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Aceptemos al verdadero Mesías. (Meditación del Evangelio del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario del Ciclo B).

   Meditación.

   Aceptemos al verdadero Mesías.

   Meditación de MC. 8, 27-35.

   1. Este es el tiempo en que tenemos la oportunidad de difundir la Palabra de Dios.

   Estimados hermanos y amigos.

   (MC. 8, 27). Meditemos el Evangelio correspondiente a este Domingo XXIV del Ciclo B del tiempo Ordinario, en base al método según el cual podemos interpretar los pasajes bíblicos, estudiando el contenido de los mismos, examinándolos desde el punto de vista de sus autores, y aplicándolos a las circunstancias personales, familiares y sociales que atañen a nuestra vida, es decir, utilicemos el método "Ver, juzgar y actuar", pidiéndole a Nuestro Padre común, que nos ayude a interpretar el Evangelio de hoy, y que nos dé sabiduría, para aplicarlo a nuestra vida.

   Cesarea de Filipo era una ciudad paganizada en la que eran adorados diversos dioses griegos incluyendo el mismo Baal. Este fue el lugar en que Jesús quiso ser reconocido por sus discípulos como Mesías, lo cual es importante para nosotros, porque en el medio en que vivimos existen más manifestaciones de incredulidad que de fe, y quizás no somos los cristianos que se espera de nosotros.

   Donde más difícilmente podía ser esperada la difusión y el crecimiento de la fe, Jesús les pidió a sus discípulos que le manifestaran abiertamente la opinión que les merecía, con tal de ver si alguno de ellos lo reconocía como el Enviado de Dios, cuya venida había sido profetizada en las Sagradas Escrituras.

   Quizás nos sucede que, cuando se nos presenta la posibilidad de dar testimonio de lo que Dios ha hecho en nuestra vida, no queremos hablar de Él, porque tenemos no ser comprendidos, e incluso esperamos ser rechazados. El mundo es el campo al que Dios nos ha enviado para que sembremos la esperanza característica de la fe que profesamos en el corazón de los hombres. Esto no solo requiere de una incansable actividad evangelizadora mediante la pronunciación de elocuentes discursos, pues en este terreno es necesario nuestro testimonio vital de cristianos comprometidos con la realización de obras acordes con la conducta del Dios en quien creemos.

   Si queremos cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre, porque creemos en el cumplimiento de su designio, y deseamos que toda la humanidad viva en su presencia, necesitamos aplicar su Palabra a nuestra vida constantemente, tal como lo hicieron Jesús y los Santos. Para que la gente que nos rodea crea en Dios, no solo tenemos que afirmar que Él es bueno, pues necesitamos demostrarlo por medio de la realización de obras caritativas.

   2. ¿Quién es Jesús para nosotros?

   (MC. 8, 28-29). ¿Qué pensamos de Jesús?

   ¿Fue Jesús un revolucionario?

   ¿Fue el Hijo de María un hombre humilde que consagró los años de su Ministerio público a aliviar las dificultades de los necesitados?

   ¿Es Jesús el Enviado del Padre que fue Ungido por el Espíritu Santo para ser ejemplo a seguir por la humanidad, cuyas Pasión, muerte y Resurrección nos han merecido que nos hayan sido abiertas las puertas del cielo?

   No creamos en Jesús teniendo en cuenta únicamente lo que piensen del Señor otras personas. Aceptemos a Jesús mediante el estudio de su Palabra mediante la cual podremos conocerlo plenamente, la aplicación de la misma a nuestra vida mediante la cual nos asimilaremos al Mesías en sus éxitos y fracasos, y la práctica frecuente de la oración, que nos ayudará a hablar con Nuestro Santo Padre, con el mismo amor con que le habló Nuestro Salvador, durante los años que vivió en Palestina. Dado que no podemos ver a Dios con nuestros ojos físicos, si no tenemos la experiencia de cómo actúa en nuestra vida, nos será imposible creer en Él.

