las familias, en contraposición a las disensiones, riñas y pleitos. Reconciliación, vuelta a la amistad o a la concordia. Virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación y las pasiones. Genio pacífico, sosegado y apacible”. Las personas apacibles no se caracterizan porque se dejan dominar por todo el mundo, pues son asertivas, -es decir, conocen perfectamente los límites de sus derechos y sus obligaciones-.
   La tolerancia es el “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. Ciertamente, si yo quiero que en mi ambiente se toleren mis creencias de cristiano, toleraré a quienes no comparten mis ideas, pero, ¿tengo que respetar las creencias que se oponen a mi fe, aunque las mismas atenten contra la vida humana, como lo son el aborto y la eutanasia? Aunque no puedo respetar esas creencias, debo tolerar a quienes las sostienen, e intentar hacerlos cambiar gradualmente. Es cierto que tengo prisa porque no quiero que mueran más inocentes por causa de la desesperación de los enfermos, o de la depresión de quienes se creen incapaces de criar a sus hijos o simplemente recurren a esos medios porque no quieren complicarse la vida cuidando ni a niños ni a enfermos, pero ello no me autoriza a ser agresivo, sino paciente, porque, cuanto más agresivo sea aunque lo haga con la intención de evitar muertes innecesarias, menos se respetarán mis creencias, y yo mismo estaré fortaleciendo contra Dios a los propagadores de los citados crímenes.
   Según la R. A. E., las personas amables son afables, complacientes y afectuosas, y, por ello, son dignas de ser amadas, no obstante, en esta vida todo tiene límites, dado que yo no puedo complacer a quienes me piden que, al menos una noche a la semana, por ejemplo, me dedique a embriagarme, si tengo en cuenta que con ese dinero que voy a gastar inútilmente, Cáritas puede ayudar a varias familias.
   Los bondadosos tienen una inclinación natural a hacer el bien, y su genio es apacible. La bondad cristiana sobrepasa la bondad humana, dado que es sobrenatural, -es decir, al igual que todos los dones espirituales, procede de Dios- (SAL. 23, 6).
   Los cristianos leales cumplen la Ley de Dios, -es decir, le son fieles a nuestro Padre común, porque le agradecen lo que ha hecho en favor suyo- (SAL. 12, 2-3).
   Según el diccionario de la R. A. E., la humildad es una “virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”.
   Oremos con el Salmista: (SAL. 25, 4-10).
   El autodominio consiste en reflexionar antes de incumplir la Ley de Dios (1 COR. 3, 3). ¿Significa este hecho que no somos hijos de Dios por causa de nuestra debilidad? Unn Santo Hagiógrafo respondió esta pregunta en los siguientes términos: (HEB. 2, 8-10). No olvidemos el contenido de los dos versículos bíblicos siguientes: HEB. 3, 6, y ROM. 5, 2.
   Concluyamos esta meditación pidiéndole a Nuestro Padre común que nos llene de su Espíritu Santo, con el fin de que podamos vivir cumpliendo su voluntad.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com