3. El proceso de la fe.
Meditación de MC. 10, 46-52.
Jesús no quiso detenerse en Jericó, una ciudad estupenda para desarrollar actividades de ocio, en que cualquiera podía olvidar su rutina. Jesús era consciente de que tenía que ser maltratado, morir y resucitar, y deseaba que ello ocurriera pronto, porque quería consumar la redención de sus creyentes, y no deseaba sufrir pensando en todo lo que le iba a suceder.
¿Tenemos la mala costumbre de posponer las actividades que nos conviene realizar?
¿Buscamos oportunidades para servir al Señor, o preferimos dedicar nuestro tiempo libre a realizar actividades de ocio?
Jesús salió de Jericó acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre de curiosos. Tal como hemos visto durante las siete semanas anteriores, los discípulos del Señor amaban el poder, las riquezas y el prestigio, y veían absurda la posibilidad de alcanzar la grandeza divina, por medio de la vivencia del sufrimiento y las humillaciones humanas. Jesús era incomprendido por sus amigos, y sus discursos y milagros, solo eran un espectáculo para los curiosos.
Entre quienes nos decimos cristianos, son muchos los que desconocen a Dios y no demuestran el más mínimo interés en conocerlo porque creen que ello supondrá que han de cambiar sus esquemas mentales y sus costumbres vitales, y los que asisten a las celebraciones eucarísticas y ven cómo otros actúan como cristianos, y se niegan a servir a Dios, en sus prójimos los hombres, equiparándose así a los curiosos que seguían a Jesús, cuando el Señor salió de Jericó.
Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Sobre Bartimeo pesaba una doble maldición divina según las creencias de sus hermanos de raza, quienes pensaban que, tanto la pobreza, como las enfermedades, estaban causadas, por el incumplimiento de la Ley de Moisés.
A diferencia de sus hermanos de raza, -quienes veían en Bartimeo a un maldito de Dios-, Jesús solo vio en él a un pobre hombre, que estaba privado de realizarse, a causa de su ceguera. Los judíos alimentaban a los mendigos por Ley, pero no los trataban afectuosamente, porque los consideraban pecadores incorregibles.
Bartimeo estaba junto al camino de la vida, pero estaba privado de crecer a los niveles espiritual y material. El Cristianismo al principio de su existencia fue conocido como Camino, y Bartimeo estaba junto al camino que la gente transitaba siguiendo a Jesús, y, tal como le sucedió a quien le abrió los ojos, aunque estaba rodeado de gente, se sentía plenamente aislado.
Al inquirir de aquellos a quienes les pedía limosna que Jesús pasaba cerca de él, Bartimeo imploró la misericordia del Hijo de David, pues se creía que el Mesías sería descendiente del padre de Salomón. Bartimeo no llamó a Jesús "Maestro" tal como lo hacían los amigos del Señor, sino utilizando el título que la gente le atribuía, -es decir, Jefe-. Aunque el conocimiento de la Palabra de Dios no es despreciable, no es la sabiduría la que nos salvará, sino la fe, la esperanza y la caridad.
¿Qué podía saber de Jesús un pobre ciego marginado y aislado? Muchos increparon al citado mendigo para que se callara. ¿Qué les importaban a ellos la situación marginal y los sentimientos de impotencia y aislamiento del pobre ciego? Muchos de los que seguían a Jesús, solo estaban interesados en oír la predicación del Señor, y en verlo hacer milagros, para tener algo que los distrajera. Oremos para que no se nos pase por la mente la idea de utilizar la religiosidad como un elemento de ocio, para que así podamos vivir nuestra fe en las celebraciones sacramentales, orando, y haciendo el bien, a imitación de Nuestro Redentor.
Aunque Bartimeo fue increpado para que no molestara a la multitud, gritó con más fuerza. En ciertas circunstancias, cuando pensamos en los efectos que tiene la crisis de valores que vivimos a nivel mundial, en vez de acercarnos más a Dios, renunciamos a profesar la fe que nos caracteriza. Necesitamos una gran convicción para romper barreras construidas para sacar a Dios del mundo y distanciar a los hombres.
Los mismos que increparon a Bartimeo para que no les molestara, lo animaron para que se acercara a Jesús, cuando el Señor, después de oír su voz, lo mandó a llamar. Quizás profesamos nuestra fe pensando en la posibilidad de que Dios nos conceda dones espirituales y materiales, y no dedicamos tiempo a servir a quienes viven una situación más dolorosa que la nuestra. Tal como Jesús le pidió a la multitud que le acercara a Bartimeo, y no le dijo al ciego que se le acercara por sí mismo, Nuestro Salvador quiere que le acerquemos a la humanidad que lo desconoce, o que dejó de creer en El, por causa de nuestra actitud inadecuada.
El manto que tenía Bartimeo, le servía para vestirse, para taparse en las noches de frío, y para recoger las monedas que la gente le daba. A pesar de ello, Bartimeo arrojó su manto, para acercarse a Jesús, sin nada que le quitara ni un segundo, para estar en la presencia del Maestro. Es comprensible la actitud de quienes trabajan hasta agotarse porque viven un lamentable estado de pobreza del que sus jefes se aprovechan para explotarlos inmisericordemente, pero no lo es el de quienes, sin ser extremadamente pobres, ponen su fe en las seguridades terrenas, negándose así a depositar la plenitud de su confianza, en Nuestro Padre común.
Bartimeo saltó para correr al lugar en que estaba Jesús, sin temer la posibilidad de caerse de bruces, o de darse un tremendo golpe con algún componente de la multitud de curiosos que observaban aquella escena tan pintoresca a sus ojos. Si Dios no es nuestra mayor seguridad, nuestra fe en Él, no puede ser plena.
Aunque para Jesús era obvio lo que quería Bartimeo, se lo preguntó, para que la gente tuviera constancia de la fe de aquel hombre.
Si Jesús en este instante nos dijera que nos va a conceder lo que más deseamos, ¿creeríamos que ello sería cierto?
Jesús le dijo a Bartimeo que se fuera, porque su fe lo había salvado. Bartimeo se hizo seguidor de Jesús, pero el Señor no quería que ello sucediera porque el citado mendigo tenía que agradecerle su curación, sino porque lo amaba sinceramente. Recuerdo el caso de una señora que le hizo a Dios la promesa de ir todos los días a Misa durante un mes, si su hijo se curaba de cierta enfermedad. Ella se alegró de la curación del hijo, pero renegó mucho de la promesa que hizo, y la cumplió de muy mala gana. Sigamos a Jesús por amor sincero, y no por compromiso.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com
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