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Meditación para el Jueves Santo.

      Meditación para el Jueves Santo.

   1. El mandato del amor.

   Siempre he oído decir que nadie puede amarnos como nuestras madres, así pues, ellas nos concibieron, nos dieron la vida, nos hicieron conocer el mundo, nos criaron, nos educaron, y, para hacer de nosotros lo que somos actualmente, sacrificaron muchos años que hubieran podido dedicar a complacer aquellos deseos a los que renunciaron con tal de servirnos. Cuando yo era niño, le escuché a una mujer unas palabras que memoricé, y no sé cuál es la razón por las que las recuerdo todavía. Dichas palabras son las siguientes:

   "cuando yo era niña creía que no podría querer nunca a nadie como quería a mis padres. Cuando conocí a mi marido, pensé que jamás podría amar a ninguna persona como llegué a amar al padre de mis hijos, pero, cuando nacieron mis hijos, comprendí que no podré amar nunca a nadie como los amo a ellos. De mi experiencia concluyo que las personas amamos las novedades que acontecen en nuestras vidas."

   En cierta forma aquella mujer tenía razón, porque todos amamos a nuestros familiares y amigos y nos aferramos en ciertas ocasiones a una ideología, de manera que nos negamos a cambiar nuestra forma de pensar.

   Hoy, Jueves Santo, cuando recitamos o entonamos el Gloria y comenzaron a sonar las campanas indicándonos que comenzábamos a celebrar el santo Triduo pascual, recordamos el mayor ejemplo de amor que ha visto la Historia de la humanidad. Dios concibió desde la eternidad la idea de crear un mundo en que sus hijos los hombres lo amaran, lo sirvieran en sus prójimos y lo obedecieran. Como somos imperfectos y por ello estamos incapacitados para cumplir la Ley de Nuestro criador correctamente, Jesús vino al mundo para sacrificarse por nosotros, con el fin de demostrarnos que Dios nos quiere como somos, aunque ello no significa que hemos de renunciar a perfeccionarnos al ejercitar los dones y virtudes que hemos recibido del Espíritu Santo.

   En el mundo en que los hombres matan para conseguir alcanzar poder, dinero y prestigio, parece absurda la historia del Hijo de dios que se hizo hombre, y se dejó asesinar, siendo inmortal, por amor a su Padre celestial, y a sus hermanos los hombres. Cuando pensamos cuál fue la razón por la que Nuestro señor quiso ser mortal como lo somos nosotros, no entendemos por qué causa renunció temporalmente a su vida, si nuestra existencia es nuestro más preciado don, y no lo queremos perder, porque si no estamos vivos, carecemos del amor de las personas que amamos y del goce de los bienes que poseemos. Tal como vimos el I Domingo del recién concluido tiempo de Cuaresma, cuando Satanás le dijo a Jesús que convirtiera una piedra en pan para alimentarse en el desierto, el Señor le dijo, las palabras expuestas en LC. 4, 4.

   (JN. 13, 1). San Juan nos dice que Jesús sabía que había llegado el tiempo en que tenía que separarse de sus familiares y amigos queridos para ascender al cielo, pero también nos dice que Nuestro Señor amó a quienes le rodeaban hasta el fin, indicándonos que Él era consciente de que, para ser elevado al cielo, tenía que morir, con tal que comprendiéramos que somos el objeto directo del amor de Nuestro Padre común.

   (JN. 13, 2-4). Jesús es Hijo de dios, así pues, Él sabía que tenía el mismo derecho que Nuestro Padre celestial tiene sobre sus criaturas, pero ello no le impidió ceñirse una toalla, echar agua en una jofaina y lavar los pies de sus discípulos, tal como en aquel tiempo hacían los esclavos no judíos -o gentiles- con sus señores.

   (JN. 13, 13). Jesús fue el Maestro de sus seguidores, los cuales, a cambio de recibir su instrucción espiritual, tenían el deber de servirlo como si fueran sus siervos. Teniendo en cuenta esta realidad, ¿por qué se humilló el Mesías ante quienes tenían la obligación de servirlo? ¿Tenía aquel extraño hecho de nuestro Señor algún significado simbólico? (LC. 22, 27).

   (JN. 13, 5-7). Jesús le dijo a Pedro que estaba incapacitado para comprender que Él había venido al mundo a morir por su Apóstol y por todas las personas de todos los tiempos. Pedro no podía imaginar que el gesto de que el Mesías le lavara los pies significaba que él tenía que dejarse redimir por el hijo de María.

   (JN. 13, 8-9). Pedro pensaba de sí mismo que era tan pecador, y que por ello era tan insignificante, que no podía permitir que el Hijo de Dios le sirviera como si fuese su amo. Jesús le dijo a su impulsivo amigo que sus seguidores no tienen ningún mérito al cumplir escrupulosamente la Ley de Dios, pues, si los mismos quieren ser salvos, lo único que tienen que hacer, es dejarse redimir por el Hijo de Dios. Fijaos que existen muchas religiones cuyos devotos adoran a dioses muy exigentes, pero Nuestro Padre común, a diferencia de dichas deidades, sabiendo que no podemos verle, viene a nuestro encuentro, y nos pide que nos dejemos salvar por Jesús.

