Meditación.
Complementariedad del culto a Dios y del servicio a los hombres.
Meditación de MC. 2, 23-3, 1-6.
Estimados hermanos y amigos:
El texto evangélico que consideramos este Domingo IX del Tiempo Ordinario del Ciclo B, se divide en dos escenas, la primera de las cuales se desarrolla en el campo, lugar de trabajo y de contemplación de Dios para los hombres (MC. 2, 23-28), y la segunda se lleva a cabo en una sinagoga, lugar destinado exclusivamente al culto a Dios, y a la estricta observación de la Ley religiosa, que, con el paso de los siglos, los judíos acataron radicalmente, hasta que llegó el momento en que, como vemos en la segunda parte del texto de San Marcos que estamos considerando (MC. 3, 1-6), cumplían puntualmente las prescripciones de la misma sin hacer excepción alguna. Los fariseos consideraban que Jesús debería haberse dedicado a darle culto a Dios el citado sábado, y que, de haber querido curar al hombre que tenía la mano atrofiada, tendría que haber esperado la puesta del sol, porque ello indicaba que concluía el día festivo, y se podía empezar a trabajar, porque iniciaba una nueva semana, pues, para los hermanos de raza de Nuestro Señor, los días no empezaban al amanecer, sino cuando se ponía el sol.
Si Jesús conocía la puntualidad con que tenía que ser observada la Ley religiosa de Israel, ¿por qué sanó al citado enfermo en el día que estaba prohibido trabajar? Para Nuestro Salvador, el servicio a los hombres, no era un trabajo, sino un privilegio que lo hacía feliz. Jesús no quiso esperar que terminara el día festivo para sanar al enfermo, porque no quería que sufriera ni un segundo más a partir del momento en que decidió curarlo, ya que consideró que había padecido demasiado.
Para Jesús, el hecho de tributarle culto a Dios, es inseparable, del servicio a nuestros prójimos los hombres, por consiguiente, recordemos el siguiente fragmento del sermón del monte: (MT. 5, 23-24).
¿Antepuso Jesús el servicio a un hombre enfermo y por ello marginado por sus hermanos de raza por no estar sano al culto que le debería haber tributado a Nuestro Santo Padre? Para responder esta pregunta, recordemos cómo nos insta el Mesías a amar a Dios (MC. 12, 29-30).
Si Jesús no podía contradecirse, y desea que amemos a Dios inmensamente, ¿por qué dejó de darle culto al Padre, para curar a un simple enfermo? Para poder responder esta pregunta, no tenemos más remedio que pensar que para el Señor eran lo mismo de importantes el culto divino que el ejercicio de la caridad, o que Jesús se contradijo, porque, mientras quiso que el amor a Dios fuera la primera prioridad de sus seguidores, osó sanar a un pobre enfermo, un día consagrado al culto divino, más que por el amor que los creyentes sentían hacia Dios, por una Ley manipulada para explotar a los creyentes, en beneficio de quienes la utilizaban para sometérselos, por medio del ejercicio de la coerción.
El texto de MT. 5, 23-24, debe ser analizado cuidadosamente. Imaginemos que nos disponemos a celebrar la Eucaristía, y nos acordamos de que tenemos desavenencias familiares, que podemos resolver satisfactoriamente, porque nuestros familiares están dispuestos a perdonarnos los errores que hemos cometido. Según el Señor Jesús, antes de celebrar la Eucaristía, debemos enmendar nuestros errores, porque la impureza, no es compatible con Dios.
Desgraciadamente, cada día hay más gente que no quiere regir su vida en atención a sus creencias y a los compromisos que adopta en base a las mismas. No quiere celebrar la Eucaristía porque no siente deseo de ir a la iglesia, no perdona a quienes le ha ofendido voluntaria o involuntariamente porque no lo siente... No podemos regir nuestra vida basándonos en la fuerza con que experimentamos ciertos sentimientos. El hecho de no sentir un gran deseo de estar en la presencia del Señor, es consecuente de la carencia de fe.
El cumplimiento de las leyes religiosas no debe ser impuesto, sino propuesto. No es lo mismo servir a Dios por miedo a la condenación, que hacerlo gustosamente, por amor, tanto a Nuestro Santo Padre, como a sus hijos los hombres.
Las dos escenas que conforman el Evangelio que meditamos en esta ocasión, nos muestran el mundo en que vivimos y los templos en que celebramos la Eucaristía, es decir, nos hacen reflexionar sobre nuestra profesión de fe, tanto sirviendo a quienes tienen carencias espirituales y materiales, como tributándole a Dios el culto que le debemos. Como sabemos, la asistencia a la Eucaristía para nosotros los católicos es un precepto cuyo cumplimiento es trascendental, porque el citado Sacramento constituye el centro de la vivencia de la fe que profesamos, pero existen excepciones por las que podemos faltar a las celebraciones, tales como cuidar a nuestros familiares que padecen enfermedades graves, y no pueden estar solos. Nos es necesario diferenciarnos de los fariseos que aparecen en el Evangelio de hoy, distinguiendo entre el fervor religioso, y el fanatismo de quienes creían merecer la salvación, no por ser el objeto directo del amor de Dios, sino por cumplir su Ley, obviando situaciones en que podían servir a sus prójimos, porque ello es un estimado servicio por Nuestro Santo Padre.
Los días festivos deben estar caracterizados por el gozo y la libertad. Cuando Jesús vivió en Palestina, sus hermanos de raza, en los días festivos, tenían tiempo para reunirse con sus familiares, para ir a las sinagogas a aprender la Palabra de Dios y orar, y para hacer el bien. No nos obstinemos en buscar a Dios exclusivamente en la soledad de los templos desde los que no queremos llevarlo a nuestro mundo para que no nos complique la vida con sus mandamientos ni en nuestro interior, porque Él está presente en el mundo en que tenemos el privilegio de imitarlo, ejercitando la virtud de la caridad.
joseportilloperez@gmail.com
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