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Reportaje sobre el pecado. (Domingo XI del Tiempo Ordinario del Ciclo C).

   Reportaje sobre el pecado.

   Introducción

   Estimados hermanos y amigos:

    Como todos sabemos, la Iglesia nos imparte la enseñanza de la Palabra de Dios en tres ciclos anuales, en los cuales se nos dan muchas oportunidades, tanto para comenzar una nueva vida, como para que hagamos adecuadamente lo que en el pasado hicimos cometiendo errores, etcétera. Esas oportunidades se nos ofrecen de un modo muy especial en el Adviento, la Cuaresma y la Pascua de Resurrección.

    Durante los citados periodos de tiempo, tratamos profundamente un tema por cuya errónea visión algunos de nuestros hermanos sufren mucho porque no se sienten muy amados por Dios, mientras que cada día son más los que intentan ignorar el mismo, porque les resulta desagradable, ya que, si lo aceptan, deben someterse a prácticas que los inclinen a purificarse. Ese tema es el pecado.

   Tal como recordamos en la Solemnidad del Corpus Christi, se ha extendido demasiado la creencia de que nos basta creer en Dios para alcanzar la salvación, lo cual es una verdad a medias, ya que, para poder vivir en la presencia de Nuestro Padre común, nos es necesario rechazar el pecado.

   En esta ocasión, con la intención de profundizar con respecto a este tema tan polémico, os envío un estudio bíblico sobre el pecado, que espero que os sea provechoso, especialmente a quienes predicáis la Palabra de Dios, en entornos en los que éste tema es tenido como una manía de fanáticos religiosos de quienes hay que apartarse.

   1. Definición del pecado.

  En el Catecismo de la Iglesia Católica, leemos:

   "El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia" (CIC. n. 386).

   El pecado consiste en vivir de espaldas a Dios incumpliendo todos los preceptos que han sido dispuestos por Nuestro Padre común con tal de que podamos ser purificados y seamos alcanzados posteriormente por la salvación. En otras palabras, podemos decir que el pecado consiste en oponer el cumplimiento de nuestra voluntad al cumplimiento de la voluntad de Nuestro Padre común.

   "... Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente" (CIC. n. 387).

   En la Biblia se utilizan varias palabras para definir el pecado, de las cuales, -a modo de ejemplos-, os cito los términos "iniquidad" y "maldad", de hecho, el término griego "anomia", se traduce al castellano como desorden, porque el pecado, -en sí mismo-, constituye el rechazo de Dios, y, por lo tanto, el desprecio de la voluntad y de la Ley del Todopoderoso. Esta definición del pecado la extraemos del siguiente versículo de la primera Carta de San Juan: (1 JN. 3, 4).

   La citada definición del pecado es válida, si tenemos en cuenta que, aunque no vivimos bajo la Ley de Moisés en el sentido estricto de que nuestra salvación no depende exclusivamente del cumplimiento de los Mandamientos de la misma, aquellos de cuyos preceptos aún siguen siendo vigentes, han sido dispuestos para que aceptemos a Nuestro Padre común.

   Siempre se ha asociado la existencia de la muerte al pecado de los hombres, así pues, San Pablo escribió, las palabras expuestas en ROM. 5, 12. El hombre al que se refiere San Pablo es Adán, -nuestro primer antepasado según la Biblia-, que, junto a Eva, cometió el llamado pecado original, cuyos efectos nos fueron transmitidos, según San Pablo, y, por tanto, la doctrina de la Iglesia.

   ¿Hemos pecado todos los hombres de todos los tiempos, con las excepciones de Jesucristo y de Nuestra Santa Madre?

   ¿Cómo se puede juzgar de la misma forma a los conocedores de la voluntad de Dios y a quienes no conocen a Nuestro Creador?

   San Pablo nos demuestra que Dios nos hace conocer los preceptos esenciales de la Ley divina en el siguiente texto: (ROM. 2, 12-15). Al tener en cuenta la enseñanza paulina que estamos recordando, entendemos que la comisión del pecado fue anterior a la difusión de la Ley de Dios (ROM. 5, 13-14).

   Existe una diferencia entre los pecados de quienes vivieron antes de que se promulgara la Ley de Moisés y los pecados de quienes hemos vivido posteriormente a ese importante acontecimiento histórico. Independientemente de que conozcamos la Ley de Dios, nuestra imperfección humana nos inclina a pecar. El pecado de los conocedores de la voluntad de Dios es más grave que el pecado de quienes desconocen a Nuestro Padre común, por cuanto los primeros transgreden conscientemente los Mandamientos de Nuestro Creador (ROM. 2, 12. 4, 15).

   Cuando hablamos del pecado, hablamos del mal provocado en general por la humanidad, y, cuando hablamos de pecados, hablamos de nuestros incumplimientos personales de la voluntad de Nuestro Creador.

   2. Dios perdona nuestros pecados y condena la iniquidad.

   Los cristianos católicos, cuando reconocemos que somos pecadores, recurrimos al Sacramento de la Penitencia, con el fin de obtener el perdón de Dios. El Espíritu Santo nos hace conscientes de que somos pecadores, según las siguientes palabras de Nuestro Hermano y Señor: (JN. 16, 8-11. ROM. 8, 1-4).