   (JN. 13, 12-16). Jesús nos pide que sirvamos a nuestros prójimos de la misma manera que Él nos sirvió hasta el punto de sacrificarse para redimirnos.

   2. La eucaristía.

   Todos los domingos y demás días de guardar -o de precepto- asistimos a la celebración de la eucaristía. Quizá conocemos las partes en que se divide la celebración de la Misa, dado que todos los festivos eclesiásticos celebramos el encuentro de Dios con sus hijos los hombres, ora porque deseamos encontrarnos con Nuestro Señor, ora por salvar nuestras almas de las llamas del infierno, o quizás como les sucede a muchos católicos no practicantes, por obligación, pues desean que sus hijos reciban a Nuestro señor eucaristizado para hacer una fiesta. No pasemos por alto el hecho de que si el Nacimiento de Nuestro señor fue muy llamativo para nosotros porque Jesús descendió de su rango hasta hacerse hombre, el Sacramento de la Eucaristía significa que Nuestro Señor se deja sacrificar y resucita en cada ocasión que celebramos el encuentro de dios con sus hijos. Jesús murió una sola vez para redimirnos, pero su sacrificio se actualiza en cada ocasión que celebramos la eucaristía, porque Él sabe que a nosotros nos cuesta un gran esfuerzo aceptarlo plenamente y dejarnos llevar a la presencia de Nuestro Padre común por Él.

   En las celebraciones de la eucaristía le pedimos perdón a Dios porque, aunque sólo pecan quienes desobedecen a Nuestro Padre común conscientemente, por causa de nuestra fragilidad, no siempre hacemos todas las cosas como quisiéramos hacerlas. Cuando confesamos nuestras transgresiones en el cumplimiento de la Ley aunque sea públicamente, tenemos la sensación de que Nuestro Padre celestial nos acoge en su presencia, nos da la oportunidad de seguir superándonos ejercitando sus dones y virtudes, y nos instruye en la interpretación de su Palabra, para que no volvamos a cometer en el futuro las equivocaciones que caracterizaron parte de nuestro pasado.

   Cuando celebramos el encuentro de Dios con los hombres, se nos da a conocer la Palabra de Nuestro padre común, pues sólo si cumplimos su voluntad, creeremos que somos sus hijos amados, por los que Él permitió que Jesús fuera crucificado entre los ladrones Dimas y Gestas, lo cual significa que Nuestro señor estuvo en el mundo tan indefenso como lo estamos nosotros, de forma que no podemos acusar a dios de que es muy exigente porque desconoce el dolor y la incertidumbre que asolan la vida de muchos de nuestros hermanos.

   Al meditar sobre este Sacramento, no hemos de olvidarnos de los ministros que han sido capacitados para actualizar el sacrificio de Nuestro Señor. Agradezcámosles a los ministros de Cristo lo que el hecho de haberse consagrado a Nuestro Padre común para servir a las almas que les han sido encomendadas por la Iglesia significa, a fin de que las mismas conozcan a Dios y obtengan la salvación de Nuestro Padre común. Quiero tener un recuerdo especial para aquellos sacerdotes que trabajan en parroquias pequeñas cuyo número de feligreses es muy reducido porque donde ellos trabajan para nuestro Criador nuestra fe no es aceptada. Recuerdo el caso de un sacerdote que, después de evangelizar a sus feligreses durante más de treinta años, fue repudiado por los asistentes a una celebración eucarística en la que expuso el significado de la parábola del buen pastor, pues la gente de aquél pueblo afirmaba que su sacerdote les había llamado borregos. Hablemos con nuestros pastores de almas. Vamos a trabajar conjuntamente con los hombres que viven consagrados a obtenernos la redención de nuestra imperfección.

   3. La cena del señor.

   (1 COR. 11, 23-26). Al celebrar la eucaristía, anunciamos la Pasión, la muerte y la resurrección de Nuestro señor.

   San Pablo nos dice a propósito de quienes reciben a nuestro señor sin estar purificados, las palabras expuestas en 1 COR. 11, 27. Si Jesús murió por los pecadores, entendemos perfectamente el hecho de que sean culpados de la muerte de Nuestro señor quienes le reciben sin haber sido purificados de sus transgresiones voluntarias en el cumplimiento de la Ley.

   (1 COR. 10, 16-18). San Pablo nos ha dicho que, si recibimos a Jesús Sacramentado, somos miembros del cuerpo Místico de Nuestro señor, lo cual significa que, en cada ocasión que celebramos la Eucaristía, nos sacrificamos espiritualmente, ora para crecer espiritualmente, ora para mejorar nuestro servicio a Dios en nuestros prójimos los hombres.

   Vivamos intensamente la celebración del santo Triduo pascual, y pidámosle a Nuestra Santa Madre, que, ya que ella conoce el sufrimiento de los hombres, no deje de interceder ante Nuestro Padre común por los más desvalidos del mundo. Amén.

joseportilloperez@gmail.com

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