Meditación.
1. Durante el Adviento, la Navidad y las semanas del tiempo ordinario que hemos vivido desde que comenzamos el presente año litúrgico el pasado 28 de noviembre, hemos visto cómo Nuestro Padre y Dios desea acercarse a nosotros, así pues, durante la Cuaresma, mientras que Nuestro Padre común nos demostrará su amor hasta el extremo de permitir la muerte de su Hijo por nuestra salvación durante el Triduo de Pascua, empezaremos a ejercitar los dones y virtudes que hemos recibido del Espíritu Santo, para vivir en la presencia de Nuestro Padre común. Jesús y María serán nuestros Maestros a la hora de afrontar y confrontar los ayunos y otros sacrificios que llevaremos a cabo durante las siguientes semanas, pues, el dolor que caracterizó parte de su existencia mortal, nos ayudará a comprender que Dios se manifiesta en nuestras vidas, para hacernos creer que no nos ha abandonado. Creo que el siguiente texto que os voy a enviar, que hace varios años me sirvió para exponer la forma en que hemos de superar nuestra adversidad, nos será muy útil, pues nos hará recordar que podemos vencer la citada adversidad, porque, Nuestro Padre común, está con nosotros.
(SAL. 51, 3) El próximo Domingo empezaremos a celebrar una vez más la Semana Santa o de Pasión. La incredulidad que profeso con respecto a la existencia del infierno no ha de servirme como excusa para ampararme en el amor de Dios y esquivar la posibilidad de meditar las trágicas consecuencias del error y el pecado... Me voy a limitar a enviaros una serie de comentarios del Salmo 51 dada la importancia que este texto bíblico tiene durante la Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua de Resurrección...
¿Por qué compuso David el Salmo 51? Sabemos que David se enamoró de Betsabé, una mujer que estaba casada con un pastor de ovejas que se llamaba Urías. Como David sentía un fuerte deseo de tener a Betsabé entre sus mujeres, el rey ordenó que Urías fuese enviado a la guerra, y fuera colocado en primera línea de combate, para así acabar con su vida, y apoderarse de su esposa y sus mínimas pertenencias. En aquel tiempo, el Profeta Natán, inspirado por el Espíritu Santo, le contó al rey una historia, cuyo protagonista, era un pastor de ovejas, a quien un rico avaro, le había arrebatado su posesión más preciada, su cordera más querida. David montó en cólera al conocer aquella historia, y, cuando estaba a punto de ordenarles a sus soldados que asesinaran a aquel malhechor injusto, el Profeta le dijo que él era el rico avaro, Urías el pastor desgraciado, y, Betsabé, la oveja robada injustamente. En aquel tiempo, Betsabé estaba embarazada del rey, y, para que éste comprendiera la gravedad de su delito, Dios le dijo que el hijo que nacería de aquella relación incestuosa, moriría irremisiblemente. Cuando David conoció la desgracia que había de sobrevenirle, empezó a hacer penitencia, pero ya era tarde para que aquel que hizo que el corazón de Urías fuese atravesado por una flecha, pudiera evitar recibir un golpe letal en su alma de padre amante.
El texto del II libro de Samuel que estamos meditando es muy útil para quienes en ciertas ocasiones se han sentido asediados por sus propios pecados independientemente de lo mucho o poco conscientes que esas personas hayan sido a la hora de pecar. Nosotros tenemos un gran defecto, así pues, pretendemos paliar las injusticias castigando severamente a quienes son o tildamos de culpables de cometer tales actos. La culpabilidad existe, pero ha de ser mitigada razonablemente en un entorno social apto para ello. Todos intentamos pasar por el mundo cometiendo el menor número de errores posibles, aunque muchas veces no podamos evitar el hecho de equivocarnos, porque, simplemente, somos humanos.
¿Cómo se sienten los pecadores? (SAL. 22, 7-8. 12-18). Es importante el hecho de gestionar los sentimientos de culpa, ya que no sirve de nada dejarnos torturar por los mismos. En cierta forma, tiene sentido el hecho de que, en circunstancias especiales, nos torturen las personas de alguna forma, pero es totalmente inverosímil el hecho de que seamos nosotros quienes nos echemos tierra encima.