   San Juan nos recuerda que el pecado no fue originado por el hombre en su primera Carta (1 JN. 3, 8-9).

   Es preciso aclarar que, si por debilidad seguimos pecando, ello no indica que hemos dejado de ser hijos de Dios, a no ser que se dé el caso de que queramos dejar de esforzarnos para crecer a nivel espiritual.

   Aunque el hombre no originó el pecado, sí fue el que lo introdujo en el mundo, lo cual tuvo como consecuencia la muerte, así pues, Dios le dijo a Adán en el Paraíso terrenal, las palabras que encontramos en GN. 2, 17.

   Dios le dijo a Adán que, a partir del momento en que le desobedeciera, moriría irremediablemente. Este mandamiento no iba dirigido únicamente al hombre, ya que, en la Biblia, el término Adán, -como veremos seguidamente-, es aplicable tanto a nuestro primer padre como a Eva (GN. 5, 1-2).

   Para explicarles a sus lectores la existencia del mal, los autores bíblicos concibieron la idea de que los hombres somos pecadores por naturaleza, así pues, veamos algunos ejemplos de la aceptación de esta idea que con tanta facilidad puede ser rebatida en nuestro tiempo, dado que se entiende que no todos nuestros errores son causados por la maldad que nos caracteriza: (SAL. 51, 7. 58, 4). 25, 17-18).

   Según los autores de la Biblia, tanto nuestro cuerpo como nuestra alma, son susceptibles de convertirse en instrumentos de pecado (GN. 6, 5. 8, 20-21; MT. 15, 17-19; (GÁL. 5, 19-21; ROM. 7, 4-25; PR. 20, 9; ECL. 7, 20; IS. 53, 6; ROM. 3, 10-24; 1 JN. 1, 8-10).

   Según la doctrina católica, no existe ni un sólo justo con las excepciones de Jesús y de su Santa Madre.

   La Biblia nos demuestra que Jesús no estuvo contaminado por el pecado, en versículos como los siguientes: (HEB. 9, 25-26; 1 JN. 3, 5; 1 PE. 2, 22; 1 JN. 4, 8).

   A pesar de esta verdad, -la cual nos recuerda que Nuestro Padre celestial perdona nuestras transgresiones de sus Mandamientos-, no creamos que el amor característico de nuestro Creador anula la aplicación de su justicia sobre nosotros. Si bien es verdad que Dios perdona a quienes se arrepienten de sus pecados, también es cierto que condena a quienes hacen el mal siendo conscientes del sufrimiento que provocan (ROM. 6, 23).

   Tal como vimos anteriormente en ROM. 5, 12, por cuanto todos hemos pecado, estamos condenados a morir.

   Mientras no aceptamos a Dios, permanecemos muertos por causa de nuestros pecados (JN. 8, 24; EF. 2, 1-2).

   Nos es necesario nacer de nuevo a fin de que Dios nos perdone nuestros pecados y nos haga sus hijos por mediación del Bautismo (JN. 3, 5-6; IS. 59, 1-2).

   Dios nos juzgará, tanto cuando fallezcamos como al final de los tiempos, y tendremos que responder ante Él, hasta de nuestros pensamientos más ocultos (ECLO, 12, 1-18).

   Tal como ha quedado demostrado en este estudio bíblico, a través del sacrificio de Nuestro Señor, Dios nos perdonó nuestros pecados. Al principio de la existencia de la humanidad, Adán acabó con la vida semiperfecta que Dios nos concedió, a través de su desobediencia. Llegado el tiempo de nuestra redención, a través de su Pasión, muerte y resurrección, Jesús nos devolvió la dignidad de hijos de dios perdida por nuestros primeros padres, pagó el castigo merecido por nuestros pecados, y pagó el hecho de que Dios permite que suframos, aunque lo haga, no para pecar, sino para que seamos conscientes del sufrimiento que le ha supuesto el hecho de crearnos libres.

   Es admirable lo que San Pablo nos dice de Cristo en su segunda Carta a los Corintios: (2 COR. 5, 21. IS. 53, 3-10; 1 JN. 2, 1-2; GÁL. 3, 13).

   Dado que nuestra salvación depende de la fe en Dios y en su Hijo y no del cumplimiento de la Ley, el Cordero de Dios nos ha salvado por medio de su Pasión, muerte y resurrección (JN. 1, 29; HEB. 9, 26; 1 JN. 1, 6-7).

   La Eucaristía es el símbolo y recuerdo del Nuevo Pacto -o Testamento- con que Dios se alió con nosotros para salvarnos (MT. 26, 27-28. HCH. 10, 42-43).

   Ya que Dios ha permitido que Jesús muera por nosotros, no seremos tratados en conformidad con el castigo merecido por nuestros pecados (SAL. 103, 8-13; IS. 1, 18. 38, 17. 44, 22; MI. 7, 18-19; JER. 50, 20).

joseportilloperez@gmail.com

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