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Meditación del Evangelio del Miércoles de Ceniza.

   Meditación.

   Meditación de MT. 6, 1-6. 16-18.

   Introducción.

   Estimados hermanos y amigos:

   Os deseo que el tiempo de Cuaresma que hoy empezamos a vivir, os sea provechoso, a fin de que logréis mantener una mejor relación, tanto con Dios, como con vuestros prójimos, y con vosotros mismos.

   Muchos hermanos en la fe nuestros, ven la Cuaresma como una sucesión de sacrificios y prácticas de oración que les cansan mucho. Para muchos de ellos, la llegada del tiempo de Pascua, significa el fin de las prácticas penitenciales, y el retorno a sus quehaceres ordinarios, de tal manera, que no parecen demostrar que el Espíritu Santo, ha realizado ningún cambio en su vida.

   Aunque una de las razones por las que vivimos la Cuaresma, consiste en prepararnos a conmemorar la Pasión y muerte de Nuestro Salvador, ello no significa que debemos permanecer tristes durante las más de cinco semanas que anteceden a la Semana Santa. Muchos cristianos estamos marcados por la vivencia del sufrimiento, y, en la medida que nos sea posible, aprenderemos a sobreponernos al efecto que producen en nuestras vidas nuestra visión de las circunstancias que erróneamente consideramos adversas, porque las mismas tienen el propósito de hacer de nosotros mejores seguidores de Jesús. La Pasión y muerte de Nuestro Señor, nos produce tristeza, porque somos sensibles al sufrimiento, y porque mantenemos la creencia de que el Unigénito de Dios murió para demostrarnos el amor que nos manifiesta constantemente el Dios Uno y Trino.

   San Pablo, nos instruye, en los siguientes términos: (FLP. 4, 4). ¿Por qué desea Dios que estemos alegres, si nuestra salud no es buena, si tenemos problemas familiares, y/o si no encontramos trabajo? San Pablo responde la pregunta que nos hemos planteado, con las siguientes palabras: (1 COR. 10, 13). Independientemente de que tengamos que superar tentaciones, o dificultades de diversa índole, nunca nos sucederá nada que no podamos sobrellevar, porque Dios está con nosotros. Esta es la causa por la que San Pablo les escribió a los cristianos de Roma: (ROM. 8, 28).

   ¿Permitiremos que la creencia de que no podemos superar nuestras dificultades actuales extinga la fe que profesamos de nuestros corazones? (ROM. 8, 35). Nada que nos suceda será la causa de que Dios deje de amarnos, pero, nuestra visión pesimista de la vida, puede separarnos de Nuestro Padre común, si nos impide creer en Él.

   (ROM. 8, 37). ¿Creemos que Dios nos ayudará a superar nuestras dificultades actuales? El hecho de que sea difícil para nosotros creer en Dios, y de que, a pesar de ello, nos empeñemos en creer en Él, no significa que somos pecadores irremisibles, sino que tenemos un gran mérito, al luchar contra nuestra aparente imposibilidad de tener fe en Nuestro Padre común.

   San Pablo, en su Carta a los cristianos de Roma, expuso la dificultad que le suponía el hecho de evitar la comisión de pecados (ROM. 7, 15. 19).

   A pesar de nuestras humanas imperfecciones, aprovecharemos, no sólo el tiempo de Cuaresma, sino todos los años que vivamos, para aumentar la fe que tenemos en Dios. San Pablo nos insta a vivir inspirados en el cumplimiento de la voluntad de Dios, cuando nos dice: (ROM. 6, 17).

   Obviamente, aún no tenemos toda la fe en Dios que se supone que nos caracteriza, ni somos los cristianos que deseamos ser. Esta es la razón por la que, durante los años que se prolonguen nuestras vidas, tenemos tres cosas que hacer, para creer más en Dios, y, consecuentemente, ser mejores cristianos.

   De la misma forma que cualquier profesional debe conocer su trabajo para desempeñarlo adecuadamente, los cristianos tenemos que conocer a Dios, y, cuanto mayores sean nuestras cuitas, más necesitamos acercarnos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Recordemos cómo oraba el Profeta Jeremías en medio de sus dificultades (JER. 15, 26). Jeremías llegó a sentirse tan desesperado por causa de sus padecimientos, que llegó a desear haber sido abortado por su madre, con tal de no soportar su angustia (JER. 20, 17-18). A pesar de la angustia que lo embargaba, el Profeta no dejó de confiar en Yahveh (JER. 20, 7-9).

