Meditación.
La realidad de la muerte.
1. Visión de los no creyentes de la muerte.
En la meditación que os envié ayer os dije que, a pesar de que la Solemnidad de Todos los Santos que celebramos es muy alegre, para quienes desconocen la Palabra de Dios y aun conociéndola rechazan nuestra fe, tanto la citada celebración como la Conmemoración de los Fieles Difuntos son muy tristes, dado que los tales carecen de nuestra fe cristiana.
Quienes no tienen fe, muchas veces, hacen lo imposible con tal de evitar el hecho de hablar de la muerte. Como tenemos tendencia a sentir miedo de aquello que desconocemos, el hecho de no tener ninguna experiencia propia ni ajena de la pérdida de la vida (hablo desde el punto de vista de quienes no creen en las resurrecciones narradas en la Biblia), muchos de los tales, -los que no conciben la muerte como prolongación de la vida-, sienten pavor ante el pensamiento de perder lo más precioso que tienen, esto es, su existencia.
La muerte es concebida por los que carecen de nuestra fe cristiana como el fin de la vida, como la meta injusta que estamos obligados a alcanzar queramos hacerlo o no, lo cuál, en algunos casos de inmenso sufrimiento, hace que mucha gente piense que en esta vida es inútil el hecho de esforzarnos para lograr alcanzar la felicidad, y a que, cuando empiezan a realizar sus sueños, mueren repentinamente, o aquejados por una grave enfermedad (ECL. 8, 17-9, 10).
A veces la muerte acontece precedida de una corta o larga enfermedad caracterizada por la impotencia tanto de los enfermos como de quienes aman a los mismos. Siempre que escribo alguna meditación sobre la muerte, no puedo evitar el hecho de recordar a mi hermana lucía, pues murió con tan sólo siete años de edad, padeciendo epilepsia, ceguera, anemia, y otras muchas enfermedades. Los últimos siete meses que vivió los pasó gritando a pleno pulmón alrededor de veinte horas diarias, exceptuando los casos en que sufría ataques de Epilepsia que la dejaban rendida durante tres o cuatro horas. La última vez que la tuve en brazos, cuando tan sólo contaba once años de edad, me impresioné al ver cómo temblaba. Cuando Lucía murió, me quedé , como decimos en mi pueblo, "hecho polvo".
A veces, algunos de mis lectores que tienen familiares enfermos y esperan que los mismos mueran de un momento a otro, me escriben diciéndome que haga el favor de no engañar a nadie si me considero cristiano, porque, al perder la fe por causa de la impotencia que supone ver morir lentamente a un ser querido, creen que nuestras creencias cristianas son un cruel montaje para consolar a quienes sienten pánico ante la idea de que han de morir. Yo justifico a estos hermanos porque la muerte se ha hecho patente varias veces en mi vida, y porque, dado que por mi fe sé que Dios nos ha creado para que deseemos alcanzar su estado de felicidad perfecta, por lo cuál, en cada ocasión que se nos muere un familiar o amigo sufrimos un gran golpe, dado que no hemos sido creados para ser absorbidos por la nada, sino para ser regenerados por el Bautismo, y llenos de la infinita vida de la gracia, puedo comprender la óptica de los no creyentes y el pensamiento cristiano.
2. Visión cristiana de la muerte.
Si para quienes rechazan nuestras creencias la muerte no es más que el fin de la vida marcado por la impotencia de quienes ven cómo pierden a quienes aman hasta el punto de que no tendrían inconveniente alguno en darles su vida aunque fallecieran instantáneamente, para los discípulos de Jesús, la muerte es la continuación de la vida de la gracia que adquirimos al recibir el Bautismo, en un estado mejor que el actual, así pues, aunque tengamos que vivir como espíritus careciendo de nuestro cuerpo hasta que Dios nos resucite (uniendo nuestras almas a nuestros cuerpos espirituales y gloriosos) cuando instaure su Reino plenamente entre nosotros, estaremos imposibilitados, tanto para pecar, como para contraer enfermedades.
Cuando esta vida marcada por el sufrimiento se nos transforme -porque los cristianos no vamos a perder la vida, de la misma manera que los no creyentes tampoco morirán del todo-, tendremos la dicha de encontrar al Dios que durante toda la vida hemos buscado a tientas, al Padre en quien a veces hemos confiado y en quien a veces hemos perdido la fe por diversas causas. Como hijos amados de nuestro Creador, aunque queremos vivir en este mundo para progresar en los campos espiritual y material, y para beneficiar a quienes amamos y a cuantos podamos servir, aunque no sabemos cómo será el desgarramiento de nuestra alma de nuestro cuerpo, estamos impacientes por encontrarnos con Nuestro Padre común, pues San Pablo nos dice: (2 COR. 5, 9).
Al poder encontrarnos con Dios sin necesitar vivir de la fe, -dado que el hecho de ver a Nuestro Padre común nos hará prescindir de la citada virtud teologal-, tendremos el gran gozo de sentir que hemos encontrado la verdad que siempre hemos anhelado, a pesar de que las contradicciones que hemos vivido quizá han debilitado nuestra fe en la existencia de la misma temporalmente. Si sabemos que hemos encontrado la más importante de todas las verdades, tendremos la dicha de habernos apoderado del más trascendental de todos los bienes, por cuanto al fin nos fundiremos con Cristo y todos los miembros de la Iglesia en un cuerpo espiritual, es decir, el Cuerpo Místico de Cristo.
