Meditación.
Vivimos muy deprisa, y por ello no podemos percibir la presencia de Dios, en nuestra vida, ni en el medio en que vivimos.
Trabajamos hasta sentirnos agotados. En el caso de que seamos ricos, debemos mantener la posición social que hemos alcanzado, y, si somos pobres, tenemos que hacer lo posible, para mantener nuestra fuente de ingresos, que tan necesaria nos es, para poder mantener, a quienes constituyen el principal motivo, por el que siempre tenemos fuerza, para luchar, incansablemente.
Nuestra vida está perfectamente programada. El tiempo que les dedicamos a nuestros familiares está perfectamente calculado, difícilmente nos vemos con nuestros amigos, y, básicamente, vivimos para trabajar, incansablemente.
A través de los medios de comunicación, cuando queremos saber lo que sucede en el mundo, vemos a quienes más sufren, por su pobreza, enfermedades, y aislamiento social. Obviamente, no queremos que haya gente que sufra tanto, pero, cuando nos proponemos hacerle un donativo a alguna O. N. G. que se ocupe de solventar las carencias de quienes más sufren, como tenemos tantas cosas que hacer, sin darnos cuenta de ello, nuestro buen propósito de prestar una pequeña pero valiosa ayuda, muchas veces queda involuntariamente anulado.
Recuerdo que, cierto día, cuando ejercía mi trabajo de vendedor del cupón de la ONCE en un pueblo axarqueño llamado Algarrobo Costa, cierto testigo de Jehová le preguntó a un señor, a quien intentaba colocarle una de sus revistas: ¿No le gustaría vivir en un mundo en que no exista el sufrimiento?
El buen hombre, después de llevar más de seis meses sin encontrar trabajo, le preguntó a su interlocutor: ¿Le parece poco lo mal que me va en esta vida, para que me ponga a pensar en otra que, con lo desgraciado que soy, seguramente será peor que la presente?
Esta anécdota me recuerda que son muchos los que imaginan que la vida de los redimidos será similar a nuestra existencia actual.
Hace muchos años, conocí el caso de una señora a la que un predicador quería convencer de la existencia de la vida eterna, que me impactó. Cuanto más se esforzaba el predicador en presentarle la vida eterna como la plenitud de la felicidad que añoramos, la señora insistía más en que no quería vivir. Por mi parte, creyendo que la buena señora quería quitarse al predicador de encima, no le hice caso al pesimismo con que le habló a su interlocutor, pero, años después de que ambos mantuvieran aquella conversación, intentó suicidarse en varias ocasiones.
En el Evangelio que hemos considerado, hemos visto cómo los saduceos le tendieron una trampa a Jesús, exponiéndole la historia, de una mujer, que se casó y quedó viuda, nada menos, que, siete veces. Según los opositores del Mesías, en el caso de que acontezca la resurrección de los muertos, cuando resuciten la viuda y sus siete maridos, ¿con cuál de ellos deberá vivir, si se entiende que la Ley de Moisés les prohibía a tales judíos repartirse a la misma mujer, por ser hermanos? La historia que los saduceos quisieron que fuera una trampa para burlarse tanto de Jesús como de los fariseos, contiene una interesante enseñanza, para los cristianos. No equiparemos la realidad del cielo con las realidades características de nuestra vida.
Digámosles a nuestros prójimos los hombres que queremos salvarnos, pero no queremos estar en la presencia de Nuestro Padre común, si ellos no nos acompañan. Cuanto más ayudemos a los carentes de dádivas espirituales y materiales a superar su situación actual, demostraremos con más credulidad, que, la resurrección de los muertos, existe realmente.
Las lecturas correspondientes a la Eucaristía que estamos celebrando aumentan nuestra esperanza con respecto a que llegue el día en que se cumpla nuestro sueño de poder ver a Dios sin que medie entre Nuestro Padre común y nosotros el espejo de la fe. Cuando acontezca la Parusía o segunda venida de Jesús y Nuestro Señor concluya la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros, no necesitaremos orar por nuestros seres queridos ni que ellos intercedan ante Nuestro Criador por nosotros, porque el Todopoderoso será visible a nuestros ojos. San Juan apoya esta meditación en su Evangelio (JN. 16, 26-27).
El Sagrado Hagiógrafo escribió en su revelación de la Historia Sagrada un texto muy significativo (AP. 21, 3-4).
El estado actual que vivimos es un eminente signo de los tiempos que nos hace esperar el retorno de Nuestro Señor. Jesús nos transmite un interesante mensaje, a través del Apóstol San Mateo (MT. 16, 3).