   La Palabra de Dios es el bálsamo que nos fortalece en las tribulaciones que vivimos, y, gracias al conocimiento de la misma, tenemos fe en Nuestro Padre celestial.

   La fe es una de las virtudes llamadas "teologales", porque procede de Dios, y nos encamina a la presencia del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tal virtud, al mismo tiempo que es una responsabilidad, porque nos exige que seamos buenos seguidores de Jesús, es el gozo de saber que todo lo que nos sucede tiene sentido, aunque tardemos años en descubrir esta realidad.

   San Pedro nos anima a vivir inspirados en la fe que profesamos (1 PE. 5, 10).

   ¿Cómo podremos superar nuestras dificultades sin perder la fe en Dios, si no encontramos hermanos en la fe con quienes compartir nuestros sentimientos? Dado que los cristianos practicantes estamos dispersos por el mundo, con tal de no perder la fe, oraremos unos por otros, y, el Espíritu Santo, nos fortalecerá a todos. Esta es la causa por la que San Pedro, -sabiendo lo difícil que es mantener la fe en tiempos difíciles-, escribió, en su primera Epístola: (1 PE. 5, 8-9)

   ¿Que es la fe? (HEB. 11, 1).

   Tenemos fe en que algún día viviremos en un mundo en que no existirá el sufrimiento, y en que, durante los años que vivamos, Nuestro Santo Padre, nos ayudará a vencer muchos obstáculos, y a sobrellevar pacientemente las vicisitudes que hayamos de vivir durante mucho tiempo.

   El conocimiento de la Palabra de Dios, nos hace poner en práctica todo lo que aprendemos, a lo largo de nuestros años de formación espiritual. En la Biblia se nos enseña a no guardarnos la fe en el corazón como si fuera una importante suma de dinero que escondemos celosamente, pues, cuanto más la ejercitemos y compartamos, más se nos aumentará.

   Recordemos las siguientes palabras de San Pedro: (1 PE. 4, 8-10).

   Por su parte, Santiago, -el primer Obispo de Jerusalén-, nos demuestra que, la fe sin la práctica de la caridad, no es más que una mera ilusión (ST. 2, 8. 15-18. 20. 24). Mientras que la fe sin obras no es demostrable, porque no existe, y quienes creen poseerla la tienen escondida en su interior, es posible demostrar que hacemos el bien, tanto por amor a Dios, como por amor a nuestros prójimos los hombres.

   Nuestras vidas de fe y acción cristianas, no se desarrollan plenamente, si no oramos. ¿Es posible tener fe en Dios sin orar? Quien no ora, no cree en Dios. Imaginemos que vivimos con nuestros familiares, y, a pesar de ello, no les dirigimos la palabra. ¿Cómo podrán saber nuestros seres queridos que les amamos, si no se lo manifestamos? Naturalmente, Dios conoce nuestros sentimientos, pero necesitamos hablar con Él, porque, si no le hablamos, no le creemos, y, si no le creemos, carecemos de fe, y, por lo tanto, somos incapaces de hacer el bien, como nos corresponde a los cristianos.

   Recordemos las siguientes palabras del primer Obispo de Jerusalén: (ST. 5, 16).

   A través de la meditación del texto evangélico correspondiente al inicio de la Cuaresma, veremos cómo podemos tener fe, actuar como buenos cristianos, y orar, cumpliendo la voluntad de Nuestro Santo Padre.

   1. La relación que mantenemos con nuestros prójimos.

   Meditación de MT. 6, 1-4.

   1-1. Observemos una moral adulta.

   (MT. 6, 1). En la Biblia, la palabra "justicia", tiene dos acepciones, la primera de las cuales es sinónimo de fe, y, la segunda, se refiere al hecho de hacer el bien, y de practicar la equidad.

   (MT. 6, 1a). Muchos padres tienen la costumbre de motivar a sus hijos para que estudien, ofreciéndoles recompensas, si se esfuerzan a la hora de formarse. Igualmente, muchos profesores tienen la costumbre de alabar excesivamente a sus alumnos más aventajados. Vivimos en una sociedad en la que no somos valorados en virtud de la bondad o maldad que nos caracteriza, sino en atención al poder, la riqueza y la fama que tenemos. Siempre se nos ha dicho que Dios castiga a los malos y premia a los buenos, para que adquiramos la costumbre de vivir en sociedad, beneficiándonos unos a otros, así pues, en la Biblia, leemos: (DT. 30, 19). Para los hebreos, el hecho de escoger la vida, significaba cumplir la voluntad de Dios, con tal de ser alcanzados por las promesas divinas. Para nosotros, el hecho de escoger la vida, significa que nos comprometemos a amoldarnos al cumplimiento de la voluntad divina, para que, la vida sobrenatural de la gracia, nos transforme, para que seamos aptos, para vivir, en la presencia de Dios.