Aunque Dios permanece escondido actualmente a nuestros ojos, cuando seamos juzgados por Él, y a pesar de nuestros defectos nos diga: "Hijos queridos: No tengáis miedo, porque todo lo habéis hecho bien, porque vuestras malas obras sólo han sido causadas por vuestra imperfección", lo veremos tal cuál es.
¿Podéis imaginaros -al menos por un momento- cómo será de emotivo y de maravilloso nuestro encuentro con Nuestra Santa Madre? ¿Imagináis lo que sentiremos cuando María nos diga: "Siempre escuché vuestras oraciones y le pedí a Dios por vosotros, especialmente cuando llorábais o sentíais rencor porque no conseguíais lo que deseabais cuando creíais que lo necesitábais, sin tener en cuenta que era preciso que no tuviérais lo que deseábais, con el fin de que pudiérais crecer espiritualmente, pues mi Hijo bajó a la tierra para buscar lo que no podía encontrar aquí en el cielo, esto es, el dolor?".
¿Os imagináis cómo nos recibirán en el cielo todos los Santos de todos los tiempos, entre quienes estarán nuestros familiares y amigos queridos que fallecieron antes que nosotros?
¿Os imagináis abrazando a quienes tanto echáis de menos con la certeza de que ni ellos ni vosotros pasaréis nuevamente por el dolor de la separación?
Aunque hayamos tenido problemas con algunos de nuestros familiares y amigos que han fallecido porque no hemos podido penetrar en lo íntimo de sus corazones de la misma forma que ellos tampoco han podido conocernos como nos conoce Dios, en el cielo nos comprenderemos y nos amaremos perfectamente, dado que Dios nos dará su capacidad para actuar y amar sin cometer errores.
Efectivamente, aunque no queremos morir, hemos de tener en cuenta las palabras de San Pablo: (ROM. 6, 23).
Si por un motivo que desconocemos estamos destinados a morir, tenemos que tener en cuenta estas otras palabras del citado Apóstol: (ROM. 5, 20).
Lo que quiero decir con los citados versículos paulinos es que no debemos tenerle miedo a la muerte, dado que la misma supondrá el fin de nuestros sufrimientos actuales. ¿Qué mayor gozo podemos tener que el hecho de comprobar que ha terminado nuestro tiempo de prueba, que no vamos a sufrir más, que viviremos en la presencia de Dios sin pecar jamás y con una salud excelente, y junto a quienes amamos?
Vemos que en nosotros se cumplirán las siguientes palabras de San Pablo: (ROM. 8, 18).
Aunque la vida en el Reino de Dios plenamente instaurado será mejor que nuestro estado actual, no debemos cometer el error de despreciar nuestra existencia mortal, ya que esta vida no es fea ni mala a pesar de los dolores que la caracterizan, porque durante la misma tenemos la oportunidad de conocer al Dios que tiene todo un cielo dispuesto para compartir su dicha con nosotros, y porque conoceremos a algunas de los muchos millones de almas inmortales que convivirán con nosotros en el cielo, así pues, estemos dispuestos a amar y a ser amados desde ahora mismo hasta la eternidad, y eduquemos a cuantos podamos en la fe del Señor Jesús, como si de ello dependiera la plena instauración del Reino de Dios en este suelo (IS. 45, 18).
Al estar en contacto con hermanos en la fe que militan en el mundo como si de ello dependiera la plena instauración del Reino de Dios en la tierra, en vez de mirarlos trabajar pasivamente, nos uniremos a ellos, con el fin de eliminar los obstáculos que el mundo ha dispuesto para apartarnos de la presencia de Nuestro Creador.
Consideremos que si Dios nos ha dado la vida mortal para que le ayudemos a realizar su designio salvífico, la muerte es la manifestación de nuestra fe (ojalá no sea la misma la manifestación de nuestra incredulidad), pues nos ponemos en sus manos, sabiendo que Él nos hará plenamente felices.
No pensemos en la muerte con tedio ni horrorizados, pues, a partir de este momento, viviremos cada día preparando nuestro encuentro con Dios, con Jesús, con María y con todos los Santos que amamos, haciendo lo que tenemos que hacer en los diversos campos en los que nos desenvolvemos, dado que nadie puede hacer lo que Dios espera de nosotros, y, si nos ha confiado ese trabajo, es porque sabe sobradamente que podemos llevarlo a cabo.
Que la seguridad de que vamos a morir nos ayude a aprovechar los días que vamos a vivir "a tope". Hagamos lo posible por hacer todo el bien que esté a nuestro alcance, para que así, el deseo de vernos nuevamente, avive la fe de quienes se encuentren con Dios después de que lo hayamos hecho nosotros, estimulados por el recuerdo de nuestro ejemplo de fe y servicio.
joseportilloperez@gmail.com
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