¿Qué tienen que hacer los pecadores cuando están desesperados? (SAL. 31, 2-6a; 51, 4-6a). Es cierto que todos tenemos que reconocer nuestros pecados independientemente de lo graves que esas obras, pensamientos, palabras u omisiones puedan ser, pero ese reconocimiento, tiene que estar marcado por la confianza que siempre ha caracterizado las relaciones afectivas que han existido entre Dios y los hombres.
¿Qué tenemos que hacer cuando reconocemos nuestros pecados y nos concienciamos de que Dios no desea castigarnos? ¿Qué haremos cuando nos concienciemos de que Nuestro Padre y Dios desea ayudarnos a comprender y a amar a nuestros prójimos? (SAL. 51, 8).
Muchas veces tenemos la tendencia de quedarnos estancados contemplando una circunstancia desagradable, porque nos sentimos incapaces de superar ese momento adverso. Alejandro tuvo un accidente de tráfico hace seis años en el cuál perdieron su vida su mujer y su hija de 6 años. Desde que aconteció aquel trágico suceso, nuestro amigo se ha sentido incapacitado para conducir su coche. Yo mismo estuve sumido durante varios meses en una especie de inmovilismo mental cuando tenía once años y experimenté la muerte de mi hermana Lucía. En estos casos no estoy hablando de pecados, más bien, hablo de miedo e impotencia, pero, esas circunstancias son tan dañinas como los pecados, si no las superamos, porque, nosotros mismos, con nuestra actitud negativa, nos privamos del placer de afrontar nuestras vidas con sus acritudes y alegrías.
Sabemos que Dios no castiga las culpas del modo que se impone una multa. Sabemos que lo que erróneamente consideramos que son los castigos de Dios no tienen como propósito final nuestro exterminio, de hecho, en la Biblia leemos las siguientes palabras: (AP. 3, 19).
¿Qué esperamos para superarnos en conformidad con nuestras muchas o pocas posibilidades de salir adelante¿...
Concluyamos esta meditación cuya pretensión es introducirnos en la celebración del Misterio pascual, pidiéndole a Nuestro Padre y Dios que nos haga semejantes a los juncos que se doblan en la dirección que sopla el viento, pero que no pueden ser arrancados del suelo fácilmente. Nuestras penas nos doblarán en todas las direcciones, pero nuestra fe, amor y convicción son inconmovibles. Amén" (José Portillo Pérez, 8/04/2003, Martes V de Cuaresma, meditación del Evangelio diario).
"Estimados lectores:
En la meditación de ayer empezamos a considerar el Salmo 51, uno de los textos de la Biblia en los que más se destaca la súplica desesperada y la confianza que hemos de tener en el amor de Nuestro Padre y Dios. Ayer meditamos sobre nuestra necesidad de reconocer nuestros pecados, los sentimientos que albergamos antes, durante y después de reconocernos culpables de nuestros pecados, y la confianza que deseamos depositar en Nuestro Padre y Dios. Continuaremos hoy nuestra meditación, centrándonos en el preciso instante en que nos ponemos en presencia de Dios, y le confesamos al Padre nuestra culpa, de hecho, se lo decimos todo a Dios, y no le ocultamos absolutamente nada, no porque Él lo ve todo y nos espía buscando desesperadamente alguna culpa para castigarnos, sino porque nos ama, y no tenemos miedo ni vergüenza de la reacción que nuestro relato provocará en Nuestro Padre común ni en el sacerdote confesor, si somos católicos.
Para confesarnos ante Dios o sus sacerdotes, no tenemos que elaborar una minuciosa lista de acusaciones contra nosotros, ya que Dios se conforma con que le contemos a Él o a sus sacerdotes lo que recordemos en el momento de la confesión. A Dios, más que nuestro relato, le importa nuestro deseo sincero de arrepentirnos de nuestros pecados, y nuestro propósito de corregir nuestros defectos, según nuestras posibilidades, y la medida de nuestra fe, con respecto a los dones y virtudes que hemos recibido de Nuestro Padre común.
¿Con qué propósito le confesamos a Dios nuestros pecados? (SAL. 51, 7-11). Le pedimos a Dios que nos ayude a esforzarnos para que podamos llegar a sentirnos absueltos de nuestras culpas, por consiguiente, si nos sirve de algo, podemos acogernos al apoyo emotivo que nos prestan los sacramentales como lo es por ejemplo el agua bendita.