Pienso que las enfermedades y la pobreza son las pruebas más claras que nos harán aceptar la realidad divina cuando Nuestro Señor cambie la miseria de muchos por la felicidad que merecen quienes, sin pretenderlo, se han convertido en los más eficaces signos que, cuando Dios lo crea oportuno, harán que quienes más se niegan a creer en Él, caigan de rodillas ante el Señor, según escribió San Pablo en una de sus Cartas (FLP. 2, 10-11).
Entendemos que Dios convierte en los ejemplos mediante los que se manifiesta su fuerza salvífica a quienes se entregan a su servicio voluntariamente, pero nos duele el hecho de comprender la causa de que Nuestro Padre se apropie de la vida de los enfermos, de los pobres y de los desamparados, sin que ellos se lo permitan libremente. Hemos de tener presente que Nuestro Santo Padre sabe por qué, cómo y cuándo ha de proceder en conformidad con nuestra salvación, de la misma forma que sabemos que los estados que erróneamente llamamos adversos y que atañen a nuestra vida, nos son necesarios, cuando nuestra soberbia -o la incredulidad de que alardeamos-, nos impiden rendirle el culto que le debemos con nuestro amor, nuestra inteligencia y nuestra fuerza. Cuando comprendemos el misterio de Dios en conformidad con nuestra capacidad de razonar, podemos constatar con el lento transcurso del tiempo, que nuestra vida se transforma lenta y eficazmente en cumplimiento de la voluntad del Dios Salvador. Como Nuestro Señor se ha apropiado de la vida de muchos de nuestros hermanos impidiéndoles realizarse de la misma manera que lo hace la mayoría de la gente desde nuestro punto de vista, les ha permitido a los tales alcanzar una perfección que les es desconocida y extraña a quienes nunca le dedican el tiempo que Nuestro Padre común requiere de ellos para infundirles conocimientos vitales y espirituales. Jesús nos dice con respecto a los pobres y enfermos, las palabras recogidas en Lc. 12, 48.
¿Qué se les puede pedir a los enfermos terminales?
¿Qué se les puede exigir a quienes se saben en desventaja en todos los campos con respecto a quienes les rodean?
A estos hermanos se les piden dos cosas muy difíciles que son, a saber: que tengan fe, y que sean para nosotros modelos de creyentes. Quienes se dedican a investigar la vida de San Pablo, al leer las descripciones de las diversas enfermedades que le azotaban que hizo en algunas de sus Epístolas, concluyen que el citado siervo de Dios tenía epilepsia. Pablo de Tarso les escribió a los cristianos de la comunidad eclesiástica romana unas palabras que pueden servirnos para concienciarnos más del cuidado y amor que hemos de manifestarles a los más desprotegidos del mundo, considerando la repercusión que sus oraciones tienen en la presencia de Dios (ROM. 5, 2).
Antes de ser martirizado, nuestro querido Pablo le escribió a su colaborador el Obispo Timoteo, las palabras que leemos en 2 TIM. 4, 5.
Quiero proponeros que no descansemos hasta que los más desvalidos de nuestro mundo se gocen escuchando las conocidas y añoradas palabras de Jesús, recogidas en MT. 11, 28-30.
Cuando Jesús fue ascendido al cielo, sus discípulos se quedaron henchidos de emoción y tristeza al ver cómo su Señor desaparecía entre las nubes. Dos ángeles les hablaron con la intención de que iniciaran su obra evangelizadora (HCH. 1, 11).
Entre nosotros hay muchos hermanos que viven con los pies muy firmes en el suelo, de manera que trabajan tanto en favor de sus prójimos que no oran nunca. Con el paso del tiempo la fe de ellos se debilita, de la misma forma que se enfrían las relaciones de los hijos que no les hablan a sus padres y viceversa.
También tenemos hermanos que oran demasiado, de manera que no se acuerdan de que sus familiares carnales y cristianos necesitan de ellos para solventar sus carencias. Muchas veces tenemos la tentación de basar nuestra fe en la utopía respecto de que el Evangelio nos asegura la eternidad junto a Dios obviando nuestros compromisos cristianos.
Isaías escribió en su Emmanuel (Dios con nosotros) con gran énfasis, el texto que podemos leer, en IS. 40, 15. 62, 1.
Vamos a pedirle a Nuestro Padre y Dios que su Santo Espíritu de quien Jesús dijo en la celebración de la última Cena que es nuestro "abogado" (JN. 16, 7) nos infunda la fe y el amor que necesitamos para que se cumplan en nosotros las palabras con que Pedro se atrevió a hablar de los miembros del Colegio de los Apóstoles después de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés (HCH. 2, 32).
joseportilloperez@gmail.com
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