   Aunque el hecho de hacer el bien nos dispone a ser receptores de las bendiciones divinas, evitemos la posibilidad de practicar la justicia para ser recompensados, y hagámoslo por la satisfacción de hacer el bien, para poder ser imitadores de Dios.

   Jesús nos dice que, cuando hacemos el bien, o buscamos ser recompensados por quienes alaban nuestra bondad, o buscamos ser premiados por Dios. Si damos una limosna, no para beneficiar a un hermano carente de dádivas materiales, sino para figurar en una lista de benefactores, que estará a la vista de cientos o miles de personas, que sabrán de nuestra bondad, no estamos buscando una recompensa divina, sino un galardón humano. Hay ocasiones en que practicamos la justicia, y es inevitable el hecho de que se nos vea, tal como me sucedió un día en que, cuando estaba cruzando una carretera, un señor mayor que tenía una bicicleta tropezó conmigo, y lo sujeté, para evitar que se cayera. En tales casos en que es inevitable que se nos vea hacer el bien, no buscamos la recompensa humana, aunque la obtengamos, y sirvamos de testimonio, para que, quienes nos observen, comprendan que es posible vivir, según la voluntad de Nuestro Dios.

   No podemos desear ser recompensados tanto por Dios como por los hombres al mismo tiempo, porque hay situaciones en que, la forma de proceder de los hombres, dista de la manera de actuar de Dios. Esta es la causa por la que Nuestro Señor nos instruye, en los siguientes términos: (MT. 6, 1b). En el texto que estamos considerando, Jesús no tuvo la pretensión de hablar mal de los fariseos, -los legalistas que necesitaban la constante aprobación de todos los actos que llevaban a cabo por parte de los hombres-, aunque lo hizo indirectamente, ya que, todo aquello que nos dice que no debe hacerse, era precisamente lo que hacían los tales.

   Aunque San Mateo escribió su Evangelio en arameo, dicha obra fue traducida al griego. La versión de la citada obra en arameo no se conserva. Para los griegos,, los hipócritas, eran quienes representaban papeles teatrales que no estaban relacionados con su personalidad. Entre nosotros, una persona hipócrita, se conoce por el fingimiento, por ejemplo, de una bondad que no la caracteriza.

   Muchos son los que hacen el bien para ser recompensados, porque, si no se les reconocen sus virtudes y bondad constantemente, sufren mucho, porque, al depender su estimación personal de lo que los demás creen de sí mismos, no se percatan de que practican la justicia, no por amor a Dios y a sus prójimos, sino para satisfacer su necesidad de ser reconocidos. Un clásico ejemplo de ello, son las madres crucificadas.

   San Mateo nos expone varios ejemplos de acciones realizadas por gente hipócrita en su Evangelio (MT. 6, 5, 16; 7, 3-5; 15, 7-9; 16, 1-, 15-22; 23, 13-15, 25-31).

   Los hipócritas no heredarán el Reino de Dios (MT. 24, 45-51).

   1-2. Practiquemos la justicia buscando como recompensa la satisfacción de hacer el bien.

   (MT. 6, 2). Jesús nos dice que, cuando practiquemos la justicia, no presumamos de nuestra bondad buscando ser recompensados por el aplauso de los hombres, pues, si no buscamos la aprobación divina, no la obtendremos, y tendremos que conformarnos con la aprobación humana, que es, en definitiva, la que nos interesa lograr.

   San Pablo nos indica cómo podemos servir desinteresadamente a nuestros prójimos los hombres, en los siguientes términos: (FLP. 2, 1-4). Naturalmente, no siempre podemos considerar que las prioridades de nuestros prójimos son más urgentes que las nuestras, pero, si nos lo propusiéramos, podríamos exterminar la carencia de dádivas materiales de la humanidad.

   1-3. Practiquemos la justicia por amor a Dios y a nuestros prójimos los hombres.

   (MT. 6, 3-4). Hagamos el bien en secreto, y Dios nos recompensará públicamente, pero lo hará en silencio, de manera que, sólo nuestros hermanos en la fe, se percatarán de que el Señor nos beneficia, aunque no sepan por qué lo hace (2 COR. 9, 6-11).

   2. La relación que mantenemos con Dios.

   La oración.

   Meditación de MT. 6, 5-6.