(SAL. 51, 10) Padre nuestro de la vida, anúncianos el gozo y la alegría de que nuestros miedos son absurdos. Ayúdanos a entender que perdemos el tiempo temiendo que las copas apocalípticas de tu ira caigan sobre nosotros. No confundamos la ficción con la realidad.
(SAL. 51, 11) Vamos a intentar remediar nuestros defectos, pero vamos a evitar también que los sentimientos que consideramos negativos nos induzcan a considerarnos poca cosa. Ha pasado el tiempo de la culpabilidad. Ahora estamos viviendo el tiempo de la gracia y la salvación con que Dios nos concede su amor a sus hijos los hombres, según escribió San Pablo en su segunda Carta a los Corintios: (2 COR., 6, 2)
(SAL. 51, 12) Si nos sentimos fuertes, somos fuertes, si nos sentimos débiles, somos débiles. El secreto del éxito permanece encerrado en nuestra mente, así pues, la clave de ese secreto está encerrada en estas palabras de San Pablo: (EF. 4, 23-24)
¿Qué tenemos que hacer desde el momento en que recuperamos el ánimo al sentirnos perdonados por Dios? (SAL. 51, 15).
Concluyamos esta meditación del Salmo 51, pidiéndole a Nuestro Padre y Dios que nos ayude a ser fuertes, porque Él es fuerte, pues queremos ser Santos, porque Dios es Santo" (1 P. 1, 16). (José Portillo Pérez, 9/04/2003, Miércoles V de Cuaresma).
(SAL. 51, 17. ¡Qué hermoso es empezar a rezar la Liturgia de las horas con las palabras del Salmo 51 que encabezan esta meditación! Esas palabras me conceden una fuerza tan poderosa, que, cada vez que las pronuncio, empiezo a hablar de Dios y sus Santos y me es imposible callarme. Esas palabras no sólo son un bálsamo que utilizo para predicar, de hecho, suelo decirle al Dios Uno y Trino cuando oro: Señor, ayúdame a ser fuerte, y te alabaré con mi trabajo. Señor, ayúdame a no desanimarme, y Trigo de Dios seguirá en la red por muchos años. Señor, ábreme el corazón, y te alabaré esforzándome para que creyentes y no creyentes sepan algo de ti. Señor, ábreme el corazón, y seré un buen esposo para la mujer que tanto amo. Señor, ábreme el corazón, y te alabaré hasta con la risa que me producen mis dificultades diarias.
(SAL. 51, 18-19) Señor, tú no quieres sacrificios y mortificaciones simbólicas. A ti no te sirve de nada mi ayuno. Si soy hipócrita, puedes aborrecer mi abstinencia en actitud orante. Tú sólo quieres que yo haga mi papel en esta vida, utilizando en cada momento todos los recursos que me has concedido, para que sea un actor bueno e imprescindible en la película de mi vida.
(SAL. 51, 20-21) Acabamos en este párrafo el comentario del Salmo 51. Hemos pensado en nuestros errores, hemos meditado cuáles son las causas que nos inducen a pecar, nos hemos confesado después de hacer un acto de contrición, nos hemos confesado porque nos dolía el alma, y, cuando nos sentimos perdonados por Dios, cuando hemos recuperado la confianza en nosotros y en el Dios que tanto nos ama, empezamos a trabajar para que Nuestro Padre celestial nos ayude a convertir al mundo de los no creyentes al Evangelio.
Concluyamos esta meditación del Evangelio diario, pidiéndole a Nuestro Padre y Dios que nos ayude a tener un espíritu renovado y firme en nuestras convicciones cristianas" (José Portillo Pérez, 10/04/2003, Jueves V de Cuaresma, Meditación del Evangelio diario).
2. Durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos recomienda que ayunemos y nos abstengamos de comer carne y productos lácteos los días Miércoles de Ceniza y Viernes Santo. La Iglesia obliga a asumir estas disposiciones a todos los mayores de 21 años que no sobrepasen los 61 años de edad, aunque muchos de nuestros mayores, por amor a la tradición sacrificial de este tiempo, seguirán sometiéndose a la citada práctica. Supuestamente, el dinero que deberíamos gastar en comer los productos de que la Iglesia quiere que nos abstengamos, debería ser destinado a socorrer a los necesitados de dádivas materiales y espirituales. El ayuno y la abstinencia nos recuerdan que somos débiles, y que, por causa de nuestra fragilidad, hemos de esforzarnos para vivir en la presencia de Nuestro Padre común. Los judíos ayunaban para pedirle a Dios que los socorriera en sus necesidades. El más importante de los Profetas mayores nos dice las palabras que leemos en IS. 1, 15-18.
Más adelante, el Profeta nos sigue diciendo en nombre de los penitentes que creen que se lo merecen todo e ignoran el significado de la palabra misericordia: (IS. 58, 3). Abstengámonos de no practicar la caridad. Abstengámonos de descargar la acumulación de nuestra negatividad injustamente contra nuestros familiares y amigos queridos.
(MT. 5, 7). Jesús les dijo a sus opositores fariseos cuando se encaró abiertamente con ellos en el Templo de Jerusalén: (MT. 23, 23).
Respeto a quienes se encierran escondiéndose del mundo porque creen que con ello contribuirán a salvar a la humanidad de una ira que no puedo reconocer en Dios, simplemente, porque Nuestro Padre común es demasiado inteligente para dejarse cegar por los signos de nuestra natural imperfección. Respeto a quienes pasan hambre y sed porque creen que con ello salvarán sus almas, aunque no caen en la cuenta de que sus sacrificios son egoístas, porque los llevan a cabo a cambio de recibir un premio, por lo que no se sacrifican exclusivamente para agradar al Dios que no debe alegrarse de nuestras carencias (MC. 2, 19).
Jesús es el Cordero de Dios que se casará con su esposa la humanidad, así pues, siendo el novio Señor de la riqueza del mundo, ¿para qué vamos a ayunar?
Respeto a quienes se azotan para salvar al mundo, aunque a Dios no deben gustarle las torturas, pues bastantes problemas tienen quienes no los desean, y bastante sufre el Espíritu al ver que se azotan quienes, en vez de dejarse llenar el corazón de gracia divina, no ven la bondad de Dios, porque están demasiado ocupados en desagraviar los pecados que Nuestro Padre común les perdonó, por lo cuál, sin considerarlos enemigos, dejó que su Hijo muriera crucificado, para que ellos, precisamente, confiaran plenamente en Él.
Respeto, pero no comprendo, a quienes se mortifican, a quienes andan llorando afanados en compadecerse de Jesús en su Pasión, ignorando el dolor actual del Señor, que, más allá del relato o recuerdo bíblico, perdura en los cristos vivos, en los que sufren.
Admiro profundamente a esos cristos vivos que son capaces de abarcar todo el dolor del mundo abrazando a los enfermos, curando a los que pueden devolverles la salud, saciando a los hambrientos, y, consolando a los afligidos. Sin la pretensión de ofender a quienes no compartan mis creencias, yo quiero ser de estos últimos, aunque, para un ciego, seguro que es más fácil rezar un Padre nuestro de vez en cuando, e intentar tranquilizarse la conciencia, porque, a fin de cuentas, él no puede hacer más que Dios. No me dejaré arrastrar por ese pensamiento inmovilizador.
3. La Cuaresma es tiempo de conversión, pero, para no extenderme demasiado en esta meditación, os invito a considerar brevemente el significado de la ceniza que, dentro de unos minutos, se nos impondrá en la frente o en la cabeza. La ceniza que se utilizará a continuación, fue obtenida al quemar las ramas que utilizamos en la Eucaristía del Domingo de Ramos del año anterior, que todos guardamos en nuestras casas, como símbolos del martirio y la victoria de Jesús, y signo de nuestros fracasos y la fuerza que Dios nos da para vencer nuestras dificultades. Al convertir las citadas ramas en cenizas, consideramos que somos frágiles, que moriremos, y, por ello, esperamos que Dios nos conceda la vida eterna, así pues, cuando en el Evangelio de hoy Jesús nos habla de la recompensa de los hipócritas, nos dice que ellos sentirán con respecto a sí mismos el falso desprecio con que creen que los demás los odian.
José Portillo Pérez.
joseportilloperez@gmail.com