Meditación.
2. Afiancemos nuestra fe en el Pastor de Israel.
Meditación del Salmo responsorial (SAL. 79, 2ac. 3b. 15-16. 18-19).
(SAL. 79, 2-3). En todas las celebraciones eucarísticas, la recitación del Salmo responsorial por parte del sacerdote, el diácono o el lector laico, sirve como afirmación del mensaje contenido en la primera lectura, que, con el fin de que los creyentes puedan retenerlo con más facilidad en la memoria, es utilizado para que podamos dirigirnos a Dios, por medio de la ferviente oración.
"Pastor de Israel, escucha", le decimos al Señor Nuestro Dios. Desde que Jesús consumó el sacrificio de nuestra redención y resucitó de entre los muertos, el Cristianismo es el nuevo Israel de Dios, que conserva fielmente la esperanza, de experimentar la plenitud de la salvación.
Dios es el Pastor Supremo de los cristianos, es esta la causa por la que le pedimos que escuche nuestras oraciones, porque queremos manifestarle nuestro amor, y porque necesitamos que haga lo que no podemos hacer por nuestros propios medios.
El Señor Nuestro Dios, en el pasado, guió a los descendientes de los grandes Patriarcas de Israel en su peregrinación, de la misma forma que los pastores guían sus rebaños. Es esta la razón por la que leemos en el texto sagrado: (SAL. 79, 2).
Los ángeles se dividen en nueve coros, -los cuales constituyen la corte celestial-, y cada uno de dichos coros tiene asignada una actividad diferente. Los querubines son los encargados de llevar a Dios, sentado en su trono, donde quiera ir.
Es necesario que Dios se vea resplandeciente en su trono, es decir, creemos que llegará el día en que nos alegraremos de ver a Dios rodeado de su gloria, ejerciendo su realeza sobre nosotros. Esto es lo que esperamos que suceda cuando la humanidad acepte plenamente a su Creador.
De la misma forma que el Salmista le suplicó a Yahveh su compasión (SAL. 79, 3). Nosotros también esperamos, -por causa de la fe que nos caracteriza-, que llegue el día en que, al concluir la instauración de su Reino entre nosotros, Dios extermine las miserias que azotan a la humanidad, para que así podamos alcanzar la plenitud de la dicha, viviendo en su presencia.
Pidámosle a Dios, -quien es el Santo de los Santos-, que se vuelva hacia nosotros, y cuide la viña que plantó su mano derecha, -es decir, que nos conceda lo que, por la fe que tenemos, nos hace anhelar constantemente-.
(SAL. 79, 15-16). Que el Señor nos vea desde el cielo y se vuelva compasivamente hacia nosotros.
Que el Señor nos visite cuando llegue el tiempo en que la tierra sea su Reino, y cuide de nosotros, concediéndonos lo que ni siquiera nos atrevemos a pedirle.
Si cumplimos la voluntad de Dios, Él nos cuidará durante los años que vivamos, y, cuando concluya la instauración de su Reino entre nosotros, nos concederá la vida eterna.
(SAL. 79, 18). El pueblo cristiano está representado por Jesucristo, quien, desde que resucitó de entre los muertos y fue ascendido al cielo, permanece a la derecha de Nuestro Santo Padre como Hombre perfecto, porque ese es el lugar de honor, que Dios le reservó a Nuestro Redentor. Esta es la razón por la que, Nuestro Señor, le dijo a nuestro Santo Padre en oración, durante la celebración de la última Cena, las palabras contenidas en JN. 17, 20-24.
Que la mano de Dios esté sobre los descendientes de Adán, el primer hombre que, según la Biblia, fue creado por Dios, -es decir, que el Señor se compadezca de nosotros, nos fortalezca con sus dones y virtudes en esta vida, y nos conceda la plenitud de la salvación-.
(SAL. 79, 19). Después de conocer al Señor, -o de habernos vuelto hacia Él después de haber dejado de creerle temporalmente-, nos comprometemos a no apartarnos más de su presencia, -es decir, adoptamos el firme y constante compromiso de no dejar de cumplir su santa voluntad, especialmente cuando no la comprendamos, e incluso nos parezca injustificable, en atención a nuestros puntos de vista humanos.
Si no nos apartamos del Señor, si cumplimos fielmente los Mandamientos que nos sirven de vía para ser santificados, Él nos dará la vida eterna, y nosotros invocaremos su Santo Nombre, para agradecerle el bien que nos ha hecho, para pedirle que nos conceda lo que no podemos obtener por nuestro medio, y para darlo a conocer a nuestros prójimos los hombres, para quienes también deseamos que tengan la fe que nos caracteriza, con tal de que puedan ser salvos (SAL. 35, 18).
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com