   Los versículos del primer Evangelio que estamos meditando, me recuerdan la actitud de una señora que quiso hacerles promesas a diferentes imágenes de Jesús y a diversos Santos de asistir con su descendiente a sus procesiones, si su hijo se recuperaba de la enfermedad que padecía. Por su parte, el hijo, viendo que su madre no vivía como cristiana practicante, y que cumplía sus promesas buscando el aplauso de los hombres, -quienes supuestamente debían alabarla por su bondad de madre crucificada-, se negó a asistir a dichos actos litúrgicos, cosa que su madre aún le reprocha, -a pesar de que han pasado muchos años desde que hizo tales promesas-, porque le impidió ser estimada por la gente, y seguir alimentando el cumplimiento de promesas que, más que estar relacionadas con la fe, son causas de superstición, ya que, el hecho de no cumplir las mismas, -según la creencia de muchos católicos cuya fe no está bien formada-, es causa de recepción de un castigo divino.

   Desgraciadamente, la fe de muchos católicos está relacionada con la superstición, porque los tales, o no han podido, o no han querido adquirir una buena formación religiosa. Quienes predicamos el Evangelio, debemos hacer un buen examen de conciencia, para averiguar si somos responsables de la deformación de la fe, que afecta a muchos de nuestros hermanos, de entre los cuales, muchos, -una vez perdido el miedo a la condenación en el infierno-, han dejado de creer en Dios, porque se les ha inculcado la idea de que nuestra fe es una carga, y no un motivo de dicha.

   Si participamos en actos litúrgicos buscando el reconocimiento social, y no lo hacemos para alabar al Dios Uno y Trino, tendremos que conformarnos con la recepción del aplauso de los hombres, el cual, -por cierto-, es el único premio que nos interesa recibir.

   De la misma forma que Jesús nos insta a practicar la caridad y a hacer penitencia en secreto, nos pide que oremos ocupándonos en cultivar la fe que profesamos. Si no oramos tal como hablamos con nuestros familiares, hemos de dar por supuesto que no tenemos fe en Dios.

   San Pablo, nos dice: (EF. 6, 14-18. 1 TIM. 2, 1-4).

   3. La relación que mantenemos con nosotros.

   ¿Qué pensamos de nosotros?

   Meditación de MT. 6, 16-18.

   La práctica del ayuno puede estar causada por el hecho de pedirle a Dios perdón por haber pecado, o por el hecho de pedirle dádivas, ora para quienes ayunan, ora para sus seres queridos.

   Las prácticas penitenciales pueden ser las más tentadoras que se pueden realizar para atraer la aprobación de los hombres, porque no suponen desprendimiento de dinero en beneficio de los pobres, ni inversión de un tiempo determinado en la asistencia a los actos de culto públicos.

   Supongamos el caso de una señora que pasa toda una noche en un hospital, esperando que uno de sus familiares que está enfermo, sea dado de alta al día siguiente. Al amanecer, la buena señora padece los efectos del sueño, y presume ante sus familiares y amigos porque, si ella no fuera tan buena, dicho enfermo hubiera pasado la noche sólo. Tanto al hacer el bien, al orar, o al hacer penitencia, no necesitamos demostrar que estamos haciendo esfuerzos sobrehumanos, a fin de lograr alcanzar los propósitos que nos proponemos. Jesús nos dice que, cuando hagamos penitencia, nos perfumemos y nos lavemos la cara (el aceite es utilizado en la elaboración de Ungüentos), porque nadie va a sentir lástima de nuestro estado, si nos ve con la cara sucia, fingiendo una tristeza que no tenemos, o quejándonos porque tenemos hambre, porque toca ayunar.

   Concluyamos esta meditación, pidiéndole a Dios que nos ayude a ser mejores cristianos.

   Comprometámonos a aprovechar, no sólo el tiempo de Cuaresma, sino toda nuestra vida, para mejorar nuestras relaciones, con Dios, con nuestros prójimos los hombres, y, con nosotros mismos.

   Nota: Es lógico suponer que si beneficiamos a nuestros prójimos podemos ser recompensados si los mismos son agradecidos, pero el hecho de hacer depender nuestra estimación personal de la imagen que los tales tienen de nosotros, es doloroso y conflictivo, ya que nadie nos va a permitir que lo sobreprotejamos hasta eliminar su libertad, y convertirlo en objeto, a no ser que se sienta cómodo, y carezca de la voluntad necesaria, para ser autónomo.

José Portillo Pérez.
joseportilloperez@gmail.com