   3. ¿Nos adaptamos a la verdad de Jesús, o nos hemos creado una divinidad que tolera la maldad y se adapta a la consecución de nuestros intereses?

   (MC. 8, 30). ¿Por qué Jesús quiso que sus amigos guardaran silencio con respecto a las palabras que pronunció Pedro? Dado que los seguidores del Señor no tenían pleno conocimiento del mensaje que Nuestro Señor predicó, ni de su obra salvadora, era conveniente que no revelaran el mesianismo de Jesús, para no contribuir más a su deformación que a la predicación de la verdad, dado que existía la creencia de que el Mesías debía aparecer repentinamente, y devolverle a Israel la gloria que dicho país tuvo, durante los reinados de David y Salomón. Jesús no vino al mundo como el Mesías triunfador que muchos de sus compatriotas anhelaban, pues lo hizo como el Siervo sufriente de Yahveh, que, mediante la mayor humillación, les concedió a sus creyentes la mayor glorificación.

   4. Jesús es el Hijo del hombre profetizado por el vidente Daniel.

   (DN. 7, 13-14). En la Biblia, las nubes representan la presencia y la majestad de Dios. En la visión de Daniel que estamos interpretando, Jesús aparece entre las nubes del cielo, probando su Divinidad. El anciano de días de quien se habla en el citado texto es Dios Padre, quien después de que aconteciera la Ascensión de Nuestro Salvador al cielo, lo hizo Rey de su Reino eterno. Es importante para nosotros comprender que Jesús fue hecho Rey como Hombre, pues, al ser Hijo de Dios, siempre fue Rey, pero la realeza que le fue concedida después de su Ascensión, es indicativa de que, si le somos fieles, podremos vivir en su presencia, cuando nuestra tierra forme parte de su Reinado.

   5. Jesús les anunció a sus discípulos su Pasión, su muerte y su Resurrección. Pedro no quiso aceptar al Mesías sufriente, sino al Mesías triunfador.

   (MC. 8, 31-33). Jesús tenía que ser rechazado por los saduceos y fariseos, los cuales eran las autoridades religioso-políticas de los israelitas, y sus formadores espirituales, lo cual constituía una gran humillación para los hermanos de raza de Nuestro Salvador. A pesar del rechazo que tenía que padecer, Jesús les aseguró a sus amigos que resucitaría al tercer día de su muerte.

   Pedro no quería ver cumplido el propósito de Dios, si ello significaba que su Maestro tenía que sucumbir ante el poder de sus detractores. Pedro quería servir a un Mesías triunfador de sus enemigos, y no a un siervo humilde, cuyo sacrificio carecía de sentido desde su punto de vista, si consideraba que podía valerse del poder de Dios, para librarse de sus enemigos fácilmente.

   Quizás nos sucede lo mismo que le aconteció a Pedro cuando supo del padecimiento que Jesús tenía que afrontar, para demostrarnos que Nuestro Santo Padre nos ama. Quizás creemos en un Dios capaz de salvarnos si le hacemos pequeños sacrificios, o si celebramos la Eucaristía dominical,como si la asistencia a la misma  nos dispensara de actuar como cristianos fuera de los templos en que celebramos los Sacramentos, y de ayudar a los necesitados de dádivas espirituales y materiales. La vida cristiana puede estar caracterizada por grandes esfuerzos y renuncias, pero Dios compensa a quienes le siguen fielmente.

   Aunque Pedro fue el único que reprendió a Jesús para evitar que el Señor se pusiera a disposición de sus enemigos, sus compañeros discípulos de Jesús también tenían el mismo deseo de evitar el padecimiento del Hijo de María, pues ello era estéril a sus ojos. Jesús reprendió a Pedro enérgicamente ante sus compañeros, para exhortarlos a todos con tal que no intentaran impedir el cumplimiento de la misión por cuya existencia se hizo Hombre.

