Meditación.
1. Abraham se confió a Dios. Es ésta la razón por la cual el primero de los Patriarcas de Israel tuvo fortaleza para enfrentarse a la acritud a la que hubo de sobrevivir gloriándose de la misericordia que Yahveh derramaba sobre él y los suyos para que superaran sus dificultades. Abraham hizo un viaje muy largo para encontrar la tierra que Dios le entregaría varios siglos más tarde a sus descendientes los hebreos.
Abraham padeció mucho desde el momento en que Agar concibió a Ismael y abandonó a ambos en el desierto, debido a los celos de Sara respecto de su esclava y a la astucia de Agar para asegurar el porvenir de su hijo.
Ismael era el hijo de la esclava, el padre de quienes se rigen por la Ley de Moisés o de sus respectivas religiones, muy a pesar de que muchas veces incumplen los Mandamientos de Dios.
Isaac, en cambio, es el hijo de la promesa que Dios le hizo a nuestro Patriarca. Isaac es el padre de todos los que creemos que el amor está por encima de la justicia, así pues, si el amor no está reñido con la justicia de Dios, consideramos que el citado don celestial y la justicia divina son una misma cosa.
Isaac, además de ser la confirmación del cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham, también es símbolo de Jesús, aquel que había de cargar la cruz sobre sus hombros por causa de la envidia de sus enemigos para ser entregado como sacrificio para tributarle culto a Yahveh.
Ateniéndonos a lo expuesto sobre Isaac, podemos constatar que Abraham es la viva imagen del Dios que permitió que Jesús padeciera hasta el extremo de la muerte para que abriéramos nuestro corazón a sus dones y virtudes.
Dios no permitió el sacrificio de Isaac, pues consideró que la fe del Patriarca había sido probada. Esta prueba le sirvió Abraham lo mismo que nos sirven a nosotros las pruebas de nuestra vida ordinaria para vincularnos más con Dios en la relación que mantenemos con Él, la cual es el fruto del amor divino y humano.
2. El texto de San Pablo entresacado de la Carta a los Romanos correspondiente a esta celebración eucarística, nos confiere una gran dosis de fortaleza para que sigamos luchando contra la adversidad de nuestra vida, para que podamos celebrar la Pascua eterna. El tiempo de Pascua es un periodo de 40 días entrañables durante los cuales tenemos la impresión de estar con Dios en el Reino del amor y la paz.
3. Jesús les mostró a sus futuros tres Apóstoles en su Transfiguración en el monte Tabor lo que seremos cuando el Reino de Dios haya sido instaurado plenamente entre nosotros. Es cierto que hemos de contemplar a Jesús en la oración para que sigamos aumentando nuestra fe, pero no deja de ser menos cierto el hecho de que hemos de imitar a Jesús en su Pasión y muerte venciendo nuestras dificultades, con la esperanza de poder gozar de estar junto a Dios cuando acontezca la Parusía -o segunda venida- de Jesús.
(José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com
).