   Recordemos que Satanás tentó a Jesús para que no actuara como el Siervo sufriente y glorificado de Yahveh, pero, a diferencia de los discípulos que quisieron evitar los padecimientos del Mesías por amor, el Demonio actuó impulsado por su odio a Dios y aquellos que creen en Él (MT. 4, 1-11).

   Los futuros Apóstoles del Señor no tenían la tarea de convertirse en guías y protectores de Nuestro Salvador, pues tenían la misión de acompañarlo, primeramente en sus tribulaciones, y posteriormente en su gloria. Después de que Jesús fue ascendido al cielo y los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés, comprendieron perfectamente cuál era la razón por la que Nuestro Salvador se entregó voluntariamente a la muerte, y ello fue para los tales motivo para afrontar persecuciones y maltratos, y de alegrarse en los días en que Dios les hizo ver que su trabajo era fructífero.

   6. Llevemos nuestras cruces dignamente.

   (MC. 8, 34). Los romanos condenaban a morir crucificados a quienes se proclamaban reyes sin ser elevados a la realeza por los emperadores y a los criminales peligrosos. Los reos cargaban las pesadas cruces hasta el lugar en que eran ejecutados, pues así mostraban su sumisión a Roma. Jesús fue sentenciado a muerte por Pilato porque el Sanedrín lo acusó de proclamarse rey de los judíos. Jesús utilizó el símil de los reos condenados a morir portando sus cruces, para ilustrar el camino que debemos seguir sus seguidores.

   Jesús no está en contra de la consecución de riquezas ni de la vivencia del placer, siempre que ello no nos impida cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre.

   Aunque no debemos amar el sufrimiento por sí mismo, necesitamos aceptarlo cuando tengamos que convivir con él irremediablemente, pues, en tal caso, en la incertidumbre característica de ciertos momentos e incluso de nuestro futuro, constataremos que se nos fortalece la fe, lo cual contribuye a disponernos a alcanzar la purificación necesaria, para que podamos vivir en la presencia de Nuestro Santo Padre.

   7. Entreguémosle nuestra vida a Jesús.

   (MC. 8, 35). Salvar la vida en este mundo, consiste para muchos en conseguir riquezas sin importar el precio que ello suponga pagar y en disfrutar cuanto sea posible, lo cual en ciertas situaciones supone la pérdida de la vida eterna, que se gana teniendo fe en Dios, y demostrando la posesión de la citada virtud teologal, mediante la realización de obras benéficas. Si consideramos que la consecución de la vida eterna puede acarrearnos trabajos duros, persecuciones y sufrimientos difíciles de sobrellevar, nos percatamos de que nos es necesario tener fe verdadera en Dios, para ser dignos de vivir en su Reino de amor y paz.

   Afrontar trabajos y sufrimientos con tal de que el Evangelio se extienda por el mundo mediante la predicación de la Palabra de Dios y la realización de obras caritativas, puede suponer la pérdida de esta vida mortal, y la ganancia de la vida eterna.

   Vivir pensando en cumplir la voluntad de Dios en este mundo, no significa que carecemos de valor, sino que valoramos más a Dios que a nuestra vida. Ello no significa que tenemos que renunciar a la convivencia con los no creyentes en este mundo, pues se nos concede la oportunidad de demostrar que somos fieles hijos de Dios, sobre todo cuando no se nos comprende, e incluso se nos presiona para que despreciemos nuestras convicciones.

   Muchos son los que se desprecian porque sienten que son pecadores irremediables, sin tener en cuenta que Jesús no nos pide que nos despreciemos, sino que le demos nuestra adhesión.

   Démosle nuestra vida a Jesús, y pidámosle que nos halle dispuestos a acatar el cumplimiento de su voluntad, mientras recordamos el siguiente fragmento de la Carta de San Pablo a los cristianos de Roma: (ROM. 8, 28-39).

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com

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